CAPÍTULO 108: LA ABUNDANCIA

SÛRAT AL-KÁUZAR

revelada en Meca, 3 versículos 

 

índice

 

bísmil-lâhi r-rahmâni r-rahîmi

Con el Nombre de Allah, el Rahmân, el Rahîm

1. innâ: a‘tainâka l-káuzara

Te hemos dado la abundancia.

2. fa-sálli li-rábbika wánhar*

Haz el Salat hacia tu Señor, y sacrifica.

3. ínna shâniaka huwa l-ábtar*

El que te odia es el estéril.

  

            Esta sûra está enteramente dedicada a Rasûlullâh (s.a.s.). Con ella, Allah consuela a su Mensajero, le hace una promesa que le augura la fecundidad de sus esfuerzos, y, por otro lado, le anuncia la esterilidad de sus enemigos. Intercalando el texto, el Corán orienta al Profeta recordándole que en todo momento debe afirmarse sobre el camino de la gratitud (shukr).

            La misión de Muhammad (s.a.s.) consistía en comunicar la revelación que le era hecha, y con ella construir una comunidad sobre el fundamento de un sentido unitario de la existencia. Esa fue la Invitación (Da‘wa) que dirigía a la humanidad. Un Mensajero (Rasûl) es maestro, guía y constructor que está alumbrado desde sus profundidades más abismales; es alguien que pone la semilla de una nación porque en él mismo Allah ha hecho germinar la intuición de lo desmesurado. En su combate encuentra la oposición de los que no pueden entender lo que ve y presiente. Pero un profeta es un ser humano, y es herido por la incomprensión, la cortedad de miras de sus conciudadanos o el desprecio de los más.

             Esta sûra es un breve destello. En pocas palabras bosqueja todo lo anterior. Resume el dolor del Profeta (s.a.s.) durante los primeros días de la transmisión del Islam en Meca: él se alzó con entusiasmo para comunicar su mensaje y fue recibido con frialdad y burla que al poco se convirtieron en recelo e intentos por desacreditarlo para a continuación desatarse una persecución en toda regla. Y esto mismo le haría descubrir a qué maldad se estaba enfrentando realmente con su intento por instaurar el Islam.

            En esta sûra se le insinúa algo de la máxima importancia: la fuerza en la que debe confiar para su empresa no es la suya sino la de su propio Creador, el Señor de los Mundos. Sólo sumergiéndose en esa Fuente Infinita (la Rahma posibilitadora de vida, la raíz fecunda del ser) obtendría la energía necesaria, la resolución y la tenacidad imprescindibles para hacer frente a las circunstancias adversas y a quienes deseaban apagar la luz que él encendía en medio de la desidia y el oscurantismo de su tiempo.

            Una vez vuelto sinceramente en esa dirección ya no será defraudado, y su Señor se desbordará con abundancia a través de él. Éste es el contenido de la sûra. Y ésta es la enseñanza que guarda para todo el que se inspire en el Profeta y siga su ejemplo.

Tomar la senda de Muhammad (s.a.s.) es decidirse por el bien, la generosidad sin límites, la abundancia, el derroche de lo humano, la apertura hacia Allah (el Îmân). Lo contrario es la escasez y la esterilidad (el Kufr). Sobre el camino de Muhammad (s.a.s.) está el inconveniente de la lucha que necesariamente consiste en derribar obstáculos y superar la resistencia de la pereza, la desidia y el miedo, haciendo de esa tensión el sendero sobre el que se va creciendo.

            Abundan los relatos que describen la recepción que se brindó al Islam en sus principios. Los poderosos de Meca -los más interesados en mantener la situación en la que vivían- no tardaron en preparar diversas estrategias contra Muhammad (s.a.s.). Primero fueron la burla y la ironía, que son los mejores métodos para restar importancia a cualquier cosa y desviar la atención. Personajes relevantes como al-‘Âs ibn Wâil, ‘Uqba ibn Abî Mu‘ît, Abû Láhab, Abû Yahl, entre otros, acusaban a Muhammad de ser estéril (ábtar), refiriéndose con ello a la temprana muerte de sus hijos varones. Uno de ellos dijo: “¡Dejadlo! Morirá sin descendencia y será olvidado”.

