CAPÍTULO 98: LA PRUEBA CLARA

SÛRAT AL-BÁYYINA

Revelada en Medina, 8 versículos

 

índice

 

bísmil-lâhi r-rahmâni r-rahîmi

Con el Nombre de Allah, el Rahmân, el Rahîm

1. lam yákuni l-ladzîna kafarû min áhli l-kitâbi wa l-mushrikîna munfakkîna hattà tâtiahumu l-báyyina*

Los que se han cerrado a Allah -de entre las gentes del Libro y los idólatras- no desistirán hasta que les venga la prueba clara,

2. rasûlun min allâhi yatlû súhufan mutáhharatan

un mensajero de Allah que les lea páginas puras

3. fîhâ kútubun qáyyima*

que contienen libros rectos.

4. wa mâ tafárraqa l-ladzîna û:tû l-kitâba illâ min bá‘di mâ ÿâá:thumu l-báyyina*

Pero aquellos a los que fue dado el Libro sólo se separaron después de que les llegara la prueba clara.

5. wa mâ: umirû: illâ liya‘budû llâha mujlisîna lahu d-dîna hunafâ:a wa yuqîmû s-salâta wa yûtû ç-çakâ*

No se les ordenó sino que reconocieran a Allah como Único Señor, orientándose hacia Él con intención sincera, al modo de los unitarios, y que establecieran el Salât y entregaran el Çakât.

wa dzâlika dînu l-qáyyima*

Ésa es la senda de la virtud recta...  

             

            Esta sûra de ocho versículos -que hemos dividido en dos partes para hacer más cómodo su análisis- fue revelada en Medina según se anota en el encabezamiento que le da título y según también la mayoría de las fuentes que hablan de ella.

            Efectivamente, la extensión de sus versículos (más largos que los escuetos enunciados de Meca), la mención de las gentes del Libro (judíos y cristianos, prácticamente inexistentes en Meca, pero sí abundantes en Medina, sobre todo los judíos) y la referencia al Çakât (el porcentaje sobre los bienes en favor de los necesitados y cuya obligatoriedad exige que sea una comunidad establecida la que lo imponga y se organice en torno a él) sugieren que esta sûra fue proclamada en Medina cuando el Islam iba tomando cuerpo poco a poco y empezaba a presentarse a sus vecinos como un desafío al que debían responder.

            Si la sûra anterior nos hablaba de la esencia cósmica de la Revelación y de la fuerza de su naturaleza íntima, este capítulo nos sitúa en su dimensión histórica. El Capítulo de la Prueba Clara (Sûrat al-Báyyina) menciona la aparición del Islam dentro del marco de la espiritualidad de su época.

            El Islam aparece en la península de los árabes, entre nómadas, en un lugar inhóspito y marginal de la tierra, durante siglos oscuros para la humanidad. Pero al poco tiempo se convirtió en una fuerza conmocionadora que cambió la faz del planeta. Naciones enteras, antes enfrentadas y sumidas en el sectarismo, no tardarían en hacerse musulmanas; culturas arraigadas aceptaron la lengua de los beduinos como vehículo de comunicación; legislaciones antiguas sucumbieron ante la Ley del Islam; las costumbres de los árabes fueron admitidas como modelos e ideales sociales; las religiones retrocedieron ante el avance de la nueva Revelación; personas de orígenes diversos se convertirían pronto en los portaestandartes del Mensaje Muhammadiano; caminos cerrados fueron reabiertos por los musulmanes,... todo ello en un periodo mínimo de tiempo y en medio de circunstancias difíciles.

            En Medina, por tanto, sin que nadie se diese cuenta, se estaba fraguando modestamente un torbellino que no tardaría en desencadenarse arrastrando y transformando consigo a pueblos y civilizaciones. La tempestad se desataría en medio de un mundo caótico. Las viejas tradiciones -que habían retrocedido a un estado de barbarie y que sucumbirían ante el Islam- se habían agotado en incesantes querellas intestinas y en enfrentamientos de unas con las otras. Los historiadores coinciden en afirmar que los siglos VI y VII de la era cristiana conforman una de las épocas más oscuras y conflictivas de la historia de la humanidad.

