Los
‘Abbâsíes (o Banû l-‘Abbâs) fueron la dinastía califal que estuvo a la
cabeza del Islam durante la época del oro de su historia, de 132h./750 d.J. a
656h./1258 d.J. La dinastía toma nombre de su antepasado, el tío del Profeta,
al-‘Abbâs b. ‘Abd al-Muttalib b. Hášim.
La historia de los orígenes así como de la naturaleza del movimiento
que derribó el califato omeya y fundó la dinastía ‘abbâsî fueron mucho
tiempo conocidas por la versión muy retocada que fue publicada cuando la dinastía
hubo tomado el poder y se había convertido en un objeto de respeto. Una versión
más crítica ha sido propuesta por G. van Vloten (De opkmost der Abbasiden
in Chorasan, Leiden 1890, y Recherches sur la domination arabe, le
chiitisme et les croyances messianiques sous le califat des Omayyades,
Amsterdam 1894), y desarrollada por J. Wellhausen (en el último capítulo de su
obra Das Arabische Reich und sein Sturz, Berlín 1902, trad. inglesa,
Calcuta 1927). Sus descubrimientos, un poco modificados, han sido confirmados
por investigaciones ulteriores, y muy especialmente por los nuevos materiales
puestos al día estos últimos años, relativos a la historia de las sectas shî‘íes
primitivas (ver en particular los Firaq aš-šî‘a de Nawbjtî -ed.
H. Ritter, Istanbul 1931).
Ibn Jaldûn avanzó algunos de esos descubrimientos
de una manera destacable en su historia.
El partido ‘abbâsî que arrebató el poder de las manos de los omeyas
era conocido bajo el nombre de Hâšimiyya. Según las crónicas tardías, ese
nombre hacía referencia a Hâšim, ancestro común de al-‘Abbâs, de ‘Alî
y del Profeta, y había sido escogido como símbolo de su pretensión a la
sucesión del Profeta, en virtud de un parentesco con él. De hecho, ese nombre
tenía una significación muy diferente: revela muy claramente los verdaderos orígenes
del partido ‘abbâsî. Durante el periodo omeya, el gran número de sectas y
de partidos šî‘íes y pro-šî‘íes que florecieron en diferentes lugares
del imperio, pero sobretodo en ‘Irâq meridional, puede ser dividido de un
modo muy general en dos grupos principales. Uno de ellos, siguiendo los
pretendientes de la línea de Fâtima, era en general de tendencia
moderada, y se apartaba de la ortodoxia principalmente por el favor que concedía
-por razones de legitimidad- a las reivindicaciones políticas de la familia de
‘Alî. La otra se manifestó por primera vez durante la revuelta de Mujtâr,
que se rebeló en 66/685 en nombre de Muhammad, hijo de ‘Alî y de una
mujer hanafî. Durante los sesenta o setenta años que siguieron, las
reivindicaciones de Muhammad b. al-Hanafiyya y de sus sucesores
fueron expuestas por una serie de sectas de carácter más extremista cuya
fuerza radicaba en mawâlî-s descontentos e imperfectamente islamizados,
e incorporaron a sus doctrinas varias ideas aportadas por esos conversos,
derivadas de sus religiones anteriores. Tras la muerte de Muhammad b. al-Hanafiyya
en 81/700-1, sus sectarios se escindieron en tres grupos principales: uno de
ellos siguió a su hijo Abû Hâšim ‘Abd Allâh, y en consecuencia recibió
el nombre de Hâšimiyya. A la muerte de Abû Hâšim, desaparecido en 98/716
sin posteridad, sus partidarios se subdividieron una vez más en un cierto número
de grupos, uno de los cuales sostenía que Abû Hâšim había legado el imâmato
a Muhammad b. ‘Alî b. ‘Abd Allâh, inmediatamente antes de morir en
la casa del padre de Muhammad b. ‘Alî en Palestina. Esta fracción
continuó siendo conocida bajo el nombre de Hâšimiyya, y también bajo el de Râwandiyya
(S. Moscati, Il testamento di Abû Hâšim, 1952). Se constata así de
pasada que la doctrina de la transmisión hereditaria o la transferencia del imâmato
a otra persona no es, en absoluto, rara en el šî‘ismo primitivo.
Que la historia del legado de Abû Hâšim sea o no una invención, el
hecho esencial sigue siendo claro: Muhammad b. ‘Alî retomó a su
cuenta las pretensiones de Abû Hâšim, y a la vez la organización del grupo hâšimî
y su propaganda. Finalmente, hizo de ella el instrumento del partido ‘abbâsî.
Las informaciones proporcionadas por los historiadores sobre las primeras
misiones ‘abbâsîes son incompletas y en parte contradictorias. De un modo
general, indican que la propaganda intensiva comenzó alrededor de 100/718.
Desde su cuartel general de Kûfa, los Hâšimiyya enviaron a Jurâsân
emisarios, uno de los cuales, Jidâš, tuvo un éxito considerable, pero fue
ejecutado en 118/736 tras ser prematuramente desenmascarado. Los Šî‘a
moderados, cuyo apoyo Muhammad buscaba siempre, fueron indispuestos por
el carácter extremista de las doctrinas predicadas por Jidâš, y tras la
muerte de este último, Muhammad juzgó prudente desaprobarlo y poner la
organización que había instalado en Jurâsân bajo el control del jefe de
misioneros šî‘îes, Sulaymân b. Katîr. Siguió un periodo de inacción
en el curso del cual murió Muhammad en 125/743. Su hijo Ibrâhîm le
sucedió y fue adoptado por los adeptos de Jurâsân, entre los que estaba
Sulaymân b. Katîr. Con Ibrâhîm, comenzó una nueva fase activa. En
128/745-6, Ibrâhîm envió a su mawlà Abû Muslim como representante
personal a Jurâsân. Las fuentes no están de acuerdo sobre el origen de Abû
Muslim, si bien están de acuerdo en hacer de él un persa y un manumitido de
Ibrâhîm. El empleo de la kunya era, sin embargo, un privilegio del que
disfrutaban raramente los no-árabes, y el uso que hicieron de él los emisarios
persas de los ‘abbâsíes como Abû Muslim, su lugarteniente Abû Ŷahm y
su rival Abû Salama al-Jallâl es bastante significativo. A la luz de ciertas
informaciones que afirman que Abû Muslim reclamaba la cualidad de miembro de la
familia ‘abbâsí (o bien, que había sido gratificado con ello), se está en
el derecho de considerar este hecho como una manifestación de la práctica
corriente entre los Šî‘a extremistas que consiste en conceder a los adeptos
preferidos la cualidad de miembro de la familia del Profeta, y, por tanto, de la
comunidad árabe. Un aspecto de este método de adopción fue, en consecuencia,
parte de la política dinástica de los califas ‘abbâsíes.