            En la sociedad árabe -que en buena medida cifraba el valor de una persona en la posibilidad de su continuidad a través de sus hijos y riquezas- esos comentarios no eran inocentes. Un hijo varón es una garantía importante para el mantenimiento del nombre y el recuerdo de alguien. Sin hijos, el Profeta estaba condenado al olvido, y por lo tanto sus esfuerzos eran inútiles y estériles. Muhammad (s.a.s.) era árabe, y sus valores tenían que ser los de su entorno. Esos comentarios debieron dolerle y preocuparle.

            Esta sûra fue revelada para borrar ese sentimiento de su corazón. Y también para trastocar los valores y los criterios. No es la descendencia biológica ni los logros inmediatos lo que debe ser tenido en cuenta sino el poder creador de la voluntad. Éste está más allá de lo que se pueda predecir de modo alguno. Cuando es un raudal que emana de la Rahma de Allah, la abundancia de la que capaz un ser humano escapa a toda previsión.

            Ya las primeras palabras de la sûra son definitivas: innâ: a‘tainâka l-káuzar, te hemos dado la abundancia. Allah -con la exuberancia infinita que hay recogida en su Nombre (de ahí la utilización del plural mayestático)- ha dado (a‘tà-yu‘tî, dar) a Muhammad la abundancia (káuzar).

            Este término -káuzar-, sin embargo, no es el que se emplea habitualmente para decir en árabe ‘abundancia’ (se utiliza con más frecuencia la palabra kazra). En realidad, káuzar tiene el matiz de ‘abundancia ilimitada’. Ésta es la idea que el Corán contrapone a la de batr, esterilidad, que es de lo que se acusaba al Profeta. Muhammad no sólo no es estéril sino que es infinitamente abundante y fecundo. Allah ha depositado en él algo que es mucho, desbordante, copioso, indelimitable, algo a lo que no se puede poner diques. Esa ‘abundancia’ de Muhammad (s.a.s.) puede ser seguida en una multitud de aspectos.

            Se encuentra en su profecía (nubuwwa), es decir, en su encuentro con la Gran Verdad, en su sintonía con la Existencia, en su saboreo de la Unidad que lo armoniza todo, una Unidad apabullante que es un Océano inagotable en el que sumergirse y desde el que se desborda todo, y que en sí es lo Real, lo radicalmente Presente. Su encuentro con Allah -con su Señor Verdadero- representó su propio agigantamiento, su enriquecimiento más absoluto, pues fue llenado por lo que el esfuerzo intelectual más grande no logra concebir ni acercar al entendimiento.

            Y signo de su extraordinaria abundancia es el Corán mismo, en el que unas pocas palabras son inspiradoras de ríos de pensamientos. La opulencia de cada una de ellas no tiene fin. Son palabras que brotaron de sus labios y fueron recogidas con celo, transmitidas con fidelidad y reflexionadas por generaciones que no han dejado de asombrarse ante la fuerza de sus sonidos y el poder de sus sugerencias.

            Su abundancia está también reflejada en la conciencia que él mismo tenía de ser el objeto de las bendiciones y el saludo de paz de los habitantes del mundo espiritual (los Malâika), que a su vez bendicen y comunican paz a todos aquellos seres humanos que por su parte bendicen y desean la paz a Muhammad (s.a.s.). Desear bendiciones y paz a Rasûlullâh (s.a.s.) -as-salât wa s-salâm ‘alà rasûlillâh- es coincidir con la existencia sutil en ese vórtice de abundancia sin límites que es Muhammad (s.a.s.).

            Y su abundancia es explícita en la Sunna -la Tradición por él instaurada-, fiel en extremo, hasta la literalidad, a su enseñanza y ejemplo. El ‘modo’ del Profeta se ha extendido sobre la tierra, y millones de personas lo han comunicado escrupulosamente a otros millones de otras generaciones con el deseo de procurar ser sus seguidores sinceros y entregados, sus transmisores verídicos al igual que él fue el comunicador verdadero de la revelación que le fue hecha.