            La situación decadente de los idólatras -y entre ellos los judíos y los cristianos-, poco antes del Islam, ejemplifica y corrobora estos enunciados. Las Revelaciones se habían convertido en armas de unos contra otros, las sectas eran trincheras, se instituyó el clero, se institucionalizó y se jerarquizó el anhelo de trascendencia del ser humano, se combatía la disidencia y los intentos por restablecer los mensajes genuinos, la sencillez del mensaje inicial se perdía entre disquisiciones vanas y confusiones absurdas. La rica simiente que estaba en el origen de todas las orientaciones espirituales había sido olvidada y la retórica y el exclusivismo habían ocupado definitivamente su lugar.

            El Islam aparece como revulsivo que recupera los valores esenciales y despeja lo primordial. El objetivo del Islam es ser un soplo de aire fresco y es lo que la sûra que analizaremos a continuación quiere destacar: los sistemas anteriores habían perdido vigencia, se habían corrompido fatalmente y en nada se diferenciaban ya de la más absoluta de las ignorancias y la más vergonzosa de las supersticiones imaginables (el Kufr), y debían ser sustituidos por la reinstauración de las intuiciones primarias.

            Ese retorno al origen verdadero de la espiritualidad, debido a la degeneración total en la que habían caído las tradiciones antiguas, sólo era posible como resultado de una poderosa convulsión que lo trastocara todo, una convulsión que derramara luz sobre la oscuridad. Es como si todo lo anterior hubiera dejado de ser válido y enriquecedor, y debía morir en su propia agonía, pues lo evidente era su degeneración y la primacía del egoísmo, la ignorancia, la maldad, el interés y la confusión en todas sus propuestas.

            La sûra comienza hablándonos de los no-musulmanes (tanto de los judíos y cristianos, a los que se llama gentes del Libro, ahl al-kitâb, pues son herederos de una Revelación auténtica, como de los idólatras, los mushrikîn árabes que carecían de una tradición con peso), considerándolos a todos ellos kuffâr, negadores e ignorantes de lo esencial. El Corán no admite aquí matices entre unos y otros: no distingue entre ‘monoteístas’ o ‘politeístas’, todos ellos -judíos, cristianos e idólatras- son kuffâr, que, a pesar de algunas diferencias formales, comparten una misma insensibilidad que los aparta de Allah y los dispersa entre dioses y mentiras, es decir, en definitiva están en el polo opuesto de lo que pretende el Islam.

            Recordemos que el Kufr es la impermeabilidad espiritual, la ignorancia abismal de los hombres, el enredo, la desidia y la incapacidad para trascender,... y es lo que todas las revelaciones combaten en sus orígenes. Recordemos también que los tres sistemas espirituales a los que la sûra hace referencia son cada uno de ellos un modelo de orientación espiritual: el judaísmo es la espiritualidad ritualista y legalista, el cristianismo representa una espiritualidad interiorizante que huye del mundo, y la idolatría es la arbitrariedad, la superstición sin más y la falta de criterio. Ninguna de ellas vale porque son deformaciones de intuiciones esenciales que no tardaron en desviarse de la frescura que las originó.

            El primer versículo sentencia que, antes de la aparición del Islam, era imposible que los kuffâr -enmarañados en su mundo artificial- salieran de su confusión y cerrazón espirituales (kufr) de no ser por una nueva revelación que aclarara, de modo tajante, los puntos en discordia entre unos y otros:  lam yákuni l-ladzîna kafarû min áhli l-kitâbi wa l-mushrikîna munfakkîna hattà tâtiahumu l-báyyina, los que se han cerrado a Allah -de entre las gentes del Libro y los idólatras- no desistirán hasta que les venga la prueba clara.

            Es como si se nos estuviera informando de que el mundo, poco antes de la llegada del Islam, hubiera vivido la imperiosa necesidad de una nueva Revelación que fuera una prueba clara (báyyina), un argumento definitivo que deshiciera la torpeza que reinaba y reuniera a los hombres ante el Uno-Único. Todos -las gentes del Libro y los idólatras- se aislaban en sus suposiciones y se disputaban la posesión de la verdad. En realidad, tanto los unos como los otros, se habían desviado por completo de ella.

