CAPÍTULO 75: LA RESURRECCIÓN 

SÛRAT AL-QIYÂMA

revelada en Meca, 40 versículos  

índice

 

TERCERA PARTE

 

 

26. kallâ: idzâ bálagati t-tarâqia

¡Pero, no! Cuando alcanza las clavículas,

27. wa qîla man râqin

y se diga: “¿Quién es conocedor de amuletos?”,

28. wa zánna annahû l-firâqu

y cree que es la separación,

29. wa ltáqati s-sâqu bis-sâqi

y se junte la pierna con la pierna,

30. ilà rábbika yaumáidzini l-masâq*

¡ese Día hacia tu Señor será la marcha!

31. fa-lâ sáddaqa wa sallà*

Ni asintió ni se recogió,

32. walâkin kádzdzaba wa tawallà*

sino que desmintió y volvió la espalda,

33. zúmma dzáhaba ilà: ahlihî yatamattà*

y después fue junto a los suyos andando con altanería.

34. aulà láka fa-aulà

¡Ay de ti! ¡Ay!

35. zúmma aulà láka fa-aulà*

Y más aún, ¡Ay de ti! ¡Ay!

 

         El Corán nos ha hablado del Fin del Mundo y la Resurrección. Ha hablado de cuando una intensa luz ciegue la vista, cuando la luna sea eclipsada definitivamente, cuando el sol y la luna se junten en el firmamento, cuando la destrucción anegue la tierra, y el hombre se dé cuenta de que no hay huida posible. Y, después, al-Âjira, la Otra Vida... Todo ello parece lejano, e, incluso, para los que se han atado a la Fugaz, es improbable, cuentos de viejas, pretensiones absurdas, y con esta opinión se dan a sus excesos sin remordimientos, seguros de sí mismos y satisfechos en un mundo supuestamente controlado por sus fuerzas y sus habilidades.

         Pero todo el tema del Fin del Mundo y de la Resurrección, el de la Revelación, todos ellos quieren decir sobre todo una cosa, que la existencia no es mensurable, que el hombre está expuesto, siempre, a lo que lo hace ser, lo aniquila y puede recomponerlo cuando quiera, como sucede con las alternancias palpables en la existencia: la sucesión del día y la noche, las estaciones, la renovación constante de la vida... Esta es la verdad a la que quiere escapar el ser humano, y, sin embargo, es la esencia de su realidad, el testimonio de Allah en la realidad. Y si hay algo que lo significa particularmente es la muerte (máut). La muerte es la experiencia -en lo cotidiano- de todo lo que enseña el Corán.

         La muerte es la presencia constante de la Verdad, de su carácter demoledor. El hombre, a pesar de su arrogancia, a pesar de sus seguridades, a pesar de sus recursos, se enfrenta a un signo irrefutable: la muerte. Reflexionar sobre ella y todo lo que implica reconduce al ser humano a su esencia y a la de su mundo, y lo enfrenta a Allah, a la Verdad sobre la que no tiene control alguno, la que domina imponiéndose con una severidad descorazonadora, sumiendo a las criaturas en la desesperación, la angustia, la confusión, el desconcierto, la frustración.

         La Verdad (al-Haqq) es Allah, el Creador y Destructor. Nos ha hecho ser y nos devuelve a lo que más tememos, a nuestra nada ante Él. La vida es recibida con alegría, la muerte es acogida con temor. Ahora, el Corán retrata la agonía del hombre, para que complemente lo que sabe de Allah (el Creador) con su otro aspecto, el de Aniquilador, el que mata: kallâ: idzâ bálagati t-tarâqi, ¡pero, no! cuando alcanza las clavículas...

Volvemos encontrar la misma interjección, propia de las primeras revelaciones, cargada de reproche y con la que se demanda la atención del interlocutor: kallâ, ¡pero no!..., marcando el inicio de un nuevo apartado. El moribundo, tendido en su lecho, rodeado de los suyos, siente cómo la vida (h) escapa de él, ascendiendo, como un vapor, por el cuerpo, alcanzando (bálaga-yáblug, alcanzar) las clavículas (tarâqî) para escapar por la boca con una exhalación última. El agonizante no puede remediar la situación, y los suyos no encuentran modo alguno para detener el proceso.

