CAPÍTULO 100: LOS CORCELES
SÛRAT AL-‘ÂDIYÂT  

revelada en Meca, 11 versículos 

 

índice

 

bísmil-lâhi r-rahmâni r-rahîmi

Con el Nombre de Allah, el Rahmân, el Rahîm

1. wa l-‘âdiyâti dábhan

¡Por los corceles jadeantes

2. fal-mûriyâti qádhan

que hacen saltar chispas de fuego

3. fal-mugîrâti súbhan

y arremeten al alba

4. fa-ázarna bihî náq‘an

levantando nubes de polvo,

5. fa-wásatna bihî ÿám‘an

y rompen por en medio el ejército enemigo!

6. ínna l-insâna li-rabbihî la-kanûdun

Ciertamente, el ser humano ante su Señor es ingrato,

7. wa innahû ‘alà dzâlika la-shahîdun

y es testigo de ello,

8. wa innahû li-húbbi l-jáiri la-shadîd*

y en su amor al bien es intenso.

9. a fa-lâ yá‘lamu idzâ bú‘zira mâ fî l-qubûri

¿Acaso no sabe que, cuando sean revueltas las tumbas

10. wa hússila mâ fî s-sudûri

y sea recogido lo que hay en los pechos,...

11. ínna rábbahum bíhim yaumáidzin la-jabîr*

que su Señor, ese Día, estará al tanto de ellos?

 

            El breve texto anterior es el capítulo cien del Corán. Conforme nos acerquemos al final del Libro, las sûras se harán cada vez más cortas, quedando reducidas a frases escuetas, casi simples balbuceos impactantes y llenos de poder. A pesar de estar al final, la mayoría de estos textos se cuentan entre las primeras revelaciones hechas a Muhammad (s.a.s.).

Esta sûra -o capítulo- comienza con un juramento (qásam). Los juramentos dan énfasis y contundencia a las afirmaciones. Son un recurso con el que se llama la atención sobre la importancia y veracidad de lo que se va a sentenciar a continuación. Allah habla de la ingratitud y avidez de los hombres, y pone como valedores de la trascendencia del asunto a los veloces corceles que se lanzan a un campo de batalla. Veamos por qué.

En árabe, caballos se dice jáil, término colectivo que comparte raíz con la palabra jayâl, imaginación, ilusión. La belleza etérea de esos animales, su nobleza y velocidad,... los hacen parecer seres irreales, pobladores de un ensueño: es como si se volvieran ingrávidos en el torbellino que desatan.

        Aquí se les denomina ‘âdiyât, que literalmente significa corredores. Se sobreentiende que el adjetivo se refiere a ‘caballos’, ya que estos no son mencionados por su nombre en ningún momento. De los caballos, pues, llama la atención su agilidad y presteza: son ‘âdiyât, rápidos corceles, semejantes a astros fugaces que dejan detrás de sí un rastro, único signo de su realidad material.

        El texto reproduce el vértigo del movimiento de los caballos en la sucesión acelerada de imágenes y la sonoridad de las palabras que emplea en la descripción. Se acumulan breves escenas bosquejadas en pares de ideas precipitadas, resumidas cada una de ellas en un término rico semánticamente. Bajo esas rápidas impresiones se destaca la violencia del movimiento, transmitida por el ritmo y la rima, agresivos y bruscos.

        De la descripción de la carrera de los vertiginosos corceles que se apresuran al combate se pasa a subrayar la desidia y avidez de los hombres, señaladas también en enunciados definitivos y lapidarios, pero llenos de intensidad y fuerza que estremecen el corazón del lector que ha ido acompañando los latidos de la sûra.

        Después, el texto alude a una fuerza indescriptible y transfiguradora que aparece por sorpresa casi al final, revuelve las tumbas para sacar de ellas a los muertos y los expone con violencia ante Allah.

        Por fin, y concluyendo el capítulo, las últimas palabras son de una calma total: Allah emerge como Contemplador de las realidades, como el verdaderamente Informado (Jabîr) de los secretos que anidan y se agitan en los pechos de los seres, y Él es la meta en la que acaba la precipitada carrera de la vida al igual que en Él todo tiene su arranque.

