Comercio y rutas comerciales del Islam

 

Desde la antigüedad, la península arábiga estaba fuertemente integrada en la red de comercio mundial como zona de producción del exquisito incienso y como componente de la comunicación marítima entre el mundo mediterráneo y la India. La biografía del profeta también evidencia que creció en un entorno marcado por las relaciones comerciales. Por eso es natural que, con la irradiación del Islam, el comercio se expandiera enormemente y que comerciantes musulmanes encontraran su camino en las remotas zonas del mundo entonces conocido. Una prueba de ello es el gran número de monedas islámicas encontradas durante unas excavaciones en la zona del mar Báltico, así como las cerámicas artísticas y las maravillosas telas de seda halladas en el Extremo Oriente. El deseo de adquirir oro llevó a los comerciantes musulmanes de Marruecos y de la Trípoli Libia a atravesar el Sahara hacia Timbuktu y Gao, y en la costa oriental de África surgieron florecientes ciudades comerciales como Sofala, Kilwa, Zanzíbar, Malindi y Mogadiscio, que abastecían los mercados del mundo islámico no sólo de oro, esclavos y marfil, sino también de exóticas maderas y piedras preciosas.

 

Al califa abasí al-Mansur (754-775) se le atribuye el dicho de que después de la creación de su capital en Bagdad ya no existiría "ningún impedimento más entre nosotros y China". Esto demuestra que el comercio podía estar garantizado por parte de las demandas del Estado, ya que satisfacía sobretodo la necesidad de mercancías de lujo de la casa real y de las clases dirigentes de la sociedad. En la época de esplendor del mundo islámico, el comercio no estaba sometido a ninguna restricción. Las aduanas sólo existían para los comerciantes extranjeros, quienes tenían que abonar la misma cantidad que los impuestos pagados en su patria por los comerciantes musulmanes. Una administración de justicia en cuestiones comerciales basada en principios islámicos y, por lo tanto, idéntica en todo el mundo islámico, creó una seguridad jurídica sin la cual no hubieran surgido numerosas asociaciones de comerciantes que, bien provistos de fondos, financiaban empresas comerciales especialmente arriesgadas. La diferenciada estructura comercial, que distinguía entre sociedades anónimas, sociedades capitalistas y sociedades de bienes, ofrecía a los comerciantes suficientes posibilidades para invertir su capital ventajosamente. Del mismo modo, la temprana especialización dentro de esta clase social permitió que el comercio se desarrollase de forma eficiente. Un avanzado y eficaz sistema de bancos y créditos no sólo presuponía una gran seguridad jurídica, sino que además favorecía el comercio en la medida en que ya no era necesario llevar consigo grandes sumas de dinero en los viajes.

Pero esta situación ideal no iba a poder mantenerse durante mucho tiempo; el fraccionamiento político del mundo islámico y la con­siguiente decadencia económica provocaron que los príncipes intentasen mejorar sus presupuestos mediante la imposición de aduanas e impuestos, o a través de contribuciones más o menos obligatorias para los acaudalados comerciantes. Pero también bajo estas condiciones poco favorables, el comercio siguió siendo un negocio lucrativo. Debido a esto, los comerciantes de la sociedad islámica gozaban de una gran reputación, y su riqueza, su espíritu de empresa y su manera de vivir nos han llegado reflejados y adornados noveléscamente con sucesos maravillosos a través de diferentes fuentes, como las conocidas historias de Simbad el marino o los relatos a menudo ilus­trados de Maqamat, del escritor Hariri.

 

Durante la época de esplendor del califato, Bagdad constituyó el centro político y económico del imperio. Aquí convergían, pasando por la ciudad portuaria de Basora, las rutas marinas que conducían hasta China y Corea con las mercancías de la India y del archipiélago del sureste asiático. También las ciudades comerciales de las costas africanas orientales y de la península arábiga estaban incluidas en esta red de rutas marinas. La "ruta de la seda'; compuesta por varias rutas que pasaban por Asia central, establecía una conexión terrestre con el Lejano Oriente. El comercio con los Rus llevó a los comerciantes musulmanes hasta el Báltico y hasta la Europa Centro-oriental. Una ruta comercial, que desde Mesopotamia cruzaba el desierto sirio, unía finalmente Bagdad con la zona mediterránea.

 

A través del mar Rojo llegaban mercancías hasta Egipto, donde las ciudades de Fustat, El Cairo y Alejandría, junto con los centros comerciales de Alepo y las ciudades costeras sirias, se convirtieron en los emporios de mercancías más importantes del mundo mediterráneo. Aquí atracaban los barcos de las repúblicas marítimas italianas de Venecia y Génova que volvían a sus puertos natales cargados con las mercancías de lujo del Oriente, tan apreciadas en Europa. Las ciudades marítimas italianas consiguieron así una fortuna que después les permitió convertirse en potencias dentro de la política europea.

 

Al contrario que los chinos, cuyos juncos raramente penetraban hasta Arabia, los comerciantes musulmanes se habían expandido con una red de factorías por "los siete mares" que habían de atravesar para llegar hasta China y el archipiélago indonesio. Junto al oro y la plata, que eran prácticamente aceptados en todas partes como modo de pago, los barcos musulmanes llevaban consigo ante todo hierro y aceros nobles, además de otros productos metálicos, alfombras y tejidos lujosos como mercancías de comercio. Después volvían a Occidente cargados con piedras preciosas, ébano y una gran cantidad de maderas nobles, aparte de especias, marfil y añil, así como telas de seda y productos de cerámica del Lejano Oriente. Una parte de las mercancías, entre las cuales también se encontraban plomo de la India y papel de China, fueron traídas a Basora a través del golfo Pérsico. Una segunda ruta principal de comercio transcurría a lo largo de la costa sur de Arabia a través de Mascate y Adén, hasta donde eran traídas las mercancías de África oriental.