La misión de Abû Muslim en Jurâsân tuvo un éxito rápido y
resonante. Si bien el reclutamiento se hizo principalmente entre los mawâlî
persas, encontró también un apoyo considerable entre los árabes yemeníes, y
se dice que ganó para su causa a numerosos dihqân-s zoroastrianos y
budistas, convirtiéndose así algunos de ellos por primera vez al Islam. Las
opiniones divergen en lo que concierne a la naturaleza de las doctrinas de Abû
Muslim. Dos cosas están claramente establecidas: era un agente fiel de los Hâšimiyya
y estos formaban parte del ala extremista de la Šî‘a. Es, pues, verosímil
que las doctrinas que predicaba eran del tipo de las que se enseñaba
corrientemente en los medios šî‘íes extremistas, mezcladas con elementos
persas, y en consecuencia bastante asimilables en los medios a los que se dirigía.
La exhibición de estandartes negros, adoptados más tarde como emblemas por la
casa de ‘Abbâs, tenía entonces una significación mesiánica. Los
estandartes negros figuraban entre los signos y los presagios enumerados en las
profecías escatológicas corrientes en esa época; ya habían sido utilizados
como emblemas de revuelta religiosa por los rebeldes anti-omeyas. Su utilización
por Abû Muslim constituía, pues, un estímulo para los ánimos mesiánicos. Su
actividad encontró alguna oposición entre los Šî‘a árabes moderados
conducidos por Sulaymân b. Katîr, pero un retiro táctico de Abû
Muslim fuera de Jurâsân bastó para demostrar que ningún movimiento eficaz
era posible sin él y su política; a su vuelta, apareció como jefe
incontestable de la misión. En ramadân de 129/mayo-junio 747, Abû
Muslim ya estaba preparado para pasar a la acción. El momento y el lugar eran
propicios. Los dos principales movimientos de oposición anti-omeya, el de los
šî‘íes moderados y el de los jawâriŷ, habían fracasado, el primero
en el curso de los levantamientos de 122/740 y 126/744, el segundo en el curso
de la revuelta de 127/745. Esos
levantamientos contribuyeron a la vez al debilitamiento del régimen omeya, y
por su fracaso, a la eliminación de adversarios posibles de la sucesión hâšimí.
‘Irâq, centro principal de los
movimientos anti-omeyas anteriores, estaba agotado y era el objeto de una
vigilancia especial por parte de los omeyas. Concentrando su atención sobre Jurâsân,
los ‘abbâsíes explotaban un terreno nuevo. Su elección fue buena. La
población persa, activa y belicosa, imbuida de tradiciones religiosas y
militares de la frontera, estaba muy descontenta con las desigualdades impuestas
por el régimen omeya. El ejército y los colonos árabes, medio iranizados por
una larga permanencia, estaban profundamente divididos entre ellos, e incluso
durante el avance triunfal de Abû Muslim se les vio dispersar sus propias energías
y las del gobernador omeya Nasr b. Sayyâr en querellas tribales. Pronto,
Abû Muslim estuvo en condiciones de tomar Marw, y, después, eficazmente
secundado por su general Qahtaba, un árabe de la tribu de Tayy,
pudo sustraer todo el Jurâsân a la tambaleante dominación omeya. Desde Jurâsân,
las fuerzas ‘abbâsíes avanzaron hasta Rayy; tras ello, habiendo derrotado un
ejército omeya enviado en refuerzo de Kirmân, entraron en Nihâwand. La ruta
hacia ‘Irâq estaba abierta. En
132/749, el ejército ‘abbâsí atravesó el Éufrates unos 50 o 60 km. al
norte de Kûfa, y derrotó a otro ejército omeya mandado por Ibn Hubayra.
Qahtaba cayó en el campo de batalla, pero su hijo al-Hasan b. Qahtaba
tomó el mando y, explotando la victoria, tomó posesión de la ciudad de Kûfa.
El imâm Ibrâhîm había caído en manos del califa Marwân en 130/748, y murió
poco después. Entonces, su hermano Abû l-‘Abbâs fue saludado como califa
por las tropas hâšimíes en Kûfa en 132/749 con el sobrenombre de as-Saffâh.
La ascensión del primer califa ‘abbâsí estuvo marcada por una primera
ruptura con los rebeldes cuando el misionero Abû Salama fue muerto en
circunstancias oscuras, acusado de haber intentado reemplazar a los ‘abbâsíes
por los ‘alíes. Mientras tanto, otro ejército ‘abbâsí, conducido por Abû
‘Awn, llegó a Nihâwand en dirección hacia Mesopotamia. En 131/749, en la
proximidad de Šahrâzûr, al este del Pequeño Zâb, inflingió una derrota
aplastante a un ejército omeya bajo las órdenes de ‘Abd Allâh, el hijo del
califa Marwân. Este último entró personalmente en campaña y atravesó el
Tigris en dirección hacia el Gran Zâb para atacar al ejército de Abû ‘Awn,
quien había trasmitido el mando a ‘Abd Allâh, tío de as-Saffâh, que
había llegado de Kûfa con considerables refuerzos. La batalla del Gran Zâb,
en 132/750, provocó el fin de la dinastía omeya. Marwân, vencido, huyó hacia
Siria donde intentó en vano organizar un nuevo frente de resistencia. Las
tropas ‘abbâsíes victoriosas atravesaron Harrân, residencia de Marwân,
ocuparon Damasco, después persiguieron a Marwân por Egipto donde fue matado.
Su cabeza fue enviada a as-Saffâh a Kûfa. La autoridad del nuevo califa
‘abbâsí estaba ya extendida por todo el Oriente Medio.