            Esto es así hasta tal punto que los gestos del Profeta siguen siendo reproducidos con exactitud por quienes tienen en él un modelo ideal. Rasûlullâh (s.a.s.) ha sido capaz de inspirar un amor extraño y apasionado que no se basa en su idolatrización sino en la fuerza que emana de un recuerdo extraordinariamente vivo que lo hace presente a todo musulmán. No hay distancia alguna entre Muhammad (s.a.s) y cualquier musulmán, al contrario, la familiaridad y el respeto dominan en una estrecha vinculación siempre renovada y siempre fecunda.

            Su abundancia también está en el bien que ha hecho a la humanidad al ser el fundador de una civilización brillante que ha brindado importantes aportaciones difíciles de valorar en su justa medida. Las realizaciones del Islam están ahí como exponentes del caudal muhammadiano.

            Su Káuzar tiene innumerables formas: intentar censarlas es restarle importancia. Por ello el Corán habla del Káuzar de Muhammad (s.a.s.) sin delimitarlo para que abarque todo lo que la imaginación sea capaz de representarse. En definitiva, es un río que no tiene orillas.

Y, efectivamente, en algunos hadices se dice que el Káuzar es el nombre de un río del Jardín, destinado exclusivamente a Muhammad (s.a.s.) y que es el manantial del que brota su riqueza. Se trata de un río blanco, de aguas más dulces que la miel, que fluye sobre un lecho de perlas y circula  entre orillas de oro. Según Ánas ibn Mâlik, en cierta ocasión el Profeta (s.a.s.) agachó la cabeza y estuvo sumido en la ausencia durante un momento. Después,  levantó la cabeza sonriendo. Le preguntaron: “¿Qué es lo que te hace sonreir?”, y respondió: “Me acaba de ser revelada una sûra”, y recitó  la sûra del Káuzar. Después dijo: “¿Sabéis lo que es el Káuzar? Es un río en el Jardín, que me ha dado Allah en el que hay mucho bien, y del que beberán las gentes de mi Nación el Día de la Resurrección”. Pero Ibn ‘Abbâs afirmó que, incluso ese río fabuloso, no es más que una parte del Káuzar de Rasûlullâh (s.a.s.).

            Tras enunciar la abundancia del Profeta (s.a.s.),... tras haberle consolado mostrándole algo que hay en él mismo y que le permite obviar la palabrería ingenua que entreteje los valores confusos con los que hombre vulgar mide las cosas,... tras señalarle una Fuente inagotable que hay en sus adentros y de la que él mana y con la que se expande,... tras hablarle del Káuzar, Allah le recuerda a Muhammad (s.a.s.) la senda en la que esa abundancia sin límites se desborda y tiene plena realización. Esa senda es la de la gratitud (shukr), la del reconocimiento activo de Allah, en Quien todo es incensable: fa-sálli li-rábbika wánhar, haz el Salat hacia tu Señor, y sacrifica.

            Hacer el Salât (sallà-yusallî) es, entre otras cosas, un gesto de profunda y radical gratitud. Con el Salât -al menos cinco veces al día hasta hacer de él una actitud vital- se rememora que toda bondad viene de Allah. Ese reconocimiento es el desencadenante del aumento, porque a la bondad que viene de Allah se le suma la sabiduría que el hombre hace despertar en sí. Esa conjunción lo es todo y es la riqueza absoluta.

            La gratitud de la que hablamos no es el cumplimiento de una formalidad, sino una senda. Con el Salât el ser humano orienta un instante de su existencia hacia su Señor, y se sumerge en la Grandeza de lo eterno contenido en ese momento, consciente de las dimensiones infinitas de la Verdad a la que se asoma y de la que él mismo ha surgido y de la que también nace todo aquello de lo que goza.

            La ‘Aqîda le enseña al musulmán la Unidad e Inmensidad de su Señor y se las propone como meta, y la vía -el Islam, su Sharî‘a o Ley- le muestra los pasos a dar en esa dirección. Estos son los dos grandes aspectos de la revelación coránica que coinciden en ser los elementos necesarios para una reconciliación con la existencia.