 

A través del mar Rojo, el flujo de mercancías llegaba hasta Egipto, que actuaba de emporio para el comercio con Europa y abastecía a toda la zona norteafricana con productos de importación.

 

El viaje por tierra hacia China conducía sobre varias rutas a través de las estepas y desiertos del Asia central. En Nishapur, las caravanas tenían la oportunidad de marchar pasando por Bujará, Samarcanda y Tashkent hacia Kashgar o de alcanzar la floreciente ciudad oasis del Turkestán oriental a través de un camino situado más al sur, que pasaba por Herat y Balj. De Kashgar hasta Dunhueng, "la Puerta de China'; situada en el desierto de Gobi, se llegaba a través de la ruta del norte pasando por Kutcha o pasando por Jotan, situada más al sur. Dentro de China había una importante ruta que conducía a Pekín (Janbalik).

 

Siguiendo una ruta comercial orientada al norte y noroeste se trajeron a Bagdad pieles, esclavos, ámbar, corazas de pecho y espadas de manufacturas centroeuropeas. Esta ruta comercial transcurría por Itil, capital del reino Khazarí, situada en la orilla norte del mar Caspio y que conducía -la mayoría de las veces siguiendo los grandes sistemas de los cursos fluviales de Rusia- hasta el Báltico, estableciendo además una conexión con el centro de Europa Oriental.

 

Los árabes y el resto de los pueblos del mundo islámico podían mantener estas relaciones comerciales internacionales gracias a su superioridad frente al Occidente cristiano, por lo que Oriente pudo disponer durante varios siglos sobre el flujo de mercancías hacia Europa. Tan sólo cuando los portugueses alcanzaron el Cabo de Buena Esperanza y poco después Vasco de Gama llegó por primera vez a la India, se produjo un cambio. Éste empezó con la destrucción de las ciudades comerciales musulmanas de la costa oriental africana por los europeos, continuó con la construcción de imperios comerciales fortificados en Omán e India y acabó finalmente con la expulsión de los musulmanes del provechoso comercio internacional con objetos de lujo y especias. El espacio del sur asiático se convirtió en el escenario de las rivalidades de las potencias europeas (portugueses, holandeses, británicos y franceses), a quienes ya no les importaba tan sólo el monopolio comercial y reclamaron finalmente este territorio como posesión colonial.

Debido a la enorme dimensión que alcanzó el comercio internacional islámico, se suele olvidar la importancia de su comercio interior, que del mismo modo cubría grandes distancias. Esto era de especial importancia para el viaje anual de peregrinación; muchos creyentes que querían cumplir con su deber islámico pero carecían de los medios, financiaban los gastos de su viaje vendiendo los productos más apreciados de su tierra. Del mismo modo, los comerciantes se unían a las caravanas de peregrinos, procedentes de todos los puntos del mundo islámico, para vender sus mercancías en Hiÿaç o cambiarlas por otras. Desde los tiempos preislámicos hasta su pasado más reciente, La Meca se ha mantenido como un importante centro religioso y comercial, en el que se podían encontrar mercancías traídas desde diferentes lugares del mundo islámico.

El intercambio comercial se vio impulsado por la construcción de paradas fijas para caravanas en las rutas y ciudades más importantes, como por ejemplo El Cairo. Estos puntos se encontraban a unos 30 kilómetros entre sí (un día de distancia), y eran creados y mantenidos como fundaciones religiosas por el Estado o por particulares. Aquí se ofrecía a los que se hospedaban espacio suficiente para que los animales pudieran descansar, y protección frente a las inclemencias climatológicas y los ladrones. De estas construcciones impresionantes nos han quedado ejemplos en Anatolia, donde los caravasares selyúcidas se cuentan entre los más notables testimonios del arte islámico.

 

En las ciudades, el comercio y la manufactura se concentraron en un barrio separado de la zona residencial, mientras que el barrio del bazar se situaba normalmente en los alrededores de la mezquita más importante, que solía ser también la más antigua, y constituía el centro económico de la ciudad. Aquí se encontraban las calles comerciales techadas, en las que se vendían tanto los productos locales como las mercancías importadas. Los comercios estaban estrictamente separados por oficios o por tipos de mercancías, de tal manera que el cliente tenía la posibilidad de comparar precios y de comprobar las diferencias de calidad. Además, el vigilante del mercado (muhtasib), que tenía atribuidas amplias competencias, tenía la misión de impedir el fraude, como por ejemplo la utilización de medidas y pesos falsos. Dentro de este barrio había edificios destinados al comercio al por mayor y en los que los comerciantes extranjeros podían almacenar y vender sus mercancías. En sus patios interiores (jan, wakala, funduq), que eran accesibles desde la calle a través de una gran puerta, había establos para los animales de carga, almacenes, locales comerciales y salas de estar para los comerciantes.

 

Las entradas al barrio del bazar se cerraban por la noche al acabar la jornada y para los locales con mercancías especialmente caras se tomaban precauciones adicionales para evitar robos y saqueos.

 

El sistema de comercio, que se había formado en el Oriente bajo la soberanía musulmana, constituía con su eficiencia un elemento esencial de la cultura islámica.