            El Corán, sin hacer salvedades, los llama ‘los que se habían cerrado a Allah’ (al-ladzîna kafarû). Todos eran kuffâr (negadores de Allah), porque lo que en realidad hacían era defender a sus dioses, sus religiones, sus elucubraciones, sus fantasías y sus esperanzas. Ninguno de ellos afirmaba al Uno-Único, sino su entendimiento personal y partidista: habían vuelto la espalda a Allah. Estaban tan enfrascados en sus propias opiniones que eran ya incapaces de adivinar el verdadero transfondo del tema, y por eso se imponía la urgencia de una renovación que fuera clara y pusiera las cosas en su sitio (una báyyina, algo rotundo y decisivo que rompiera la dinámica del Kufr y permitiera a los hombres salir de esa trampa).

            Las gentes del Libro (los ahl al-kitâb, los judíos y cristianos) y los idólatras (los mushrikîn, que carecían de una Revelación a la que atenerse) pertenecían al mismo grupo, al de los kuffâr que negaban a Allah (káfara-yákfur). Este nombre peyorativo no podía ser aceptado por los seguidores de ninguna de esas orientaciones espirituales. Cada cual creía estar en el acierto y a salvo de la insensibilidad espiritual. Pero el Corán no duda en calificarlos de kuffâr. No eran gentes abiertas a Allah: habían cerrado sus corazones, no seguían la Senda ni estaban imbuidos de Taqwà. El Islam surge para reabrir la puerta del Îmân, la apertura sincera hacia el universo del Uno-Único, la puerta que está en el orígen de toda espiritualidad pero que había sido clausurada por el afán del hombre en aferrarse a sí mismo y a sus medidas.

            Una vez sumido en esa dinámica que se apoya en la arrogancia y en el lastre de los siglos, al hombre le resulta imposible deshacerse del peso que ha ido acumulando con sus especulaciones, falseamientos e intereses. A esas alturas no puede desistir (infakka-yanfakk, desistir de algo, liberarse de un yugo) ni abandonar esa inclinación. Algo debe arrancarlo de esa vía muerta, y ese algo es la Revelación Renovada. Sólo viniéndole (atà-yâtî, venir, llegar) una poderosa prueba irrefutable (báyyina) podría retomar el camino antiguo y original que lo devolviera al sentido unitario de la existencia en el que reencontrarse con su Verdadero Señor.

            El mundo, ahogado y agotado en la confusión de las disputas y guerras entre bandos y pareceres, estaba necesitado de un nuevo y último Mensaje (Risâla) -que en esencia será el mismo que estaba en los inicios de toda espiritualidad pero purificado de contaminaciones y arbitrariedades-. El Kufr, la negación esencial de Allah, la ignorancia espiritual, se había impuesto por todos lados -entre judíos, cristianos e idólatras-, gobernaba sus motivaciones, regía sus discusiones y debates, orientaba sus vidas, y las diferencias entre unos y otros eran sólo formales.

            La confusión se había extendido alimentada por la arrogancia, los intereses, el partidismo, el oscurantismo, la superstición,... Salir de ese atolladero sólo era posible con una renovación universal: rasûlun min allâhi yatlû súhufan mutáhharatan fîhâ kútubun qáyyima, un mensajero de Allah que les lea páginas puras que contienen libros rectos. Se hacía imprescindible una nueva Revelación y un nuevo Mensajero (rasûl, profeta, enviado), que fuera auténtico (que fuera de Allah), y que leyera (talâ-yatlû, leer, recitar) a las gentes páginas reveladas (súhuf) que fueran puras (mutahhara), es decir, libres de contaminación humana, unas páginas en las que hubiera unos escritos (kutub, literalmente, libros, es decir, escritos o enseñanzas) valiosos, virtuosos y rectos (qáyyima), en definitiva, que enderezaran lo que el hombre había torcido.

            Ese nuevo mensajero (o profeta, o enviado, rasûl) fue Muhammad (s.a.s.), que -en Meca, centro de la existencia- era inspirado desde Allah (min Allah), es decir, desde el corazón de la Unidad. Muhammad (sa.s.), iluminado desde lo más profundo, recitó (talâ-yatlû) a la humanidad páginas puras (súhuf mutáhhara) que encontró inscritas en lo más hondo de su corazón, es decir, ahí donde no llega afectación alguna. Esas páginas puras contenían enseñanzas valiosas (kútub qáyyima). Así fue como Allah dió satisfacción a la demanda de la humanidad respondiendo a la necesidad proclamada por la situación espiritual en la que vivían los hombres.