        Comencemos analizando los pormenores del juramento que está al principio de la sûra. El marco para expresar esas ideas, según hemos señalado, es el deslumbrante espectáculo de caballos arrojados con el amanecer al estrépito de un combate. Ellos son los valedores del juramento con el que se va a censurar la apatía humana. Allah propone como testigos que acreditan sus palabras posteriores a esas criaturas magníficas, los ágiles corceles, tan veloces que apenas si los capta la vista:  wa l-‘âdiyâti dábha, ¡por los corceles jadeantes... Se trata de rápidos caballos a galope, que jadean y resoplan nerviosos bajo el peso del jinete, siendo su relincho (su dabh, su jadeo o resoplido) signo de empeño y bravura.

        El brío de esos animales se manifiesta en sus pezuñas fal-mûriyâti qádha, que hacen saltar chispas de fuego. Su potencia es capaz de arrancar el fuego que hay oculto en las piedras. El Corán llama aquí a esos corceles mûriyât, los que muestran el fuego que hay escondido en el pedernal al golpearlo (qadh, golpe sobre el sílex) con el empuje y la resolución de sus patas. Sacan de lo inerte un resplandor.

        Su ingravidez, disposición inmediata y vehemencia son valor y audacia en las batallas. Pronto y sin reticencias se aprestan a enfrentarse al enemigo fal-mugîrâti súbha, y arremeten al alba. El Corán ahora los llama mugîrât, es decir, atacantes que se abalanzan contra los ejércitos al alba (subh), sin esperar a más tarde.

        Al instante, cumpliendo sin reparos las órdenes que reciben de sus jinetes, se apresuran al fragor del combate fa-ázarna bihî náq‘a, levantando nubes de polvo, en su avance imparable. Estos veloces corceles revuelven la tierra con su valor, con su velocidad y su ímpetu, y levantan (ázara-yâzar) chispas de fuego,... y también una densa polvareda (naq‘).

        No temen a sus oponentes fa-wásatna bihî ÿám‘a, y rompen por en medio el ejército enemigo! No rehúsan el enfrentamiento, y entran por el centro (wásata-yasit), partiendo por la mitad el ejército enemigo (ÿam‘, ejército, reunión) y sembrando el desconcierto en sus filas.

En resumen, encabezando esta sûra, Allah jura y pone por testigos los estilizados y valientes caballos de combate, y los describe paso a paso, desde que comienzan a correr y ponen en su carrera todo el empeño, jadeando sin por ello detenerse, mientras sus pezuñas arrancan piedras, fuego y polvo. La pesadez del sueño no los retiene, y antes del amanecer ya están dispuestos para la lucha, sorprendiendo al enemigo cuyas filas rompen, sin temores, por el centro.

Las palabras llenas de admiración del Corán comunican al lector su entusiasmo ante ese movimiento acelerado. Los rápidos corceles, que son como un relámpago, no se arredran ante nada y se lanzan a la lucha. Son la representación de la vida, de algo desbordado por la ebullición que hay en sus adentros, la imagen de una manera de existir y expresar el esplendor y la exuberancia de lo vivo.

        En esos movimientos espontáneos y atropellados hay implícitamente un profundo agradecimiento: son el reconocimiento de una verdad esencial que anida en cada criatura y traducen la energía subyacente que hay en la creación. La existencia es eclosión, y el dinamismo y la agilidad de las criaturas son eco de ese estallido. De esa agilidad son ejemplo los corceles. Las mismas palabras del Corán parecen seguir y reproducir su trote infatigable y audaz con frases entrecortadas y resonantes.

        Al lado de esos corceles que se lanzan sin miramientos a su Destino, los seres humanos parecen criaturas muertas, mediocres, inseguras, reticentes, incapaces de enfrentarse a los desafíos. Por ello, los caballos son los valedores de la sentencia que Allah pronuncia a continuación. En la comparación, los hombres pierden. El marcado contraste entre la ingravidez de esos animales y el espectáculo gris que ofrece la humanidad da crédito a las siguientes palabras de Allah: ínna l-insâna li-rabbihî la-kanûd, ciertamente, el ser humano ante su Señor es ingrato.