Se ha escrito mucho sobre la significación histórica de la revolución
‘abbâsí, que los historiadores han considerado con razón como algo más que
un simple cambio de dinastía. Muchos orientalistas del siglo XIX, influidos por
las teorías raciales de Gobinau y otros, vieron en esta lucha un conflicto
entre el Irán ario y la Arabia semita, con el resultado de la victoria de los
persas sobre los árabes, la desaparición de lo que Wellhausen llamaba el
‘Reino Árabe’ de los omeyas y el establecimiento de un nuevo imperio iranio
bajo la fachada de un Islam iranizado. A primera vista, esta opinión parece muy
defendible: puede observarse el papel incontestable de los persas en la revolución
misma, la situación privilegiada de ministros y cortesanos persas bajo el nuevo
régimen, y los elementos persas sólidamente enraizados en el gobierno y en la
cultura ‘abbâsí. No es sorprendente encontrar ciertos datos de tendencia análoga
en las fuentes árabes. Escritores más recientes,
sin embargo, han aportado modificaciones importantes a la teoría de la victoria
persa y de la derrota árabe. El šî‘ismo, mucho tiempo tenido por emanación
de la ‘conciencia nacional iraní’ era de origen árabe y tenía su centro
principal en un conglomerado de poblaciones árabes, arameas y persas en ‘Irâq
meridional. Fue exportado hacia Persia por árabes y fue en Irán en entornos árabes
como Qumm donde siguió siendo más fuerte. La rebelión de Abû Muslim estaba
dirigida contra la dominación omeya y siria más que contra la dominación árabe
en tanto que tal, y se benefició del apoyo de numerosos árabes, en particular
entre los yemeníes. Incluso, había numerosos árabes entre sus animadores,
entre los que hay que contar al irreductible Qahtaba. Aunque los
antagonismos raciales hayan jugado algún papel en el movimiento, y aunque los
persas fueran mayoría entre los vencedores, servían sin duda a una dinastía
árabe y, como lo muestra la suerte de Abû Muslim, Abû Salama y los barmakíes,
se veían eliminados si se revolvían contra sus amos. Numerosas altas funciones
fueron, en principio, reservadas a los árabes; el árabe fue siempre la única
lengua oficial; el territorio de Arabia siguió viéndose privilegiado desde el
punto de vista fiscal; finalmente, la doctrina de la preeminencia árabe seguía
siendo lo bastante fuerte como para incitar a los persas a inventar para sí
mismos genealogías árabes, provocando, por otro lado, la reacción
nacionalista de la Šu‘ûbiyya. Lo que los árabes habían perdido fue el
derecho exclusivo de disfrutar de las ventajas del poder. Tanto los persas como
los árabes acudían a la corte ‘abbâsí, y era el favor del amo, expresado
con frecuencia por la ‘adopción’ en el seno de la casa reinante, lo que
servía de trampolín hacia el poder y los honores, más que la pura ascendencia
árabe. Si hay que determinar un final a la ‘monarquía árabe’ conviene
hacerlo coincidir con la supresión gradual de los subsidios y las pensiones
atribuidas antes como un débito a los guerreros árabes y a sus familias, y con
la ascensión al poder de la guardia turca, a partir del reino de al-Mu‘tasim.
El verdadero sentido de la victoria ‘abbâsí debe ser buscado en los
cambios efectivos que la siguieron, más que en hipótesis débilmente forjadas
sobre los movimientos que la hicieron posible. El primero y más espectacular de
esos cambios fue la transferencia del centro de gravedad de Siria a ‘Irâq, núcleo
tradicional de los grandes imperios cosmopolitas de Oriente Medio en la antigüedad,
y cuna de la civilización que Toynbee ha calificado de ‘siriaca’. El primer
califa ‘abbâsí as-Saffâh instaló su capital en la pequeña ciudad
de Hâšimiyya que él construyó sobre la orilla derecha del Éufrates, cerca
de Kûfa. Más tarde, la trasladó a al-Anbâr. Fue su hermano y sucesor al-Mansûr,
verdadero fundador del califato ‘abbâsí a más de un título, quien
estableció la capital definitiva del Imperio en una nueva localidad, sobre la
orilla izquierda del Tigris, no lejos de las ruinas de Ctesifón y en la
intersección de varias rutas
comerciales. Su nombre oficial fue Madînat as-Salâm, pero es conocida comúnmente
por el nombre de la pequeña ciudad que ocupaba ese lugar anteriormente: Bagdâd.
Desde esa ciudad y sus alrededores, la dinastía ‘abbâsí gobernó
primero y después reinó sobre la mayor parte del mundo islámico durante cinco
siglos. El periodo de su dominación, que recubre la gran época de la
civilización islámica clásica, puede ser dividida en dos partes, para la
comodidad de la exposición. La primera, de 132/750 a 334/945, vio el declive
progresivo de la autoridad califal y la subida de jefes militares que gobernaban
gracias a su tropas. En el curso de la segunda parte, desde alrededor de 334/945
a 656/1258, los califas, con una sola excepción, conservaron una soberanía
puramente nominal, mientras que el poder real, incluso en Bagdâd, era ejercido
por otras dinastías soberanas dentro del califato.
Los principales acontecimientos de esos dos periodos serán tratados bajo
los nombres de los diferentes califas, dinastía, lugares geográficos, etc. Nos
contentaremos aquí con trazar un esquema general de los acontecimientos,
intentando definir las principales características de cada periodo.
132/750-334/945
El califato ‘abbâsí, durante el periodo que siguió a su fundación,
debió parecer claudicante a los ojos de sus contemporáneos. Hubo rebeldes que
se sublevaron contra él en todas partes y, durante mucho tiempo, cada nuevo
califa tuvo que reprimir esos levantamientos, tanto en el interior como en el
exterior de la provincia metropolitana de ‘Irâq. En Siria, partidarios árabes
de los omeyas suplantados fomentaron revueltas y encontraron ánimos en la
leyenda cada vez más difundida del Sufyânî, una figura mesiánica de la
familia omeya que rivalizaba con los ‘alíes para ganar el favor de los
descontentos. Los ‘alíes mismos, provisionalmente desorganizados por su
decepción y mantenidos bajo una estrecha vigilancia, sufrieron un eclipse, pero
entraron pronto de nuevo en escena y se convirtieron en lo más peligrosos y más
resueltos oponentes de la dominación ‘abbâsí. También los Jawâriŷ
siguieron siendo una fuerza de oposición activa, aunque de menor importancia.