Ni el protagonista de ese último momento ni la humanidad entera a su alrededor, pueden hacer nada: wa qîla man râq, y se diga: “¿Quién es conocedor de amuletos?”,... Ante lo ineludible de la muerte sólo la magia sería una solución, porque la muerte está más allá de los recursos naturales del hombre, pero no hay magia ni encantamiento que valgan. ¿Dónde hay un râq, un conocedor de amuletos, alguien capaz de fabricar un talismán (ruqî) que disuelva el mal? Pero nada puede hacer el hombre, porque la muerte escapa a todas sus posibilidades.

Por ello, la muerte es cosa de Allah, es signo de la preeminencia de la Verdad indescifrable que rige la existencia y la arrolla prevaleciendo en todas las cosas, y ante la que se esfuma todo. Es el momento de la separación (firâq), cuando se deja atrás al fantasma, la ilusión, el espejismo, y es hora de afrontar, en la soledad de la muerte, la desmesura de la Verdad.

El moribundo, en su instante último, es consciente de lo que se le viene encima. En su agonía se revuelve en un postrero intento por retener en el fondo de su cuerpo la vida que se le escapa por las clavículas como si algo, desde las alturas, tirase de ella hacia arriba (tarâqî, clavículas, significa por donde se tira hacia arriba). Es la pugna en la que fracasa el ser humano, y el h, la vida, el espíritu, el secreto que hay en el hombre pero que pertenece a Allah, sale finalmente para retornar junto a su Señor, impregnada por el recuerdo y la pesadez de su estancia en este mundo. El moribundo sabe que está teniendo lugar la separación, que los esfuerzos son vanos: wa zánna annahû l-firâq, y cree que es la separación,... En ese momento, el hombre cree (zánna-yazunn, suponer) que va a tener lugar una ruptura trascendental, una separación (firâq), y que su vida, su espíritu, se le va dejándolo atrás. El hombre tiende a disociarse de su realidad. Desde un punto de vista, es cierto. Pero el Corán dice que es una mera suposición: lo que va a tener lugar es una reunión. Por ello, es la gran confusión. Lo que comienza es un viaje reunificador hacia la Verdad que pone todo en Manos de su Señor.

La vida daba movimiento al cuerpo. Cuando se separa de él, se produce la rigidez: wa ltáqati s-sâqu bis-sâq, se junta la pierna con la pierna,... La pierna (sâq) se encontrará (iltaqà-yaltaqî) con la otra pierna, pegándose a ella. Se trata de una imagen sugerente: el movimiento, la vida terrenal, es separación. Para moverse el cuerpo, las piernas se separan. La muerte las junta, deteniendo al hombre. Nuestra existencia es separación de Allah: ello es lo que nos concreta como seres independientes y nos da vida y agilidad. La muerte es reunión con Él, y es separación y abandono de la vida individual. Allah nos arranca la vida para reunirnos con Él. Junta nuestras piernas, unificándonos para Él. Hay unión en la preeternidad y separación en el acto con el que fuimos creados, y luego hay separación cuando se nos arrebata la vida, con lo que se nos reúne para el Uno-Único. Cuando, en el lecho de muerte las piernas se juntan, comienza un movimiento sin ellas, un viaje en el espíritu: ilà rábbika yaumáidzini l-masâq, ¡ese Día hacia tu Señor será la marcha!... Con las piernas inutilizadas, el hombre inicia una marcha (masâq), ese Día, hacia su Señor (Rabb), hacia la Verdad que lo gobierna, desprovisto de ilusiones, sumido en la esencia de su ser.

La muerte es separación y reunión. No es un final en el que todo se disipa, sino un retorno, pero con la carga del recuerdo de la vida. Nada es en vano. Nada hay inútil. El que observa atentamente descubre en cuanto le rodea esta regla. Es decir, en todo está presente la Verdad. Pero el hombre no se la aplica a sí mismo: fa-lâ sáddaqa wa sallà, ni asintió ni se recogió,... En el Islam, se llama kâfir al que no asiente (sáddaqa-yusáddiq, asentir, confirmar).