        En principio, el ser humano (insân) es movido por el mismo estímulo vital que activa a los caballos: tiene a su Señor (Rabb) que lo espolea desde sus profundidades, a semejanza del corcel que es espoleado por el jinete, y al igual también que todo ser viviente azuzado por la vibración que palpita en él. Pero el ser humano es ingrato (kanûd), es decir, no reconoce a su Señor, no responde al aguijón que lo hace ser, y está perdido y desorientado, como muerto. Allah aguijonea al hombre, lo apremia, pero el ser humano es reacio, pone reparos y se sumerge en la indiferencia y la pereza, se retrotrae ante el reto y se protege en la rutina.

        En el versículo, el Corán utiliza la palabra Rabb (Señor) para referirse a Allah -el Uno Absoluto- en tanto que presente en cada criatura. Es su motor interior, su jinete al que no obedece, y entonces es como si careciera de ímpetu vital. Es como si, echándose atrás ante el imperativo de su Señor, negara el torbellino creador que hay en él, como si quisiera escapar a su estrépito.

        El término kanûd significa ingrato y rebelde, porque el hombre no responde a los estímulos verdaderos ni saca lo que tiene dentro de sí. Y también significa ignorante y descuidado que no sabe de dónde le viene la vida ni los bienes de los que disfruta, ni reacciona a la inmensa riqueza que ha sido depositada en su mundo interior. Desconoce del todo a su Señor y se ignora a sí mismo. Está extraviado en el mundo: las desgracias lo ofuscan y olvida los favores de los que vive.

        La palabra kanûd se emplea sobretodo para la tierra ingrata, la que, después de haber sido arada y sembrada, no da fruto. El ejemplo de los caballos testifica en favor de esta afirmación: ciertamente, el ser humano es ingrato para con su Señor, pues si no lo fuera se desbordaría de vida respondiendo a su Creador, al Ser Soberano que impera en él.

A renglón seguido, el Corán dice: wa innahû ‘alà dzâlika la-shahîd, y es testigo de ello. El ser humano es testigo (shahîd) de su ingratitud e ignorancia, porque ve lo que resulta de ellas: su existencia mortecina es expresión de su incapacidad, y es consciente de ello aun cuando lo niega en medio de justificaciones. Su aburrimiento, su desesperación, su miedo, su fracaso,... todos son testimonios que le hablan de la pereza en la que está sumido. Y todo eso lo tiene delante, inquiriéndole. Aún peor, tras la muerte será testigo contra sí ante su Señor, cuando, disuelta su ilusión, se le exijan cuentas, y su vida misma, y todo su ser y la existencia entera le interroguen y acusen.

        Pero si no es su Verdadero Señor ¿qué es lo que acciona al hombre durante su existencia? ¿qué es lo que crea la apariencia de que está vivo?: wa innahû li-húbbi l-jáiri la-shadîd, en su amor al bien es intenso. El bien (jáir), aquí, es todo lo bueno que Allah ha creado.

        El ser humano siente un amor (hubb) intenso y violento (shadîd) hacia las cosas buenas: hacia su cuerpo, su ego, sus hijos, el conocimiento, los bienes materiales,... Todas esas son bondades y riquezas de Allah con las que hace amable la existencia, y el apetito que desatan es lo que pone en marcha al ser humano. Conquistar ese bien es lo que pone en movimiento al hombre y engendra en él una pasión desmedida. Los estímulos que mueven al hombre común son la codicia, el egoísmo, el miedo, la desesperación, el odio,... El deseo es lo que da al ser humano la apariencia de un ser vivo. El hombre actúa, pero no lo hace aguijoneado por Allah y la intensidad del prodigio de la existencia, sino por el interés y la avaricia. Es decir, persigue los dones y no medita en el Donador, reflexión esta que lo invitaría a la gratitud y al reconocimiento, los cuales desatarían en él la acción auténtica.