Los partidarios declarados de la dinastía no estaban enteramente seguros. En
esta atmósfera de desconfianza constante, sólo los miembros de la familia
‘abbâsí fueron alzados a puestos claves. Pero cuando Abû l-‘Abbâs as-Saffâh
murió y su hermano Abû Ŷa‘far le sucedió con el título de al-Mansûr,
su tío ‘Abd Allâh b. ‘Alî, jefe de las tropas y los cuerpos
expedicionarios, de rebeló y se proclamó califa. El mérito de haber frustrado
esa seria amenaza se debió en gran parte a Abû Muslim. Pero quedaba el
problema de Abû Muslim mismo y de los Hâšimiyya. Los ‘abbâsíes, como los
que, antes y después que ellos, han llegado al poder por un movimiento
revolucionario, se encontraron pronto desgarrados entre los principios y los
objetivos del movimiento, por una parte, y las exigencias del gobierno y del
Imperio, por otra parte. Los ‘abbâsíes eligieron la continuidad, y debieron
afrontar la decepción amarga de algunos de sus partidarios. Abû Salama ya había
sido suprimido. También Abû Muslim fue muerto cuando al-Mansûr se
sintió lo suficientemente fuerte como para prescindir de su creciente
presencia. Esa ejecución, así como la neutralización de la fracción más
constante de los Râwandiyya, implicó la defección de los partidarios
extremistas de los ‘abbâsíes; algunos encontraron diversión en una serie de
revueltas político-religiosas en Irán, mientras que otros se unieron a las
filas de los Ismâ‘îlíes, ala extremista de los Šî‘a Fâtimíes
que se desarrolló en el curso del siglos II y III de la Hégira. Pero, al mismo
tiempo, ese cambio de política atrajo a algunos sunníes, quienes ayudaron a
al-Mansûr a hacer frente al doble peligro de la revuelta y la guerra
exterior, y durante su largo y brillante reinado, a asentar las bases del
gobierno ‘abbâsí. En esa empresa, y sobre todo en la elaboración de una
estructura administrativa centralizada, al-Mansûr fue eficazmente
secundado por una familia que habría de jugar un papel capital durante el
primer medio siglo de la dominación ‘abbâsí. Los Barmakíes son
habitualmente considerados como persas, pero eran muy diferentes de los rebeldes
jurâsâníes que siguieron a Abû Muslim. Su religión antes de convertirse al
Islam no era ni el zoroastrismo, ni ninguna de las herejías que derivaban de él,
sino el budismo, y ellos pertenecían al clero aristocrático de propietarios de
la ciudad de Balj, en Asia Central, una antigua capital cuyas tradiciones
imperiales y comerciales se mantenían sólidamente entre la clase dirigente de
sus habitantes. Tras la fundación de Bagdâd, Jâlid al-Barmakî apareció como
el brazo derecho de al-Mansûr. A partir de entonces, él y sus
descendientes dirigieron la administración del Imperio, hasta la caída dramática
y aún inexplicada de los Barmakíes bajo Hârûn ar-Râšid en 187/803. Con la
transferencia de la capital hacia el este, y la supresión del monopolio
aristocrático árabe de las funciones importantes y el establecimiento sólido
de los Barmakíes en el poder, las influencias persas se hicieron cada vez más
fuertes. En la corte y en el gobierno, se seguía el ejemplo de los persas sâsâníes,
y los persas comenzaron a representar un papel creciente en la vida política y
cultural. Este proceso de iranización de siguió bajo los reinados de al-Mahdî
y al-Hâdî y el prejuicio contra el empleo de los mawâlî en las altas
funciones se desvaneció gradualmente. Para reemplazar el lazo de la
nacionalidad árabe, que tendía a relajarse, los califas pusieron el acento
cada vez más en el sunnismo, intentando cimentar la unidad de su imperio
heterogéneo sobre la base de una fe común y un modo de vida único. La
denuncia por al-Mansûr de los orígenes heterodoxos del movimiento
‘abbâsí fue seguida bajo sus sucesores por una política deliberada de
adulación hacia los teólogos ortodoxos. Esta política, confrontada con la
vida disoluta llevada por numerosos califas y sus cortesanos, dio lugar a la
acusación de hipocresía, pero por lo general se vio coronada por le éxito.
Meca y Medina fueron reconstruidas, la peregrinación organizada sobre una base
regular. Durante un cierto tiempo, se hizo una tentativa por imponer la doctrina
mu‘tazilí, que, si la seductora hipótesis de H. S. Nyberg es verificada, fue
un ensayo oficial de compromiso ‘abbâsí con los Šî‘a. A partir del reino
de al-Mutawakkil, la tentativa fue abandonada, y a partir de entonces los ‘abbâsíes
apoyaron, al menos teóricamente, al sunnismo.
El reinado de Hârûn ar-Rašîd es generalmente considerado como el
apogeo del poder ‘abbâsí, pero ya en esa época aparecieron los signos
precursores de la decadencia. En Persia, la serie de revueltas religiosas que
había seguido al martirio de Abû Muslim se hizo cada vez más amenazante y
puso en jaque a la autoridad ‘abbâsí en las provincias del Caspio y Jurâsân.
En occidente, la autoridad ‘abbâsí fue casi enteramente aniquilada.
Al-Andalus había rechazado obedecer y se había hecho independiente bajo un príncipe
omeya desde 136/756. Tras la muerte de Yazîd b. Hâtim, que fue prácticamente
el último gobernador ‘abbâsí de África del Norte, en 170/787, dinastías
independientes surgieron primero en Marruecos, después en Túnez, y la
autoridad de Bagdâd no fue jamás efectiva más allá de Egipto. Los Aglabíes
de Túnez, ejerciendo un gobierno hereditario e independiente bajo la soberanía
nominal del califa, sirvieron de ejemplo a toda una serie posterior de gobiernos
hereditarios locales, acabando por reducir la soberanía del califato a ‘Irâq
central y meridional. Otro signo inquietante reveló la debilidad de las
defensas del Imperio. Durante el periodo ‘abbâsí, las fronteras del Islam
estuvieron más o menos estabilizadas. Las únicas guerras extranjeras de una
cierta importancia tuvieron lugar contra los bizantinos, e incluso éstas
parecen haber sido más espectaculares que eficaces. Las campañas poco
concluyentes de Hârûn fueron las últimas ofensivas de envergadura lanzadas
contra Bizancio por el califato. El Islam pasó a estar a la defensiva. Ejércitos
bizantinos buscaron los puntos débiles en Siria y en Mesopotamia, mientras los
invasores Jazar penetraban en territorio musulmán en el Cáucaso y Armenia.