Hay un término en árabe para designar los contenidos innatos de la inteligencia humana: Fitra. La Fitra es algo así como la naturaleza primordial, lo primario en el hombre en tanto que saber que se deriva del contacto con la realidad de las cosas, sin que el ego intervenga interpretando a su albedrío y deformando la verdad. En varios artículos ya aparecidos en Musulmanes Andaluces hemos hablado de este concepto. Sólo cabe añadir que la Fitra se pierde a causa de la malicia con la que el hombre se relaciona con el mundo. El Îmân, la habilidad del corazón, puede recuperar lo perdido de esa inocencia, y la hace meritoria porque es un acto de la conciencia que hace al ser humano bueno y sabio. La Revelación es un estímulo para el Îmân. Ante la Revelación, el hombre dotado de esa sensibilidad que lo aproxima a la Fitra, asiente. Quien no encuentra en la Revelación el eco de lo que presiente en sus adentros -el kâfir- aplasta definitivamente sus posibilidades bajo el peso de una negación que ya lo hace culpable, y no un simple bruto (kâfir ha dado en castellano la palabra cafre).

El kâfir no ve en la muerte más que la separación, cayendo en su propia suposición (zann), cuando en sus adentros hay intuiciones poderosas, el mundo que le rodea le habla de la trascendencia del ser y los profetas le recuerdan todo ello con el poder de los milagros que ejecutan y la sabiduría de sus enseñanzas. El kâfir no asiente, y, por tanto, no se vuelve hacia Allah, no se recoge ante Él (sallà-yusallî, recogerse ante Allah, hacer el Salât). El Salât no es un simple gesto que los musulmanes repiten al menos cinco veces al día. Es una consagración de todo el ser, un signo de total rendición ante Allah, y es, ante todo, una forma de vivir en armonía con la esencia de la Verdad. El Salât prepara al hombre para la muerte, la separación y el reencuentro. El Salât es el gran mérito del ser humano, lo que lo valida ante Allah. El Salât es la manifestación exterior de la Fitra interior.

El Tasdîq (el asentimiento) y el Salât son los actos del mûmin, el que desde sus adentros se abre hacia Allah hasta configurar su vida según Él (el Tasdîq es la primera parte de esa frase, y el Salât simboliza la segunda). El kâfir, por el contrario, se sitúa en un extremo opuesto: walâkin kádzdzaba wa tawallà, sino que desmintió y volvió la espalda,...

En lugar de asentir (sáddaqa-yusáddiq), el kâfir declara mentira (kádzdzaba-yukádzdzib) lo que le enseña su propia Fitra, lo que le dice el mundo que le rodea, lo que le comunican los profetas.... Por tanto, en lugar de volverse hacia Allah (sallà-yusallî), en lugar de sumergirse en la Verdad de su Señor, le vuelve la espalda (tawallà-yatawallà). Es decir, en lugar de sumergirse en la Misericordia de su Creador, el kâfir se hunde en la miseria de su cortedad. Se condena así a la reverberación de su acto en lo infinito de al-Âjira, lo que viene después de la muerte y la Resurrección, cuando, ya sin su propio movimiento, vaya irremediablemente hacia su Señor, cuando sólo sea pasivo en el recuerdo de su frustración, sin remedio para sus decisiones anteriores. 

Todo lo anterior tiene su concreción en momentos determinados de la vida de cada cual. No se trata de abstracciones. Y hay ejemplos y relatos que aclaran los conceptos, para que no sean simples divagaciones. Así, los comentaristas del Corán enseñan que lo dicho tiene como trasfondo una historia determinada. Nos cuentan que Abû Yahl (el Padre de la Ignorancia, cuyo verdadero nombre era ‘Amru ibn Hishâm) acudía ante el Profeta y escuchaba sus palabras, pero éstas no hacían mella en él, no despertaban en él ninguna inquietud. Por eso mereció el nombre de Abû Yahl, porque su corazón estaba muerto. Escuchaba pero no oía, y no obedecía al Profeta cuando ordenaba realizar el Salât. Al contrario, volvía junto a los suyos más firme aún en sus convicciones, es decir, con ello hacía de su ignorancia algo culpable, la convertía en un demérito, en algo contra él. Se nos dice que volvía junto a los suyos pavoneándose, burlándose del Profeta: zúmma dzáhaba ilà: ahlihî yatamattà, y después fue junto a los suyos andando con altanería...Es decir,  regresaba junto a su gente (ahl), iba (dzáhaba-yádzhab, ir) hacia los suyos, caminando de forma arrogante (tamattà-yatamattà). Sumaba a su ignorancia la firme decisión de mantenerse en ella y añadió a su torpeza la burla que dirigía hacia los musulmanes, acumulando sobre su espíritu una inmensidad de fardos. Allah, el Corán, el universo entero, le dirige esta amenaza: aulà láka fa-aulà zúmma aulà láka fa-aulà, ¡Ay de ti! ¡Ay! Y más aún, ¡Ay de ti! ¡Ay!...