        En resumen, lo que pone en marcha al ser humano es su inclinación egoísta, su afán de lucro, su voracidad. Pero ésa no es la agilidad de los corceles que ha sido descrita con admiración a lo largo del juramento inicial. Falta el desapego que libere esos movimientos, falta la espontaneidad que los haga vibrar con la naturaleza, falta la rendición incondicionada al Creador de las bondades tras las que se corre.

        A continuación, tras el juramento que contrapone la agilidad de los corceles y la existencia anodina de los hombres, el Corán hace una reflexión con la que exhorta a relativizar el valor de las cosas mundanales y que ayudaría al ser humano a despertar de su somnolencia haciéndolo renacer a la acción auténtica. El Corán anuncia la Resurrección (Qiyâma) de los muertos.

El poder revulsivo de estas palabras está en que son una amenaza, y no una simple información. De ahí que adopten la forma de una pregunta a la que no se contesta: a fa-lâ yá‘lamu idzâ bú‘zira mâ fî l-qubûri wa hússila mâ fî s-sudûri ínna rábbahum bíhim yaumáidzin la-jabîr, ¿acaso no sabe que, cuando sean revueltas las tumbas y sea recogido lo que hay en los pechos, que su Señor, ese Día, estará al tanto de ellos?... El hombre sabe que habrá de volver junto a su Creador, junto al Absoluto del que ha surgido, y lo sabe porque tiene conciencia de que ha de morir.

        En el ser humano anida una posibilidad única que lo devolvería a la espontaneidad y frescura con las que se mueve la creación. Esa posibilidad es la que hace de él algo especial en la creación, tanto para bien si la activa como para mal si la deja morir. Ese potencial es a lo que en árabe se llama Îmân, apertura sincera del corazón hacia Allah. El Îmân estilizaría al ser humano, lo haría ingrávido y ágil. Se trata de la esponjosidad propia del corazón que lo asoma al mundo del espíritu y le muestra lo infinito, lo que trasciende los límites en los que está encerrado el hombre.

        Esa esponjosidad -que en el hombre es única y destacable porque se transforma en conciencia y saber- es comunicación con el universo interior (y anterior y posterior a cada existencia concreta), es un puente hacia la universalidad, hacia el ámbito de lo infinito e indeterminable. La ausencia de Îmân -ausencia que en árabe recibe el nombre de Kufr- lo aferra a su ego y lo ciega, reduciéndolo todo ante él.

        El Îmân, alimentado por la Revelación, abre el espíritu hacia su Señor (Rabb), hacia el Uno-Único que lo entrelaza todo, y en esas profundidades inagotables se produce la interacción que permite un despegue que deja atrás las motivaciones mediocres que activan al hombre común. En el Îmân, el ser humano descubre a su Señor, su motor secreto, su espoleador que lo hace ser real y vivo y lo conecta con la existencia entera. En esa intimidad contempla y da fe de Allah, el Ser Soberano que es su Verdad y su Destino.

        El Îmân es una intuición tan fuerte y decisiva que el Corán la llama Ciencia Cierta. El que carece de Îmân nada sabe (‘álima-yá‘lam), nada ve, nada siente, nada intuye, porque lo único que hace es ser movido y dejarse arrastrar por ambiciones, cortedades, carencias, temores y ansiedades,... Su universo es un espejismo, una quimera basada en la escasez y disfrazada bajo la retórica de la justificación. El Îmân, que el Corán estimula en los corazones, es sintonía con la Verdad rectora de las realidades. El Îmân, una vez activado, se manifiesta como arrojo y audacia, no como avaricia y frustración.

        Con el Îmân -es decir, con la capacidad infinita de su corazón- el ser humano descubre a Allah, se encuentra con el Secreto Indescriptible que todo lo gobierna, y se sumerge en el saboreo de ese vórtice de vida y acción. Ello hace de él una criatura desbordada por la intensidad inabarcable que presiente en sus adentros más profundos. Conjuga entonces lo universal infinito con su individualidad, y ese encuentro en él de todo lo transforma en califa, es decir, en una criatura plenamente soberana cuya audacia es capaz de superar la de los veloces corceles.