            El Corán es la báyyina (la prueba clara), y cumple las condiciones anteriores: fue enunciado por un profeta ‘desde Allah’ y consiste en páginas puras que contienen enseñanzas nobles. En el Corán no hay rebuscamiento, ni confusión, ni divagaciones estériles, sino pura luz. Su único oriente es la Unidad-Unicidad del creador de los cielos y de la tierra. Esa es la Revelación que devuelve el sentido común al ser humano, lo enfrenta directamente con el gran desafío y lo sumerge en el Océano del Uno-Único, sin intermediarios ni elucubraciones seudo espirituales ni exigencias extrañas.

            Tras afirmar lo anterior viene un versículo que es una llamada tensa a la atención. La inclinación del hombre a falsear lo que le llega de Allah es constante. A las gentes del Libro no les bastó la Revelación de sus Tradiciones: pronto organizaron en torno a ella instituciones, jerarquías, grupos y sectas diferentes, y se disputaron la posesión de la verdad, degenerando en quimeras absurdas y enturbiando por completo la claridad de la Revelación Primordial, y ésa es una amenaza por siempre en ciernes porque la motivan tendencias inherentes a la tortuosa naturaleza humana.

            Cada nueva Revelación desata enormes pasiones. Cada una de ellas convoca a los hombres a reunirse en torno a su Verdadero Señor y anuncia una nueva civilización, al modo de un amanecer violento o una tormenta ante la que hay diversas respuestas que dependen de la naturaleza, la fortaleza y el poder intuitivo de cada cual. En efecto, la Revelación es lo único que puede hacer salir al ser humano de su estancamiento anterior, pero también es ocasión para repetir el mismo modelo aparentemente superado. Así, ante una nueva Revelación, algunos aprovechan la oportunidad y despiertan a la fuerza que sacude la tierra, otros quedan rezagados y se confirman en el Kufr, y otros -los hipócritas- comienzan las componendas que transformarán lo nuevo en un simple calco de lo precedente.

            Con las frase siguiente se advierte a los musulmanes contra ese peligro: wa mâ tafárraqa l-ladzîna û:tû l-kitâba illâ min bá‘di mâ ÿâa:thumu l-báyyina, pero aquellos a los que fue dado el Libro sólo se separaron después de que les llegara la prueba clara. Es decir, todos aquellos a los Allah reveló un Libro, todos aquellos a los que fue dado (ûtia-yûtà, ser dado u ofrecido) el Libro (al-Kitâb), la gran enseñanza fundamental, se separaron (tafárraqa-yatafárraq) después en sectas antagónicas como consecuencia precisamente de ello. Encontraron siempre excusas para dispersarse y abandonar lo esencial, y todo ello después de acontecimientos irrefutables, es decir, después de la poderosa manifestación de Allah en el hecho de la Revelación. Después de cada báyyina, después de cada revelación clara, surgieron disputas.

            De ello no están exentos los musulmanes. Muhammad (s.a.s.) anunció que cada cien años aparecería un Muÿáddid, un Renovador que devolviera al Islam sus energías iniciales, siendo siempre posible retomar el contacto con la fuerza de la que eclosionó el último de los Mensajes.

            El Corán, a continuación, establece qué es lo que debe quedar absolutamente claro y sellado para siempre y en torno a lo cual los musulmanes deben unirse y olvidar querellas y disensiones, recuperando en la claridad de la siguiente propuesta lo esencial que motivó la revelación coránica. El versículo nos habla de lo que las naciones antiguas han olvidado y que no es lícito ni será permitido que los musulmanes olviden: wa mâ: umirû: illâ liya‘budû llâha mujlisîna lahu d-dîna hunafâ:a wa yuqîmû s-salâta wa yûtû ç-çakâ, no se les ordenó sino que reconocieran a Allah como Único Señor, orientándose hacia Él con intención sincera, al modo de los unitarios, y que establecieran el Salât y entregaran el Çakât.

