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El 16 de agosto de
1860 un cuerpo expedicionario
francés desembarca en Beirut. Según Napoleón III, los
militares franceses van «restablecer el orden» en Siria,
que por aquel entonces es una provincia otomana.
Mencionada hoy como «primera manifestación del derecho
de injerencia humanitaria», aquella intervención militar
sirvió en realidad para acentuar el dominio económico de
Francia sobre la región.
Mucho se habla en los últimos tiempos
de una intervención humanitaria en Siria como medio de poner fin
a los sufrimientos que desde 2011 ha venido soportando la
población afectada por los combates entre el régimen y la
oposición armada, combates cuya responsabilidad se atribuye
principalmente –con razón o sin ella– al bando gubernamental.
Esa acción de socorro implicaría, por
lo tanto, el derrocamiento del actual régimen. Incluso parece
que ya empezó a implementarse desde hace meses, de forma
indirecta, con la entrega de armamento a los rebeldes y con el
envío a Siria de agentes y de grupos de combatientes
extranjeros. Sin embargo, recurrir al uso de la fuerza en
territorio de un país extranjero sin el consentimiento de las
autoridades establecidas constituye una violación del principio
de soberanía de los Estados reconocido en la Carta de la ONU. El
empleo de la fuerza entre los Estados está prohibido,
exceptuando únicamente los casos de legítima defensa o de una
acción colectiva aprobada por el Consejo de Seguridad de la ONU.
En 1968, la Corte Internacional de
Justicia [de La Haya] condenó el apoyo militar de la
administración Reagan a los Contras que trataban de derrocar el
poder sandinista en Nicaragua. Washington acusaba al régimen
nicaragüense de haber cometido atrocidades, pero la Corte [de La
Haya] precisó incluso que ese tipo de apoyo [militar] no era el
medio apropiado para garantizar el respeto de los derechos
humanos.
Esos obstáculos jurídicos no han
impedido la realización de operaciones unilaterales,
oficialmente motivadas por razones altruistas, una práctica que
se ha desarrollado, por ejemplo, con el bombardeo contra la
antigua Yugoslavia durante la crisis de Kosovo –en 1999– y la
invasión de Irak –en 2003. El más reciente ejemplo de esa
práctica fue la acción emprendida contra Libia en 2011, acción
sobre la cual varios Estados señalaron que fue más allá de lo
que permitía la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la
ONU.
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El 17 de noviembre de
2012, el presidente francés Francois Hollande recibe en
París al jefe de la «Coalición Nacional de Fuerzas de la
Oposición y de la Revolución», fabricada en Doha menos
de una semana antes. A pesar de su larguísimo nombre, el
nuevo bebé de las naciones occidentales y las monarquías
del Golfo no ha logrado unificar la oposición siria,
pero su existencia ya sirvió de pretexto para el
desembolso, por parte de Francia, de 1,2 millones de
euros de «ayuda humanitaria de urgencia». Y los sables
se mantienen en alto.
La fundamentación de esas
intervenciones unilaterales se basa en una norma de tipo
superior, universal: el deber de proteger la vida de cualquier
población contra toda amenaza de carácter masivo que pese sobre
ella. Pero ese principio, perfectamente legítimo, depende
enteramente de la buena voluntad de quien realiza la
intervención. ¿Cómo garantizar que el que interviene no utilice
el inmenso poder que se arroga al recurrir a la violencia hacia
otro Estado para perseguir objetivos que serían censurables? La
historia está llena de guerras «justas» que terminaron muy mal
para los pueblos implicados. Ya en 1758, el gran jurista Emer de
Vattel denunciaba el yugo que los conquistadores imponían a los
indios de las Américas con el pretexto de liberarlos.
Los especialistas en el tema han
buscado por mucho tiempo un ejemplo de acción de ese tipo
realizada por una potencia interventora irreprochable. Y por
mucho tiempo creyeron haberlo encontrado en la expedición
realizada en 1860 en la provincia otomana de Siria, que entonces
incluía el actual Líbano [1].