            El Profeta (s.a.s.) es modelo de una orientación absoluta y auténtica hacia Allah y de una inmersión sin reticencias en el Océano de su Señor. Y ejemplifica perfectamente aquello de lo que es capaz el hombre. El realizó del modo más pleno el privilegio que anida en cada corazón, un privilegio que posibilita alcanzar lo más sublime. Eso era su Salât, que representa su acogimiento incondicionado de lo que significa la palabra Allah: su Salât era una penetración en lo inabarcable. Él es el máximo exponente del Ijlâs, de la sinceridad pura y desinteresada, de la entrega sin reservas y el abandono en las Manos de su Creador.

            La referencia al Ijlâs está en la partícula li-, hacia (haz el Salat hacia tu Señor, es decir, exclusivamente en esa dirección). Esta partícula (li-, para, hacia), en este contexto, quiere decir: Haz de todo tu ser algo orientado por completo y exclusivamente hacia tu Señor, con una sinceridad pura y un desinterés que te aparten de todo lo que no sea Él-Solo; rechaza, en el seno de esa orientación a todos los dioses, todos los ídolos, todas las representaciones. Sea así en todos los sacrificios que lleves a cabo: no los dediques a aspiraciones distintas a las de alcanzar a tu Señor. No consagres nada a lo que no sea Allah. Haz todo esto como señal de tu gratitud, de tu conciencia de ser objeto de un inmenso favor, pues Allah te ha  dignificado desde el momento en que te ha inspirado lo anterior y te ha dirigido hacia Él, y con ello despliega en ti su Abundancia.

            Esa forma de ser, actuar y acercarse a Allah, que practicó Muhammad (s.a.s.) con intensidad a lo largo de su vida, le es enseñada por Allah aquí, en esta sûra, como camino hacia Él. Es como si Allah nos ilustrara a nosotros enseñando al Profeta algo que él ya sabía porque formaba parte de su propia condición, y es porque él y los musulmanes son las partes de un mismo cuerpo. Para Muhammad, el mandato del versículo es una corroboración y un recordatorio,... y para los musulmanes, Muhammad es el ejemplo de lo que significan esas palabras. De este modo, los musulmanes aprenden ‘en’ Muhammad, como participación en su ser. Esta intercalación cobra especial fuerza en el contexto de la mención del Káuzar de Rasûlullâh (s.a.s.).

            En la práctica, este versículo es para nosotros -pronunciado en medio de la abundacia- el enunciado que describe el camino hacia el Jardín. Se ordena al lector hacer el Salât (sallà-yusallî) por Allah y hacia Allah. Aquí se denomina a Allah Rabb, Señor (li-rábbika, hacia tu Señor): dirige tu aspiración hacia la Presencia Real de Allah. El musulmán debe enfocar a su Señor imperante en él y en todas las cosas, sin dejarse confundir por nada, rechazando ídolos. Así es como en él rebrota el manantial de la Rahma, que se alía a la conciencia y se convierte en torrente.

            Quien intuye lo que representa Allah debe volver la espalda a las especulaciones de los hombres, afirmarse en el Islam, abandonar por completo toda forma de idolatría, para ir depurando su orientación, para hacer de su camino hacia su Señor Verdadero algo nítido, pues Allah es absoluta nitidez y el Islam es enfocarlo en exclusiva.

Aferrarse a cualquier cosa durante esa peregrinación desvía por completo al buscador. Atrás deben quedar las doctrinas, las teologías, los mitos, las supersticiones, los dioses. Y también las circunstancias, los deseos, las frustraciones, los miedos, las esperanzas,... todo ello -creaciones del ego aterrado y el ego esperanzado- es degollado para que el peregrino hacia su Señor pueda avanzar sólo hacia el Uno-Único, al que nada condiciona.

            Es necesario el Ijlâs, la sinceridad que es desnudamiento, por doloroso que sea ese irse deshaciendo de lo que hasta entonces había valido. De ahí la orden de sacrificar (hara-yánhar) y matar todo lo que disperse la atención que se debe poner en Allah. En esto hay una referencia clara a los sacrificios rituales: mientras los idólatras dedican sus animales sacrificados en los altares a sus dioses, el musulmán nombra a su Señor sobre todas las cosas, pues aspira únicamente a Él, y renuncia a todo aquello sobre lo que no haya sido pronunciado el Nombre de Allah, es decir, cuanto no haya sido marcado con su signo.