            Ésos son y serán por siempre los puntos neurálgicos del Islam, los criterios esenciales que jamás podrán ser alterados por nadie, quedando sellado el tema... Este versículo fundamental contiene y resume el saber presente en los corazones de los musulmanes, y es el criterio en torno al que surge la posibilidad de la existencia de una comunidad que se guíe rectamente. El Islam, cada siglo, tal como prometió el Profeta (s.a.s.), se renueva sobre esas bases, recuperando sus intuiciones y energías y recordando lo fundamental.

            El Corán nos enseña aquí sin dejar lugar a ambigüedades, y después de las afirmaciones anteriores que destacan la importancia radical de la cuestión, las claves de todo. Nos dice que a los hombres sólo les ha sido ordenado (úmira-yûmar, ser ordenado, voz pasiva del verbo ámara-yâmur, ordenar) lo siguiente: rendirse a su único Señor (‘ábada-yá‘bud, reconocer como Señor), a Allah, Creador de cuanto existe, Soporte del ser,...; de Él dependen en la esencia misma de su ser y sólo a Él deben tener como meta del mismo modo que sólo Él es el origen de todas las cosas. Ésta es la orden clara que viene del cielo: orientarse incondicionalmente a Allah en su Unidad que excluye dioses y elaboraciones teológicas, y claudicar sin más ante esa intuición que late en las profundidades del corazón.

            Ese reconocimiento activo (‘Ibâda) debe ser regido por el Ijlâs, la intención pura y sincera, desprovista de toda idolatría. El hombre tiene que orientar todo su ser hacia Allah Uno-Único convirtiéndose en un mujlis, en alguien absolutamente sincero y liberado de ídolos, al modo en que lo hacían los antiguos hanifes (los hunafâ o unitarios anteriores al Islam), que eran los capaces de hacer abstracción de todo una vez que enfocaban a Allah como meta. Muchos de los ascetas preislámicos eran hanifes que abandonaban la sociedad de los hombres huyendo de la idolatría y buscando la Verdad. La retirada del Profeta (s.a.s.) a las soledades de la Cueva de Hîra estaba enmarcada en esa Tradición.

            La hanafía, el unitarismo telúrico de los antiguos, consiste en que los corazones se inclinan de modo natural y espontáneo hacia la Unidad de Allah, intuyéndola y proponiéndosela, y rechazando dioses e ídolos en una conciencia absoluta de la radicalidad del Secreto que vertebra la existencia. El Islam es, fundamentalmente, la reinstauración de la hanafía en su esencia más pura, si bien, a diferencia de las costumbres antiguas, sustituye la asocialidad de los ascetas por un profundo sentido comunitario y manteniendo lo esencial del hanafismo que es el Ijlâs, la orientación sincera y pura. Es más, el Islam recibe también el nombre de hanafía porque es sencillo y está enraizado en la intención y la intuición del corazón (la Fitra) que permanece cercano a su Fuente Inefable.

            Todo lo anterior, esa ‘Ibâda o reconocimiento íntimo, real y efectivo, adquiere materialidad con el establecimiento riguroso (aqâma-yuqîm, establecer) del Salât y la entrega sin prevenciones (âtà-yûtî, entregar) del Çakât, el porcentaje sobre los bienes que se entrega a los necesitados. El Salât es la introspección con la que se busca a Allah, el Nexo con la Indeterminación Creadora, el Puente hacia el Absoluto Interior. Esta introversión adquiere formas exteriores, se corporiza y se reitera, pues es un método y una disciplina espiritual en torno a la que los unitarios también se reconocen mutuamente, adquiriendo, por tanto, repercusiones sociales.

            Por su parte, el Çakât es la solidaridad hacia afuera, el contacto reunificador con las criaturas, y es generosidad que al ser compartida aúna en el seno de un colectivo que se fundamenta en la sensibilidad que descubre a Allah en cuanto existe y en cuanto convoca a los hombres a la reunificación interna y externa. El Çakât es extroversión y, a la vez, es purificación interior.

            Con el Salât y el Çakât -las dos caras de una misma manera de situarse en el mundo- se construye una comunidad humana consolidada y fundada en esa poderosa vivencia espiritual que no desatiende ninguno de los aspectos de la realidad humana -la íntima y la social-, todo ello compartido, pues se aspira a una unidad que no es un deseo teórico ni excluye nada.