Pero el factor más serio de debilidad fue esa misteriosa convulsión interior
que alcanzó su punto culminante cuando los Barmakíes fueron liquidados, y Hârûn,
con una competencia discutible, asumió en persona el ejercicio del poder. Este
hecho parece haber comprometido la alianza con la fracción persa aristocrática
del movimiento que había llevado a los ‘abbâsíes al poder: esa alianza había
sido salvaguardada por los primeros ‘abbâsíes durante mucho tiempo tras la
eliminación de los elementos más extremistas. Tras la muerte de Hârûn, la
sorda rivalidad que existía entre sus hijos al-Amîn y al-Mâ’mûn degeneró
en guerra civil. La fuerza de al-Amîn residía principalmente en la capital y
en ‘Irâq, y la de al-Ma’mûn en Persia. La guerra civil ha sido
interpretada como un conflicto nacional entre árabes y persas, sellado por la
victoria de esos últimos. Puede hacerse a esta explicación la misma objeción
que a la teoría correspondiente concerniente a la revolución ‘abbâsí
misma. Más probablemente, la guerra civil fue la prolongación de las luchas
sociales del periodo inmediatamente precedente, complicadas por un conflicto
regional más que nacional entre Persia e ‘Irâq. Al-Ma’mûn, sostenido por
los elementos orientales, pensó un momento en transferir su capital de Bagdâd
a Marw, pero, algún tiempo después de su victoria, decidió sabiamente volver
a la ciudad imperial. A continuación, las aspiraciones persas aristocráticas y
regionales encontraron una derivación en las dinastías locales. En 205, Tâhir,
general persa de al-Ma’mûn, se hizo virtualmente independiente en Jurâsân y
fundó una dinastía. Su ejemplo fue seguido por otros que, aunque la mayor
parte de ellos reconocían aún la soberanía de los califas, les arrebataron
toda autoridad efectiva en la mayor parte de Persia.
Mientras que la autoridad de los califas en las provincias se veía
reducida gradualmente a la simple expedición de diplomas de investidura a los
gobernadores de facto, su poderío disminuía en ‘Irâq mismo. Una corte pródiga y una burocracia devoradora provocaron un
desorden financiero crónico, agravado por la desaparición de los ingresos
provinciales y, accesoriamente, por el agotamiento o la perdida de las minas de
oro o de plata como consecuencia de las invasiones. Los califas encontraron un
remedio en el arrendamiento de los ingresos del Estado a los gobernadores
locales. Esos granjeros-gobernadores acabaron convirtiéndose en los verdaderos
jefes del Imperio, sobre todo cuando el arrendamiento de las tasas y el gobierno
pasaron a manos de jefes militares, que eran los únicos lo bastante poderosos
como para imponer obediencia. A partir de los reinos de al-Mu‘tasim y
de al-Wâtiq, los califas fueron los juguetes de sus propios generales,
quienes con frecuencia tenían las claves para la elección o la destitución de
los califas a su antojo. Generalmente se considera que al-Mu‘tasim fue
quien introdujo la práctica consistente en utilizar a turcos de Asia central
como soldados y como oficiales; a partir de su reinado, la casta militar
gobernante era esencialmente turca. En 221/836, construyó una nueva residencia
en Sâmarrâ, a unos 100 km. al norte de Bagdâd. Sâmarrâ fue la residencia
imperial hasta 279/892, fecha en la que al-Mu‘tamid regresó a Bagdâd. La
fundación de Sâmarrâ materializó el foso que se abría cada vez más entre
el califa y sus pretorianos por una parte, y el pueblo de Bagdâd por otra
parte. Las concepciones artísticas y arquitectónicas que presidieron su
edificación ilustran el nacimiento de una nueva casta dirigente con gustos y
tradiciones diferentes. Bajo al-Wâtiq, el poder de los turcos se
acrecentó aún más. Un esfuerzo considerable por restaurar la supremacía del
califato fue intentado por su sucesor al-Mutawakkil, que quiso quebrar el poderío
de los grandes turcos buscando un apoyo contra ellos entre los teólogos y la
población civil; se esforzó por ganarse a estos últimos denunciando y
aboliendo las doctrinas mu‘tazilíes de sus predecesores. Su tentativa acabó
en fracaso. La muerte de al-Mutawakkil en 247/861 fue seguida de un periodo de
anarquía. En el intervalo de nueve años, cuatro califas se sucedieron, pero
todos fueron incapaces en manos de los grandes turcos, que controlaban cada vez
más la corte y la capital, mientras que las provincias caían en la anarquía,
o, en los casos más favorables, recuperaban la autonomía. En ‘Irâq
meridional, una revuelta estalló entre los esclavos negros llamados Zanŷ
que trabajaban en las lagunas saladas de los alrededores de Basra. Pronto
constituyó una grave amenaza para el Imperio. El jefe zanŷ, que desplegó
brillantes cualidades militares, desafió a varios ejércitos imperiales y
estuvo en condiciones para establecer un control efectivo sobre la mayor parte
de ‘Irâq meridional y del sudoeste de Persia. Las vías de comunicación que
ligaban Bagdâd con Basra, el Golfo Pérsico y la ruta comercial de oriente,
fueron cortadas, y hacia 264/877, grupos de Zanŷ llegaron a 27 km. de la
misma Bagdâd. Pero, entre tanto, una periodo de una mayor estabilidad había
comenzado en la capital. El califa al-Mu‘tamid,que subió al trono en 256/870,
no ejercía ninguna autoridad efectiva, pero su hermano al-Muwaffaq se hizo el
verdadero dueño de la capital, y en el curso de los veinte años de su gobierno
hizo mucho por restaurar la tambaleante autoridad de la casa de ‘Abbâs. Su
primer trabajo fue restablecer el orden y la estabilidad en Bagdâd, después se
consagró a los problemas suscitados por los Zanŷ y las usurpaciones de las
dinastías provinciales, en particular los Saffâríes en Persia y los Tûlûníes
en Egipto y en Siria. Hacia 269/882, expulsó a los Zanŷ de todas sus
conquistas, y en 270/883 los aplastó definitivamente. Si bien no pudo eliminar
a los Saffâríes y a los Tûlûníes, consiguió poner coto a sus
ambiciones y facilitó la labor a sus sucesores. A la muerte de al-Muwaffaq en
278/891, su hijo al-Mu‘tadid lo sucedió en tanto que soberano
verdadero, y fue oficialmente califa a la muerte de al-Mu‘tamid. Al-Mu‘tadid
y su sucesor al-Muktafî fueron ambos gobernadores capaces y enérgicos. En
Persia y en Egipto, la autoridad del califato fue restablecida por un tiempo,
dejando manos libres al gobierno para hacer frente a la amenaza del šî‘ismo
renaciente bajo una forma militante y extremista. Tras la entrada en escena de
los ‘abbâsíes y la desaparición de la línea de pretendientes Hanafíes
que fue su corolario, fue la línea de los imâmes fâtimíes la que se
benefició del apoyo de la mayor parte de los Šî‘a. Tras la muerte de Ŷa‘far
as-Sâdiq en 148/765, los Šî‘a se habían escindido en dos
grupos, de los cuales uno, llamado Ismâ‘îlí, heredó una parte del papel y
muchas de las doctrinas y de los adeptos de los Hanafíes desaparecidos.