 

 

36. a yáhsibu l-insânu an yútraka sudà*

¿Piensa el ser humano que es abandonado a la desatención?

37. a lam yáku nútfatan min maníyin tumnà

¿Es que no fue una gota de esperma eyaculada?

38. zúmma kâna ‘álaqatan fa-jálaqa fa-sawwà

Después, fue un coágulo. Él creó y dio forma armoniosa,

39. fa-yá‘ala mínhu ç-çauyáini dz-dzákara wa l-unzà*

e hizo con él la pareja, el varón y la hembra.

40. a láisa dzâlika bi-qâdirin ‘alà: an yúhyî l-mautà*

¿No es Ése capaz de dar vida a los muertos?

 

         El Capítulo de la Resurrección (Sûrat al Qiyâma) finaliza con este pasaje en el Corán interroga al ser humano por cuestiones elementales en consonancia con los grandes temas tratados. La conclusión que se saca es que el hombre constantemente está acompañado. Veamos cómo desarrolla el Corán esta idea fundamental.

         En primer lugar una pregunta, que en realidad expresa la sorpresa de Allah ante la actitud de los hombres: a yáhsibu l-insânu an yútraka sudà, ¿piensa el ser humano que es abandonado a la desatención?... Efectivamente, a pesar de todas las evidencias, el ser humano (insân) piensa (hásaba-hsib) que ha sido dejado (túrika-yútrak, ser abandonado, voz pasiva de táraka-yátruk, dejar, abandonar), que ha aparecido como por causalidad y que todo es ajeno a todo. Se alude con ello a la vida como separación. El hombre se pone a andar, hasta que Allah junte sus piernas, hasta que lo mate para reunirlo...

Analicemos con atención la frase del Corán: no alude a la soledad existencial del ser humano, a su sensación de estar perdido en medio del universo. No; a lo que se refiere es a la arrogancia del hombre que piensa que está aislado, que es independiente, que puede hacer lo que quiere, que no debe nada. Pero esto es lo contrario a toda evidencia. Lo debe todo, depende de todo, constantemente está sujeto a un sin fin de circunstancias, sometido a innumerables condiciones. No es suyo, para empezar, su ser, ni sabe cuando habrá de morir, ni qué le depara el próximo instante. ¡La vida es reunión...! Aún así, se separa de su verdad y vive en una ilusión que lo convierte en un monstruo. Piensa que todo es sudà, desatención, cuando todo está sujeto a Algo que rige e interrelaciona todas las cosas entre sí. No existe sudà, no existe la indiferencia. Pero al hombre le gustaría que fuera así, imagina que es así porque ello le permite reconstruir el mundo a su medida, pero lo que inventa es una falsedad destinada a arrastrarlo a la frustración.

         Al expresar la idea bajo la forma de una pregunta, es como si Allah se sorprendiera y dijera: “¿realmente el hombre piensa eso?”. Tal vez el hombre pueda pensarlo, suponerlo, creerlo, pero nada de eso es conocimiento, y menos aún es un saber innato. Su Fitra, su naturaleza primordial, lo sitúa en la existencia de otro modo. En su inocencia original, en su permeabilidad esencial, el hombre está inserto en un mundo prodigioso en el que presiente la estrecha interrelación de todo lo que existe bajo el gobierno de algo indescifrable. ¿Cómo reconducir de nuevo el hombre a esa percepción que está en consonancia con la Realidad? ¿Cómo convertir esa emoción innata en sabiduría con la que el hombre se recupere?

         La Fitra, al ser pura naturaleza, no es meritoria; pero sí lo es el Îmân, la apertura consciente hacia Allah, el Uno que todo lo gobierna. La Fitra pertenece a la espontaneidad de las cosas; el Îmân es la habilidad del corazón humano para recuperar la frescura de esa inocencia perdida con el desarrollo de la personalidad, y trasformarla en comunión con la existencia entera desde la singularidad de cada hombre. El Îmân es la puerta hacia el Paraíso y plenitud del califato, de la verdadera soberanía del ser humano.