            Por todo lo dicho hasta aquí, desde el principio de la sûra, este versículo es absolutamente central en el Corán: wa mâ: umirû: illâ liya‘budû llâha mujlisîna lahu d-dîna hunafâ:a wa yuqîmû s-salâta wa yûtû ç-çakâ, no se les ordenó sino que reconocieran a Allah como Único Señor, orientándose hacia Él con intención sincera, al modo de los unitarios, y que establecieran el Salât y entregaran el Çakât. Aquí está resumido lo que jamás debe ser olvidado, lo que constantemente ha de ser renovado, lo que, de ser seguido con rigor, conduce sin duda alguna hasta Allah mismo y a la satisfacción más plena de lo que inquieta y demanda al ser humano en sus profundidades recónditas. Y el Islam entero es redundar en esto, asentarlo en la conciencia, aclararlo hasta el extremo máximo, pues no hay nada más importante.

            Ésa síntesis, esa sensibilidad integradora de todo, es la verdadera senda:  wa dzâlika dînu l-qáyyima, ésa es la senda de la virtud recta... Lo anterior es lo esencial: intención pura y acción recta, todo lo demás es especulación y conflicto estéril. La intención pura y la acción recta son el dîn al-qáyyima, la senda de la virtud que conduce hasta Allah, recrea el mundo y no se desvía en disputas y sectarismos.

            Todas las Revelaciones, desde Adán hasta Muhammad (s.a.s.), han insistido en lo mismo: la necesidad del reconocimiento y la sumisión a la Verdad, al Poder que rige los cielos y la tierra, y del que no participa nada, negando dioses e ídolos,  y proponiendo al hombre la búsqueda de lo Absoluto, agrandando y purificando su corazón a cada paso que da en esa dirección.

            La última Revelación resume en su nombre todas estas aspiraciones: es el Islâm, el reencuentro con Allah en la Paz (Salâm). No lleva el nombre de una doctrina, un dios, un profeta o un pueblo sino el de una actitud, la más primigenia: la actitud de absoluto abandono y sosiego en el Creador del universo. Ése es el Dîn, la sensibilidad espiritual que se convierte en senda sobre la que el ser humano, liberándose de conflictos y dispersiones, de intermediarios y obsesiones, se orienta hacia su Señor Verdadero. El Dîn del Islam coincide con la Fitra, con la naturaleza primordial, con el corazón humano. Es en ese espacio donde trabaja el musulmán, puliendo sus posibilidades, abatiendo sus últimos dioses, para alcanzar la pureza de Allah, el Señor de los mundos, y todo ello dentro de un sentido de lo universal que le hace partícipe de una Nación, Umma, basada en compartir esa sensibilidad.

            Esta sûra despliega el significado de las grandes claves del Islam: la centralidad de Meca, corazón del universo, y en su núcleo la Kaaba -la Casa Antigua, la Casa de Allah-; y en ellas, Muhammad (s.a.s.), atravesando durante su retiro en la Cueva de Hira -su propio corazón- el mundo sutil del Malakût hasta alcanzar el Yabarût, la Fuente de lo Real, comunicando a partir de entonces su sabiduría a la humanidad, desbordándose...

 

6. ínna l-ladzîna kafarû min áhli l-kitâbi wa l-mushrikîna fî nâri ÿahánnam jâlidîna fîhâ*

Los que han negado a Allah de entre las gentes del Libro y los idólatras están en el Fuego de Yahánnam por siempre:

ulâ:ika hum shárru l-barî:a*

ésos son lo peor de la creación.  

7. ínna l-ladzîna â:manû wa ‘amilû s-sâlihâti ulâ:ika hum jáiru l-barî:a*

Los que se han abierto a Allah y han actuado rectamente, ésos son lo mejor de la creación.

8. ÿaçâ:uhum ‘índa rábbihim ÿannâtu ‘ádnin taÿrî min tahtihâ l-anhâru jâlidîna fîhâ: ábada*

Su recompensa junto a su Señor es los Jardines del Edén bajo los que corren arroyos, por siempre jamás.

dia llâhu ‘ánhum wa radû ‘anh*

Allah está satisfecho de ellos y ellos están satisfechos de Él.

dzâlika li-man jáshia rábbah*

Eso es para quien teme a su Señor.  