La evolución del califato en el curso del siglo VIII y IX de estadio de Estado
agrario y militar al de imperio cosmopolita con una vida comercial e industrial
intensa, el crecimiento de las grandes ciudades y la centralización del capital
y del trabajo, sumieron la estructura social del Imperio en una grave tensión y
engendró un descontento general. Los
progresos rápidos de la vida intelectual del Islam y el choque de culturas y de
ideas resultantes de influencias exteriores y del desarrollo interior prepararon
de nuevo el terreno a los movimientos heréticos que, en una sociedad teocrática,
eran la única expresión posible del desacuerdo moral o material con el orden
establecido. Los desórdenes endémicos y las sublevaciones de fines del siglo
IX y comienzos del siglo X agravaron considerablemente la situación. Los
califas se vieron frente a una serie de desafíos que iban de la violencia
revolucionaria de los Qarmatas en Bahrayn, en Siria-Mesopotamia y
en Arabia del Sur, a las críticas más sutiles, pero a fin de cuentas más
eficaces, de los moralistas y de los místicos pacíficos en Bagdâd mismo. Al-Mu‘tadid
murió tras haber sido vencido por los Qarmatas, pero su sucesor al-Muktafî
consiguió aplastar la revuelta qarmata en Siria y Mesopotamia; en el
momento de su muerte en 295/908, conducía una contraataque victorioso contra
los bizantinos que había buscado explotar la anarquía del Imperio musulmán.
Pero el peligro šî‘í estaba lejos de haber desaparecido. Tras una breve
lucha por el poder, al-Muktafî fue reemplazado por su hermano al-Muqtadir, un
niño de trece años. Durante su minoría de edad, y durante el largo reinado
ineficaz que la siguió, los factores de destrucción, ralentizados por el
regente al-Muwaffaq y sus dos sucesores, reaparecieron. Los Qarmatas
retomaron sus actividades, y, desde sus bases en Bahrayn, amenazaron las
arterias vitales del califato, mientras en occidente otra rama del movimiento
Ismâ‘îlí fundaba un anti-califato fâtimí en Túnez. La dinastía
beduina de los Hamdâníes se instaló en Siria del Norte; en tanto, en
Persia, otra familia šî‘í, los Bûyíes, fundaba una nueva dinastía que
pronto amenazó a ‘Irâq. En la capital, el desorden y la confusión
crecientes alcanzaron su punto culminante a la muerte del califa, sobrevenida
mientras luchaba contra su general Mu’nis. Bajos sus sucesores al-Qâhir y ar-Râdî,
el declive de la autoridad del califato se hizo más evidente. El acontecimiento
que generalmente se considera como el símbolo de esta evolución es la promoción
del gobernador de ‘Irâq, Ibn Râ’iq, al rango de amîr al-umarâ’
-general de generales. Ese título, aparentemente para subrayar la primacía del
jefe militar de Bagdâd sobre sus colegas de otros lugares, sirvió al mismo
tiempo para reconocer formalmente la existencia de una autoridad suprema al
margen del califa. Dicha autoridad ejercía efectivamente el poder político y
militar, no dejando al califa más que la dirección nominal del Estado en tanto
que representante de la unidad del Islam. En 344/945 se dio el golpe final,
cuando el general bûyí Mu‘izz ad-Dawla entró en Bagdâd. El título de amîr
al-umarâ’, y con él el control efectivo sobre la ciudad de los califas,
pasaron a las manos de una dinastía šî‘í.
Cerca de dos siglos habían pasado desde el advenimiento de as-Saffâh
y la entrada en escena de Mu‘izz ad-Dawla. Si bien la mayor parte de ese
periodo aún está en falta de investigaciones con profundidad, se puede al
menos discernir las grades líneas del desarrollo de la situación. En política
gubernamental, los primeros califas ‘abbâsíes siguieron la vía de los últimos
omeyas, con mucha menos solución de continuidad de lo que se creyó en un
momento. Algunas modificaciones esbozadas bajo la dinastía precedente se
continuaron a un ritmo acelerado. Al principio, el califa era como un šayj
mayor que gobernaba con el consentimiento intermitente de la aristocracia árabe,
pero acabó siendo un autócrata cuya autoridad apoyaba en la fuerza y la ejercía
a través de una organización burocrática cada vez más desarrollada. Más
fuertes desde este punto de vista que los omeyas, los ‘abbâsíes eran, sin
embargo, más débiles que los antiguos déspotas orientales en el sentido en
que les faltaba el sostén de una casta feudal establecida y de una jerarquía
eclesial; ellos mismos estaban sometidos a la Ley, de la que su propio estado
constituía la suprema personificación. Con la transferencia de la capital
hacia el este, y la entrada de un número creciente de persas al servicio de los
califas, las influencias persas se reforzaron en la corte y en la administración,
que fue organizado en una serie de dîwân-s o ministerios bajo la máxima
autoridad del wazîr. El gobierno de las provincias era ejecutado
conjuntamente por el amîr (gobernador) y el ‘âmil (intendente
de las finanzas), bajo el control general de la capital, asegurado por los
agentes del sâhib al-barîd (director de correos y del
servicio de informaciones). En el ejército, el elemento árabe perdió
gradualmente su importancia, y las pensiones primitivamente concedidas a los árabes
fueron suprimidas, salvo para los militares en servicio. El núcleo del primer
ejército ‘abbâsí estaba compuesto de jurâsâníes, término que debe ser
entendido en un sentido regional más que nacional, y recubriendo a la vez a árabes
y a persas de Jurâsân. En un momento dado, cedieron el paso a tropas de
esclavos turcos quienes, a fechar desde el reinado de al-Mu‘tasim, se
convirtieron en el elemento principal del ejército, y en consecuencia la fuente
principal del poder político de los diversos amîr-s y generales cuya autoridad
sustituyó a la de los califas.