         Si en lugar de abandonarse al interés que le obliga a una interpretación equivocada, si en lugar de ello el hombre recuperara la cordura mirándose a sí mismo, tendría entonces la posibilidad de reencontrarse con su verdad. Allah lo orienta hacia su propio comienzo: a lam yáku nútfatan min maníyin tumnà, ¿es que no fue una gota de esperma eyaculada?... Esta es una pregunta que el Corán formula con insistencia: ¿qué es el hombre en su origen, no en el pasado remoto, en la Nada, sino en el principio de su ser concreto? Cada uno de nosotros venimos de una gota (tfa) de esperma (maníy) que fue eyaculada (tumnà). Esa gota de esperma insignificante es como la Nada de la que surgió la existencia entera. ¿Qué es esa gota de esperma, que es eyaculada, que es ‘expulsada’, y que nadie considera de valor, es más, incluso produce repugnancia? Ese líquido pobre y despreciable fue, sin embargo, la materia prima en la que Allah talla al ser humano. Esa insignificancia es el hombre. Lo que nace de esa insignificancia es lo que Allah quiere. Él hace sin necesidad de nada. Efectivamente, el desarrollo de esa gota hasta convertirse en un ser humano no depende de ella, en sí insignificante: zúmma kâna ‘álaqatan fa-jálaqa fa-sawwà, después, fue un coágulo. Él creó y dio forma armoniosa... Esa gota se trasforma en un coágulo (‘álaqa) que se adhiere a la matriz: ¿cómo habría de adherirse a algo y alimentarse de la sangre de la madre si no tiene fuerzas para nada? Es Allah, el Insondable, el que guía esos pasos, el que los sostiene, orienta y le da fuerzas: Él crea (jálaqa-yájluq) y da forma armoniosa (sawwà-yusawwî), haciendo que se vaya cumpliendo un proceso, regido en todo momento por Él, sin ninguna participación del hombre.

         De esa gota de esperma convertida en coágulo nace el ser humano, pero, además, siendo cada uno singular: fa-yá‘ala mínhu ç-çauyáini dz-dzákara wa l-unzà, hizo con él la pareja, el varón y la hembra... Un mismo material, un líquido viscoso sin valor alguno en el mercado humano, es la simiente de un universo fascinante y profundamente diverso. Con él, Allah, el Insondable, el que no está sometido a ninguna regla, hace (yá‘ala-yáy‘al) a la pareja (çauy), a los seres complementarios, al varón (dzákar) y a la hembra (unzà), hace el cuerpo y el espíritu que habita en él, hace la noche y el día, y cada instante, cada cosa, es singular y única.

         Nada está abandonado al azar, al sudâ. Y la razón es sencilla: nada es independiente. En realidad, nada es determinante, salvo la Presencia de Allah en cada instante. Allah es el Uno bajo cuyo Poder todo está reunificado. Esto invita al musulmán a una absoluta confianza en su Señor, por dos razones. La primera, porque sólo Él es Eficaz, y todo lo demás es espejismo. La segunda, porque contempla cómo Allah, desde el principio, es movido por su Rahma, su  Misericordia, y ante esta constatación, nada tiene que temer en la intención de Allah.

         Por ello, esta sûra que habla de todo -de la creación, de la vida, de la revelación, de la resurrección- acaba con una última pregunta que queda sin responder: a láisa dzâlika bi-qâdirin ‘alà: an yúhyî l-mautà, ¿no es Ése capaz de dar vida a los muertos?... Allah es llamado aquí Ése (dzálika) que sugiere una identidad secreta e inalcanzable en su carácter remoto y lejano. De Allah sólo cabe decir que es Ése, no identificándolo con esto. Él es soberanamente trascendente y no se somete a la imaginación del hombre. Es Ése que escapa al ser humano, el desafío infinito, el reto irreductible. Pues bien, Ése ¿no es capaz (qâdir) de dar vida (ah-yuh) a los muertos (mautà, plural de máit o máyyit, muerto)? Él ha creado vida en la nada, ¿cómo no habría de poder devolver la vida a lo que ya ha estado vivo? Ante esta reflexión cae la resistencia y el hombre se sume en la impotencia de sus pretensiones, y sólo cabe entonces el Islâm, la rendición.