             

            El Kufr, el rechazo y la negación, y el Îmân, la apertura hacia Allah, no son etiquetas. Allah no nos habla en el Corán desde la óptica de las clasificaciones humanas, sino desde la raíz de cada realidad, ahí donde la razón zozobra. Esto debe ser tenido en cuenta para conocer el verdadero alcance del Corán. Y Allah habla sin hacer concesiones.

            El Kufr es incomunicación con Allah, y es el origen de todo mal. Ese aislamiento permite el imperio del Nafs, el ego en sus peor tendencia: los instintos se convierten en envidia, ansiedad, rencor, avaricia, cobardía, lujuria,... El kâfir, el negador, el rechazador, es destructivo. Se consume a sí mismo y destruye su mundo, y su final es la aniquilación en la eternidad absoluta: ínna l-ladzîna kafarû min áhli l-kitâbi wa l-mushrikîna fî nâri ÿahánnam jâlidîna fîhâ, los que han negado a Allah de entre las gentes del Libro y los idólatras están en el Fuego de Yahánnam por siempre.

            Ni los judíos (yahûd) ni los cristianos (nasârà) -que son las Gentes del Libro (los Ahl al-Kitâb, en referencia a la Torah y el Evangelio- ni los idólatras (los mushrikîn) aceptan ser llamados kuffâr (negadores de la Verdad, plural de la palabra kâfir, el que está sumido en el Kufr). Ya hemos mencionado las connotaciones peyorativas de esta denominación. Se consideran creyentes, y lo son, pero en realidad no están abiertos a la Inmensidad, sino a la imagen que han elaborado de Ella. Se han atado a sus dioses, no a Allah. Sus dioses siempre tienen límites, que son los de su propio entendimiento. Si no fuera así no estarían tan preocupados por definirlos constantemente, y rodearlos de dogmas y doctrinas, instituciones y jerarquías, justificándolos sin cesar y apelando constantemente a la fe. Sus dioses son frutos de sus miedos, su mediocridad y sus estrecheces.

            Es importante recordar también el valor arquetípico de esas tres elecciones espirituales: ritualismo, espiritualidad excluyente y superstición. El judaísmo, el cristianismo y la idolatría de los que se habla desde las profundidades de Allah son acontecimientos espirituales que conforman un tipo de personalidad más que las religiones formales que les dan apariencia y carácter ejemplar. Es así como el musulmán debe estar por siempre avisado para no pertenecer a ninguno de esos tres grupos, ni en apariencia ni en espíritu.

            Allah exige Islâm, rendición a la Inmensidad, pero ellos se han aferrado a lo que han imaginado. Al hacerlo caen en el Kufr (káfara-yákfur, cerrarse a Allah, disimularlo bajo las creencias), apartándose de lo esencial y complicándose en sus propias disquisiciones, intereses e inclinaciones.

            Viven en la separación, están lejos de Allah, sujetos a sus arbitrariedades, destinados a la frustración de sus esperanzas que no están enraizadas en Allah sino en sus engaños y en sus sueños, que acaban disipándose y los enfrentan a su verdad que es el dolor, el Fuego (Nâr) de un Pozo sin Fondo (ÿahánnam), que es la ignorancia, la insatisfacción, la voracidad y la ansiedad eternas, incomunicados en su desesperación, sumidos en su vacío, sin Rahma, sin la Misericordia Creadora de la que se han alejado orientándose hacia la Ira (dab). Y allí estarán por siempre (jâlidîn). Existen en ese Fuego destructor y en él permanecerán. Con él destruyen en esta vida lo que les rodea y son sus propias víctimas ante Allah: ulâ:ika hum shárru l-barî:a, ésos son lo peor de la creación... Los kuffâr, pertenezcan a la elección espiritual a la que pertenezcan, son lo peor (sharr) y lo más perverso de la creación (barî-a, la creación, o, más en concreto, la humanidad).