Los ‘abbâsíes fueron llevados al poder por un movimiento religioso, y
buscaron en la religión la base de la unidad y de la autoridad en el imperio
que gobernaron. Si bien ese designio se vio considerablemente coronado por el éxito,
tuvieron que contar siempre con una serie de movimientos de oposición y con el
desafío o la reserva de los elementos más conscientes entre los jefes sunníes.
La crisis política de los siglos IX y X, que se tradujo en la usurpación
del poder en el Imperio de un modo general, y en un momento dado por el declive
y el derrumbe de la autoridad en la capital, no tuvo ningún efecto lamentable
sobre la vida económica y cultural del califato. El acceso de los ‘abbâsíes
al poder fue seguido de un gran despegue económico, fundado en la explotación
industrial y comercial de los recursos del Imperio y el desarrollo de una vasta
red de relaciones comerciales tanto en el interior del territorio como con el
mundo exterior. Esos cambios tuvieron importantes consecuencias sociales. La
casta de guerreros árabes fue descartada y reemplazada por una clase dirigente
de propietarios de tierras y burócratas, de militares de carrera y letrados, de
mercaderes y hombres de ciencia. La ciudad islámica, de ciudad de guarnición
que era, se trasformó en una plaza de mercado e intercambios, y, en un momento
dado, en un centro de cultura urbana floreciente y multiforme. La literatura, el
arte, la teología, la filosofía y la ciencia de esa época, serán examinadas
en artículos especiales. Nos contentaremos con señalar que fue el periodo clásico
del Islam, en el que una civilización nueva, rica y original, nacida en la
confluencia de numerosas razas y tradiciones, alcanzó su madurez.
334/945-656/1258
Durante el largo periodo que va de la ocupación bûyí hasta la
conquista de la ciudad por los mongoles, el califato fue una institución
puramente nominal, representante de la dirección del Islam sunní, y que servía
para legitimar la autoridad de numerosos gobernadores seculares que ejercían la
soberanía efectiva tanto en las provincias como en la capital. Los mismos
califas, si se exceptúa un breve renacimiento hacia el final, estaban a la
merced de los gobernadores que los nombraban y los destituían. Uno solo de
entre ellos, an-Nâsir, ha dejado alguna huella en la historia. El
reconocimiento de Ibn Râ’iq como amîr al-umarâ’, fue el primero de
una larga serie de reconocimientos, y marcó la legitimación formal del oficio
de la soberanía de los gobernadores.
En el curso del segundo cuarto del siglo X, un cierto número de príncipes
de la familia persa šî‘í de Bûya (o Buwayh) originaria de las montañas de
Daylam, extendieron su dominación sobre la mayor parte de Persia occidental y
obligaron a los califas a concederles la investidura. En 334/945, el príncipe bûyí
(o buwayhí) Mu‘izz ad-Dawla entró
en Bagdâd y arrancó al califa al-Mustakfî el título de amîr al-umarâ’.
Durante más de un siglo, los califas fueron obligados -suprema humillación- a
sufrir a esos ‘alcaldes’ de palacio šî‘íes como señores absolutos. En
detrimento de su šî‘ismo, los bûyíes no hicieron ninguna tentativa por
instalar un califa ‘alí -el duodécimo imâm de los šî‘íes itnâ
‘ašariyya (duodecimanos) había desaperecido 70 años antes. Públicamente,
los bûyíes rindieron homenaje a los ‘abbâsíes, a quienes conservaron como
parapeto de su propio poder y como instrumento de su política en el mundo sunní.
Los šî‘íes extremistas eran el verdadero peligro para los ‘abbâsíes. En
356/969, los fâtimíes de Túnez conquistaron Egipto y pronto estuvieron
preparados para extender su dominación sobre Siria y Arabia. Por primera vez,
una dinastía independiente y poderosa gobernaba Oriente Medio sin reconocer la
soberanía nominal de los ‘abbâsíes. Al contrario, había fundado su propio
califato, disputando así a los ‘abbâsíes la dirección de todo el mundo
musulmán. El poder político y militar de los fâtimíes estaba
apuntalado sobre una organización sólida, teniendo a sus órdenes una multitud
de agentes, propagandistas y simpatizantes en las provincias ‘abbâsíes, y
también en una hábil política económica que pretendía desviar el comercio
oriental del Golfo Pérsico hacia el Mar Rojo y reforzando así Egipto y
debilitando así ‘Irâq. Es probable que la dispersión de las energías šî‘íes
debida al predominio de los bûyíes en el este sea uno de los factores que
salvaron al califato ‘abbâsí de la ruina en esa época.
El imperio bûyí acabó por dividirse en un cierto número de pequeños
Estados bajo gobernadores bûyíes u otros, mientras que en Persia, el poder de
una nueva dinastía, los selŷuqíes, no cesaba de crecer. Hacia mediados
del siglo XI, el poderío bûyí había llegado a su término, y un general
turco, de nombre al-Basâsîrî, pudo ocupar Bagdâd y pronunciar la jutba
en nombre del califa fâtimí. En 447/1055, el selŷuqí Tugrul
Beg entró en Bagdâd y se hizo proclamar sultân. Este título con
frecuencia es atribuido por los cronistas a los gobernadores anteriores que
ejercieron una soberanía poco diferente a la de los selŷuqíes. Los sultânes
selŷuqíes de Bagdâd parecen, sin embargo, haber sido los primeros en
utilizar oficialmente este título y hacerlo figurar en sus monedas. En
realidad, el Gran Sultanato selŷuqí que duró alrededor de un siglo, fue
el desarrollo lógico del oficio de amîr al-umarâ’, y el título es
desde entonces utilizado siempre para el que ostenta el poder supremo después
del nominal de los califas. Los selŷuqíes introdujeron algunos cambios
importantes. A la inversa de sus precedentes, eran turcos y sunníes, y con su
advenimiento, el poder de los turcos, que había aumentado de una manera
intermitente desde la época de al-Mu‘tasim, se encontró
definitivamente establecido. Desde entonces, los turcos de Oriente Medio ya no
fueron solamente esclavos o soldados manumitidos importados de Asia Central;
tribus enteras de turcos nómadas comenzaron a emigrar hacia el oeste, jugando
un papel cada vez más importante y acabaron modificando la configuración étnica
de Oriente Medio. El reemplazo de un gobernador šî‘í por uno sunní
acrecentó el prestigio, pero no el poder, de los califas, y también la extensión
de la dominación del gobierno central, y, por tanto, de la soberanía nominal
de los califas sobre numerosos países hasta entonces independientes. El periodo
de los selŷuqíes y de las dinastías selŷuqíes y atâbeg que
siguieron al derrumbamiento del Gran Sultanato introdujo dos cambios mayores.