        Con el Îmân, el hombre sabe a ciencia cierta acerca de lo infinito y eterno:  a fa-lâ yá‘lamu idzâ bú‘zira mâ fî l-qubûr, ¿acaso no sabe que, cuando sean revueltas las tumbas...? Es decir, el ser humano, con el Îmân, sabe (‘álima-yá‘lam) lo que ocurrirá cuando sean volteadas y revueltas (bú‘zira-yubá‘zar) las tumbas (qubûr, plural de qabr, tumba), cuando todo sea invertido, porque para él sólo su Señor es definitivo, y no tiene en la muerte un dios irrebatible, como no lo tiene en nada. Sin el Îmân no sabe lo que es la muerte ni lo que le aguarda tras ella, y que es su reencuentro en la desnudez de la tumba con la Presencia de su Señor.

        El mûmin -el dotado de Îmân, el inmerso en la eternidad de la existencia- sabe, por su percepción íntima de la realidad de las cosas, que su vida no es un instante decidido al azar, sino que ha sido querido por la Verdad que lo sostiene todo, y desde ese momento su instante pasa a tener dimensiones irrepresentables. Se sabe existiendo en esa Inmensidad, cuyas proporciones escapan a todos los juicios. La miseria del hombre común viene de su aislamiento espiritual, la estrechez de su vida, lo reducido de sus horizontes, todo lo cual lo aprisiona en su ego, frontera de su ser.

        Por eso mismo, las tumbas no son su destino: las tumbas serán revueltas y de ellas saldrá la Verdad, porque nada puede imponérsele ni vencerla. El que carece de Îmân -el kâfir- no puede intuir estas cosas: su mundo está reducido a él y los alcances de su tiempo y su espacio son tan pequeños como él. Por eso es accionado sólo por su interés más inmediato y su codicia. Su dios es la muerte, y en ella se inspira.

        Nada es vano ni insignificante para el mûmin. Él presiente que en la soledad de la tumba será segado con fuerza lo que hay en los corazones: wa hússila mâ fî s-sudûr, y cuando sea recogido lo que hay en los pechos... Es decir, la muerte convulsionará la percepción del hombre y evidenciará lo que ha sido ocultado en lo más íntimo -en el interior de los pechos (sudûr, plural de sadr, pecho, la parte eminente del cuerpo en la que está guardado el corazón)-, y saldrán a la luz las intenciones hasta entonces escondidas y las inclinaciones jamás reconocidas, con todo el dolor que hay en ellas. Nada ha sido en vano ni intrascendente,... ni un solo instante de su existencia ha dejado de marcarlo en su espíritu.

        La expresión árabe es muy intensa: el verbo hússila-yuhással significa ser arrancado, ser recogido con violencia. La muerte es un trastocamiento, un revulsivo radical: lo pone todo al revés, lo vuelca y revuelve, y la Verdad Íntima que estaba oculta en el ajetreo de la vida se pone de manifiesto. La muerte supone una inversión de la realidad con la que sale a flote lo que estaba oculto. Con ella resucita lo que estaba muerto. Por eso es la Hora. Con la muerte, emergen Allah y las verdades y secretos del ser humano. Lo que hasta entonces había estado relegado aparece con fuerza y configura el Destino en lo eterno de Allah.

        El Corán apostilla la pregunta diciendo: ínna rábbahum bihim yaumáidzin la-jabîr, ciertamente, su Señor, ese Día, estará al tanto de ellos. El mûmin sabe con la agudeza de su ojo interior que Allah está siempre al tanto: Él es Jabîr, el Bien Informado. Su Presencia -pues nada podría existir sin la asistencia continua de la Verdad que la sostiene-, es conocimiento directo de cada instante en lo infinito de su Poder y su Sabiduría. Pero la nota que aparece en esta frase hace de eso algo más amenazador y de repercusiones desmesuradas: Allah está al tanto, en especial, ese Día (yaumáidzin) resolutivo.

        Su ‘estar al tanto’ no es un conocimiento frívolo, ni es comprensión o almacenamiento de un dato, sino algo más radical. El Saber del Uno-Único es la realidad misma, es la coincidencia de su Poder y la verdad de cada ser. Y Allah -en tanto que Jabîr- da plenitud, en su Inmensidad, a lo que es el hombre. Ése es el ajuste de cuentas, la realización absoluta de lo real, que la existencia formal cubre con un velo hasta que la muerte lo retira.