            También se debe recordar, porque subraya aún más lo dicho, que el verbo hara-yánhar, sacrificar, degollar, se usa especialmente como referencia a los sacrificios ofrecidos durante la peregrinación (haÿÿ). A diferencia de los idólatras preislámicos, los musulmanes cumplen los rituales de la peregrinación teniendo a Allah como única meta.

Efectivamente, para los maestros de espiritualidad, la orden de ‘hacer el Salât y sacrificar’ resume todo el proceso que debe seguirse para alcanzar la Má‘rifa, el Conocimiento Superior, y la Wilâya, la Interrelación con Allah: tener a Allah como único objetivo orientando hacia Él todo el ser y matar al ego animal creador de fantasmas durante esa peregrinación hacia la Verdad, representado esto por el acto de sacrificio de un animal en la Peregrinación a Meca.

            Este versículo central de la sûra resume la senda que se ha de seguir para hacer brotar el Káuzar: la práctica del Salât (la orientación del ser hacia el Uno-Único) y el sacrificio (el acto de degollar el ego que separa y aísla al ser humano). Esta es la vía de la gratitud que es descubrimiento del secreto desbordante que mueve las cosas y las expande.

            En el primer versículo de esta sûra se afirmaba la condición abundante del Profeta (innâ: a‘tainâka l-káuzar, te hemos dado la abundancia); en el segundo se describe, bajo la forma de un imperativo, el origen de esa abundancia, la fuente en la que hay que buscarla (fa-sálli li-rábbika wánhar, haz el Salat hacia tu Señor y sacrifica). Y en el tercer y último versículo de este brevísimo texto, el Corán devuelve la acusación de esterilidad a quienes insultaban con ella al Profeta (s.a.s.): ínna shâniaka huwa l-ábtar, el que te odia es el estéril.

            Efectivamente, los que aborrecían a Muhammad (s.a.s.), a pesar de su prole y riquezas, han sido olvidados, y sus esfuerzos por combatir el Islam fueron inútiles. Por el contrario, el recuerdo de Muhammad (s.a.s.) se mantiene vivo, y es bendecido y saludado constantemente.

Hoy tenemos una perspectiva suficiente para comprobar la veracidad de estas palabras, que dichas en su tiempo no pudieron ser comprendidas en todo su alcance. Para los que las oyeron cuando eran reveladas eran una simple promesa, pero nosotros podemos verla cumplida. El aborrecedor (shâni) era el estéril (ábtar), y no el profeta que desplegó todas sus posibilidades enraizadas en la Rahma de Allah.

            La bondad, la generosidad, el desinterés, el valor constructor, la inspiración,... no son estériles: están arraigados en la Verdad que ha hecho surgir todas las cosas. Son esas cualidades fecundas las que dan vida, las que son origen de una exuberancia que no se interrumpe. El odio, el rencor, la envidia, el mal, la crueldad, el miedo, la rutina, la injusticia, lo tendente a la muerte,... ésos son los homólogos de la esterilidad. En esas cualidades no hay riqueza sino mengua constante y empobrecimiento que acaba en la miseria, la nada y el olvido.

            Allah nos señala las esencias, mientras los hombres tienden a dejarse hipnotizar por las apariencias. Para estos últimos, los hijos y las riquezas son una garantía, pero para Allah lo son la acción que se afirma así misma en la Rahma desencadenadora de todas las cosas. Y esta sûra demuestra la desproporción entre las verdades creadoras, por un lado, y las creencias de los seres humanos, por otro: ¿dónde están ahora los poderosos que decían de Muhammad que era estéril? Con sus insultos querían cortarle el camino, borrar su recuerdo y relegarlo a  la condición de acontecimiento intrascendente. Sin embargo, al poco, el Islam se difundió con una energía única.

            Todo ocurrió en una región marginal para la historia oficial del mundo, en el inhóspito desierto de Arabia, en una pequeña ciudad (poco más que una aldea) sin importancia para el resto de la humanidad. Tuvieron lugar unos sucesos aparentemente irrelevantes: un hombre humilde que anuncia la Unidad y Unicidad de su Señor, y es perseguido y tiene que huir de sus enemigos. Esa insignificante huida (la Hiÿra o Hégira) acabó teniendo repercusiones en occidente y oriente. De todo ello brotó un Káuzar, un río de abundancia.

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