Uno fue la normalización de los cambios económicos y sociales que habían
tenido lugar en el periodo precedente y la elaboración de un nuevo orden social
y fiscal de carácter casi feudal; otro fue la campaña contra el peligro šî‘í,
y, en el plano intelectual, por la creación de una red de madrasas que
sirvieron de centro para la definición y la defensa del sunnismo contra la
propaganda šî‘í. Esas dos innovaciones suscitaron una vigorosa reacción en
la persona de los Asesinos, movimiento revolucionario enérgico y activo surgido
de las ruinas de la da‘wa fâtimí, que sostuvo una lucha
enconada y permanente contra la dominación selŷuqí y el sunnismo. Los
Asesinos fracasaron finalmente, y el šî‘ismo dejó de ser un factor político
importante hasta el advenimiento de los Safawíes.
Tras el derrumbamiento del Gran Sultanato, ‘Irâq cayó en manos de una
dinastía local de príncipes selŷuqíes el último de los cuales fue Tugrul
II (573-590/1177-1194). El desplome de su poder y la ausencia de otros
aspirantes permitieron al califa ‘abbâsí an-Nâsir hacer un último
intento de restauración de la antigua autoridad del califato. El momento era
favorable. Las dos principales dinastías de Oriente Medio estaban ocupadas en
la guerra, los ayyûbíes de Egipto y de Siria contra los cruzados, el Jwuârizm-Šâh,
al este, contra otras dinastías turcas, después contra los mongoles. Teniendo
así las manos libres, an-Nâsir intentó crear una especie de Estado
califal en Bagdâd y en ‘Irâq, y de reafirmar su autoridad buscando el apoyo
popular por medio de las organizaciones de futuwwa y sacando partido de
los sentimientos pro-‘alíes. No obstante, fue la diversión creada por la
amenaza mongol en el este lo que lo salvó de la destrucción por los Jwârizm-Šâhs.
Los sucesores de an-Nâsir fueron débiles e incapaces, y cuando el
general mongol Hûlâkû, tras haber conquistado Persia, se presentó ante Bagdâd
en 656/1258, el último califa al-Musta‘sim fue incapaz de ofrecer una
resistencia seria.
La conquista de Bagdâd por los mongoles y la destrucción del califato
son considerados generalmente como la mayor catástrofe en la historia del
Islam. Es cierto que marcaron el fin de una época, no solamente en lo que
concierne a la forma exterior de gobierno y de soberanía, sino también en la
civilización islámica en sí misma, que, tras la trasformación impuesta por
la gran ola de la invasión tátara, entra en una nueva vía, diferente de la de
los siglos precedentes. Pero los efectos morales inmediatos de la destrucción
del califato han sido sobrestimados. El califato había dejado de existir mucho
antes en tanto que institución de hecho, y los mongoles sólo enterraron el cadáver
de un muerto. A la organización real del poder temporal, las invasiones
mongolas aportaron pocas modificaciones. El único cambio fue que el Sultanato
recibió desde entonces el reconocimiento de jure, y que los sultanes
comenzaron a atribuirse los títulos y las prerrogativas reservadas antes a los
califas.
La instalación por Baybars de un califato ‘abbâsí fantoche en El
Cairo en 659/1261 ha sido interpretada por R. Hartmann de la manera siguiente:
la desaparición del califato de Bagdâd abrió un vacío político que no afectó
tanto a los pensadores musulmanes como a los soberanos seculares, quienes se
resintieron aún de la necesidad de una autoridad legitimante. Abû Numayy, el
šarîf de Meca dio su reconocimiento formal al soberano hafsí de
Túnez Abû ‘Abd Allâh, que había tomado el título de califa, con el
sobrenombre de al-Mustansir en 650/1253. Ese título, tomado antes de la
caída de Bagdâd, no tenía el sentido jurídico sunní de la palabra jalîfa,
sino el que tenía en África del Norte, condicionado por las reivindicaciones y
las prácticas almohades. Adquirió un nuevo valor con el reconocimiento de Abû
Numayy, confirmado por el gesto del soberano mamlûk que envió a Abû ‘Abd
Allâh un informe sobre la victoria de ‘Ayn Ŷâlût, calificándolo de amîr
al-mu’minîn -comendador de los creyentes. Baybars, más fuerte que su
predecesor, prefirió no reconocer un vecino poderoso y eventualmente peligroso,
sino que resolvió los problemas de legitimidad y de continuidad instalando como
califa en El Cairo a un refugiado ‘abbâsí con el mismo sobrenombre real de
al-Muntasir.
Durante los dos siglos y medio que siguieron, una serie de príncipes
‘abbâsíes se sucedieron como califas de título bajo la soberanía de los
sultanes mamlûk-s de El Cairo. Salvo durante un breve interregno en 815/1412,
cuando el califa al-Musta‘în terció durante seis meses en una querella entre
pretendientes rivales al sultanato, los califas de El Cairo carecieron de toda
autoridad. No eran de hecho más que oficiales de corte con rango inferior y no
teniendo más función que la de figurar en las
ceremonias de entronización de un nuevo sultán. Las tentativas de los
sultanes mamlûk-s para utilizar a sus protegidos como medio para atraer hacia
su órbita otras regiones del mundo islámico obtuvieron un éxito limitado, en
particular en la India y en el Imperio Otomano, cuando Bâyezid I solicitó del
califa de El Cairo en 1394 un diploma concediéndole el título de Sultân.
En 1517, el último califa al-Mutawakkil fue depuesto por Selîm I, el conquistador otomano de Siria y Egipto, y el califato ‘abbâsí fantasma fue abolido. La historia según la cual al-Mutawakkil habría transferido su título a Selîm, y a través de él a la familia otomana, fue publicada por primera vez por Mouradgea d’Ohsson en 1788 (Tableau général de l’Empire Ottoman, I, 269-70) y obtuvo un gran crédito. Pero Barthold ha demostrado que esa historia está desprovista de todo fundamento, y es generalmente rechazada por los especialistas.