        Esta última parte del texto es una pregunta que queda sin respuesta, como suspendida esperando la reacción del lector: ¿acaso el ser humano no sabe -cuando sean revueltas las tumbas y se extraiga lo que hay en los corazones- que su Señor estará al tanto de todo? Este es el aguijón con el que el Corán azuza al hombre. Lo deja sin contestación, porque si no encuentra en sí la respuesta, si en él no hay Îmân, es decir, si en él no hay intuición del alcance de estas palabras, entonces no hay nada que hacer, y morirá en la desidia y se condena a sí mismo a la privación. El Corán no ofrece muletillas al ser humano sino que lo desafía buscando que en él nazca el entendimiento: tal vez sólo así se desate su nudo en medio del torbellino de la vida verdadera.

        Estos saberes dan una orientación distinta a la acción del mûmin. Ya no es movido por la avaricia sino directamente por su Señor, por la Verdad Creadora. Allah lo acciona y hacia Él se dirige, hacia su Eternidad, que es bondad absoluta y exuberancia desbordada.

Su Îmân, su apertura hacia Allah, es el más poderoso acicate con el que busca los dones más preciados de Allah, los reservados a los mûminîn en la eternidad de su Señor interior. Existe un acicate aún más elevado, valioso y meritorio, el Ihsân, la Excelencia, que es amor apasionado por Allah mismo y contemplación de su Presencia inmediata, pero el Îmân, la esponjosidad, es el primer paso.

        Lo dicho al principio sobre los veloces corceles es atribuible ahora a los mûminîn, los estilizados y los conmocionados por la fuerza transformadora del Îmân. Dijimos al principio que se sobreentiende que el término ‘âdiyât (rápidos, veloces) se refiere a ‘caballos’ o ‘corceles’. Es posible, como hacen los sufíes, releer el juramento desde una nueva perspectiva. Ellos, los mûminîn, los adelantados entre los hombres, son los que se convierten realmente en testigos de la veracidad de las palabras de Allah. Son los corceles auténticos, infinitamente por encima de los caballos a los que presuntamente se aludió en el juramento, pues añaden la intensidad de la conciencia a la espontaneidad vital de la existencia. Es lo contrario de lo que sucede con el hombre que queda encarcelado en la desidia: convierte su conciencia, junto a Allah, en un infierno.

        Según esta nueva reinterpretación, en su juramento Allah pone como testimonios contra la pereza, la esterilidad y la codicia de los hombres comunes a los mûminîn: éstos son los que se han espiritualizado dejando atrás la pesadez de las exigencias del ego. Galopan con ligereza y arrojo por encima de los pensamientos y reflexiones del resto de los mortales, gracias a la perspicacia de sus intuiciones y teniendo por ágiles pies la vigilancia y la atención con la que rigen sus acciones para orientarlas hacia Allah. Machacan con la fuerza de sus golpes la dura piedra del corazón hasta hacer salir de ella chispas, hasta sacar del corazón el fuego contenido y convertir en pasión sus actos.

        Al alba, mientras los demás duermen y permanecen sumidos en sus ilusiones, los mûminîn no dudan en cargar contra sus enemigos, que son el egoísmo, los intereses mundanales, la arbitrariedad, lo tenebroso, lo injusto. Es decir, siempre están atentos para no caer en las miserias. Se apresuran contra sus enemigos y los derrotan con las espadas de su estricta observancia de la Revelación y la Contemplación, dispersando el polvo de las maldades, las vilezas y las torpezas con el viento del Islâm y el Îmân, retornando siempre a Allah, volviéndose hacia Él, mientras a la vez se sitúan en medio de las filas de las ciencias y de los secretos, recogiendo ahí su botín.

        Al igual que los rápidos corceles siempre prestos para la batalla, los mûminîn dan fe de la ruina y quiebra del ser humano, y se sobreponen a ese destino y encuentran en Allah la magnificencia del Poder Creador. Ellos son el contraste que hace que se destaque aún más la tenebrosa oscuridad en la que se debate el resto de los mortales.

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