            En el polo opuesto al Kufr está el Îmân, la apertura hacia Allah del corazón sensible, el que se expansiona en lugar de contraerse y cerrarse sobre sí mismo y convierte sus instintos en virtudes: generosidad, valor, confianza, calma, hospitalidad,... ínna l-ladzîna â:manû wa ‘amilû s-sâlihâti ulâ:ika hum jáiru l-barî:a, los que se han abierto a Allah y han actuado rectamente, ésos son lo mejor de la creación. Aquí no se nos habla de una mera expectativa sino de extroversión bajo la forma de acciones enriquecedoras: el Îmân se combina con el ‘Ámal Sâlih, la acción generosa y recta.

            A diferencia de los kuffâr, los que se han cerrado a Allah, los mûminîn (los que se han abierto a Allah, plural de mûmin) han realizado en lo hondo de sus corazones una acción diferente: los han abierto (âmana-yûmin) a Allah y a lo que viene de Él, y ello los ha hecho sobreabundantes. Son los que hacen (‘ámila-yá‘mal) sâlihât, es decir, acciones rectas, justas y nobles, que engloban sus relaciones con Allah, consigo mismos y con el mundo.

            Si la avaricia caracteriza al kâfir, al mûmin lo define la generosidad. El kâfir está aislado, no tiene nada que dar; es más, de él se ha apoderado el miedo y la pobreza y necesita acaparar para afianzarse, mientras que, por el contrario, el mûmin recoge de Allah, tiene cosas que dar y nada amenaza su ser. Por eso son lo mejor (jáir) y lo más provechoso de la creación (barî-a).

            El ÿaçâ, la retribución que aguarda a los mûminîn junto a Allah, es el correlato a su universo espiritual expandido y rico: ÿaçâ:uhum ‘índa rábbihim ÿannâtu ‘ádnin taÿrî min tahtihâ l-anhâru jâlidîna fîhâ: ábada, su recompensa junto a su Señor es los Jardines del Edén bajo los que corren arroyos, por siempre jamás. Frente a la estrechez de los kuffâr está la opulencia de los mûminîn. Mientras que lo que aguarda a los kuffâr es un Pozo sin Fondo de Fuego (nâr ÿahánnam) -que es lo que hay en sus orígenes y en el origen de sus acciones- lo que espera a los mûminîn son los placenteros Jardines del Edén (ÿannât ‘adn).

            El ÿaçâ es, siempre homólogo a la acción (‘ámal) y a la vivencia del hombre, es su dimensión infinita. Lo mismo que el desenvolvimiento y la actuación del mûmin están fundamentados en la Rahma de Allah, su Jardín es regado por ríos interiores (anhâr, plural de nahr, río) que fluyen sin cesar irrigando esos jardines. Y en ese universo de paz estarán por siempre jamás (jâlidîn ábadan) al haberse afianzado en el Îmân.

            Esa es la Paz (Salâm) a la que el Corán llama Satisfacción (Ridâ) en oposición a la frustración (jáiba) en la que viven los kuffâr. Los mûminîn se han aliado a Allah, se han hecho sus cómplices: dia llâhu ‘ánhum wa radû ‘anh, Allah está satisfecho de ellos y ellos están satisfechos de Él. Existe una compenetración entre los aspectos desbordantes de Allah y la extroversión de los mûminîn, y la complacencia es recíproca. Todo encuentra su plenitud y riqueza: el mûmin en Allah y Allah en el mûmin. Se trata de la Wilâya, la Mutua Lealtad, y esto es lo que quiere decir que Allah se complazca (dia-yardà, complacerse, satisfacerse) en ellos y ellos en Él.

            ¿Quién alcanza ese grado? ¿quién accede al Jardín de la Rahma de Allah y se satisface en su Señor mientras Allah se satisface en él? dzâlika li-man jáshia rábbah, eso es para quien teme a su Señor... Todo lo anterior es para quien teme (jáshia-yajshà) a su Señor (Rabb), quien se asoma a la Verdad que lo hace ser y lo gobierna y se sobrecoge ante su Inmensidad. Ese temor (jáshia) es el de quien descubre a Allah en Su Autenticidad, el que lo presiente en sus adentros y en cuanto le rodea, y no lo confunde con ninguna imagen o idea elaborada por los hombres, el que no teme nada inventado por los hombres, sino que es el temor de que tiene un corazón sensible que entra en comunicación con la Verdad que rige la existencia. Ésa es la Jáshia, el temor a Allah que guía al mûmin hasta la Rahma y el Ridâ.

 

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