LA GUERRA QUE VIENE

 

La invasión y ocupación de Iraq está siendo el detonante de muchas reflexiones en el seno del mundo musulmán. Esta guerra tiene tres protagonistas: EE.UU., la dictadura de Saddam y el Islam. Los dos primeros son las caras de una misma moneda, y el Islam es la realidad que sufre las contradicciones inherentes a estrategias que le son ajenas. EE.UU. pone y quita tiranos a su arbitrio, aunque para ello tenga que aplastar a pueblos inocentes pues crea constantemente escenarios ficticios que le sirvan de coartada. Ya lo hemos visto en Afganistán, y ahora le ha tocado el turno a Iraq. Esta es la verdad de un conflicto que no debe resultarnos indiferente, porque se cometen crímenes y genocidios.

 

Los desmanes de EE.UU. han llegado a un límite inadmisible para la opinión pública mundial, y menos aún es tolerable para los musulmanes. Por mucho que disfracen lo que está ocurriendo en Iraq ya todo el mundo sabe que el altruismo yanqui es una falacia peligrosa para el futuro de la humanidad. Sólo los intereses económicos, las ilusiones y el miedo a perder un status arrastra a algunos, los poderosos, a apoyar la política de EE.UU., garante de que las cosas sigan igual en el mundo (es decir, que unos pocos dominen el mundo y lo exploten en su beneficio). Los grandes ideales (democracia, igualdad, justicia) de los que los occidentales pretenden ser los abanderados caen en picado en medio de una práctica descaradamente colonialista y fascista. La hipocresía ha tocado techo, y ahora ha llegado el momento en que los musulmanes deben plantearse su presente y su futuro sin poner esperanzas en consignas tramposas. No podemos seguir creyendo en lo que nos viene de la ‘civilización’ ni tampoco en lo que nos dicen los líderes ‘nacionales’.

 

El desmoronamiento a manos de la ‘coalición internacional’ del régimen de Saddam marca el fin de una época en la historia contemporánea del Islam. Esas dos caras de una misma moneda son nuestros enemigos: los intereses de EE.UU. y los gobiernos títeres al servicio de las potencias. Esa es la verdadera coalición que tenemos enfrente. Los conflictos internos que padezca esa sinistra alianza no deben confundirnos. Unos delincuentes han derribado en Bagdad la estatua de Saddam, pero somos nosotros, los musulmanes, los que debemos tirar los ídolos que pueblan las capitales árabes, para hacer caer también la prepotencia yanqui y sionista. Ambos extremos están estrechamente interrelacionados.

 

El mundo moderno ha sido y es diseñado por el imperialismo. Los estados existentes son resultado de maquinaciones en despachos a los que el común de los mortales no tenemos acceso. Las naciones son el fruto de coyunturas. Nuestra lealtad y nuestro entusiasmo no tienen esos orientes. Frente a todo ello está la realidad del Islam cuya fuerza está en ser una conciencia viva y espontánea contra la inhumanidad de los designios y conspiraciones de los prepotentes, los kuffâr. El Islam es la única resistencia verdadera ante la idolatría que se impone al mundo. Llamamos ‘idolatría’ a todo engaño que pretende someter al ser humano.

 

El poder del Islam está en que es una realidad, no una ideología o una tendencia, sino que acompaña a millones de personas que no necesitan que esté estructurado formalmente. Eso es lo que hace irreductible al Islam, y es la garantía de la permanencia de un reducto de esperanza. El Islam del que hablamos no es el de los ‘movimientos islamistas’ (al menos, no es el de todos ellos), ni tampoco el de las mezquitas subordinadas a ministerios de ‘asuntos islámicos’ o en manos de alucinados, ni el de personajes que pretenden medrar a costa del Islam como si fuera una mercancía que ofrecer al mejor postor o con el que chantajear a los que se les resistan; no es el Islam de las negociaciones y las componendas, ni el de las ‘apariencias’, ni el de los moderados ni el de los radicales, ni el de las universidades y academias sean o no ‘islámicas’, ni el de los arabistas, ni el de una gran cantidad de montajes y chanchullos en torno al Islam. Nos referimos al Islam real, al de más de mil quinientos millones de personas que conforman un mundo extraordinariamente rico, diverso y dinámico.

 

Una cosa es importante: el Profeta (s.a.s.) prohibió a los musulmanes luchar bajo ‘una bandera ciega’, es decir, servir a una causa cuyos verdaderos intereses fueran desconocidos. Eso es lo que hacen los marines o los seguidores del Baaz. Por ello, los musulmanes deben conocer cuál es el objetivo que se proponen con su lucha. No debemos servir a regímenes árabes, sino ponernos bajo la bandera de lâ ilâha illâ llâh (por supuesto, no se trata de la bandera de Arabia Saudí, sino la de la lucha, precisamente, contra toda forma de idolatría).