Durante los meses que van de mayo a agosto de aquel año, entre
17 000 y 23 000 personas, mayoritariamente cristianos, fueron
masacradas en el llamado Monte Líbano y en Damasco en medio de
enfrentamientos intercomunitarios. En Europa, la noticia causó
conmoción en la opinión pública. Las autoridades otomanas fueron
acusadas de haber estimulado, e incluso de haber participado, en
los excesos cometidos por las milicias drusas en la región de
Monte Líbano y por los amotinados en Damasco. Napoleón III
decide entonces el envío de un cuerpo expedicionario de 6 000
hombres para poner fin al «baño de sangre», con la
aprobación de las demás potencias europeas. Las tropas francesas
se mantienen menos de un año en la región y se retiran después
del restablecimiento de la calma y luego de implantar una
reorganización administrativa a la que se atribuye haber mantuvo
la concordia civil hasta el estallido de la Primera Guerra
Mundial. Aún hoy, algunos de los juristas que más se oponen al
reconocimiento de un derecho de intervención humanitaria
aceptan, sin embargo, que la acción de 1860 pudiera ser la única
«verdadera» intervención humanitaria del siglo XIX.
Pero un análisis más profundo nos
muestra que los problemas intercomunitarios que estallan en 1860
eran también exacerbados por el sistema de clientelas practicado
en aquella época por las potencias europeas hacia las minorías
locales. Hay que señalar además que los intereses en juego son
enormes en ese momento, con el reparto de las provincias de un
Imperio Otomano en plena desintegración, [provincias] que los
amos de Europa se disputan entre sí. Y Siria se halla
precisamente en medio de la estratégica ruta que conduce a la
India, la joya del Imperio británico. Francia no esconde por
entonces su interés por esa región, rica en posibilidades
comerciales, mientras que Rusia trata desde hace tiempo de
extender su territorio hacia el sur. Y para lograr sus propios
objetivos cada una de esas potencias apoya a alguna comunidad
local, para utilizarla a su favor: los franceses se convierten
en protectores de los católicos católicos, los rusos defienden a
los ortodoxos y los británicos apadrinan a los drusos.
Durante el periodo posterior a la
intervención de 1860, Francia acentúa su control económico sobre
el Líbano, a tal punto que en 1914 el trabajo del 50% de la
población activa libanesa depende de la industria francesa de
producción de seda. Un sector [ocupacional] que se derrumba como
resultado de la decisión de la industria francesa de
independizarse de sus proveedores libaneses, que pierden así sus
medios de subsistencia.
Un año más tarde, en 1915, los aliados
británicos y franceses organizan el bloqueo de las costas
sirias, impidiendo así la llegada de alimentos a esa región
altamente dependiente de las importaciones de cereales. El
objetivo es lograr que las provincias árabes se subleven en
contra del poder central de Estambul, que ya participa en la
Primera Guerra Mundial al lado de la Alemania de Guillermo II.
El resultado es una hambruna sin precedentes que cuesta 200 000
vidas en el centro y el norte de la región del Monte Líbano y
300 000 vidas más en Siria.
En 1840, Francois Guizot, en aquel
entonces embajador de Francia en Londres, resumía de la
siguiente manera los cálculos geopolíticos que predominaban
entonces en las cortes europeas y que, en su opinión, motivaban
la política del ministro británico de Relaciones Exteriores Lord
Palmerston: «Allá, en el fondo de algún valle, en la cúspide
de alguna montaña del Líbano, hay maridos, mujeres, niños, que
se quieren y que ríen, pero que serán masacrados mañana porque
Lord Palmerston, a bordo del Railway de Londres, se dice a sí
mismo: “Siria tiene que sublevarse. Yo necesito que Siria se
subleve. Si Siria no se subleva, I am a fool.”»