LA PROFECÍA DE MUHAMMAD

           Desde que hay hombres, Allah les habla. Les invita a reconocer que Él existe y que Él es Único, que Él es el Creador de todas las cosas, que ellos vivirán una segunda vida que será, según el caso, perpetuamente feliz o desgraciada, que su destino dependerá de que hayan o no observado la Ley que Él les impone. Pero Allah no comunica esa Palabra directamente. La revela a ciertos hombres, y éstos se encargan de trasmitirla a los demás. Esos hombres son los ‘enviados’ (rúsul) al resto de la humanidad. El primero de ellos fue Adán; después vinieron Noé, Abraham, Moisés y Jesús, citados entre los más destacables. El último fue Muhammad, también él ‘enviado de Allah a la gente’ (rasûl Allah ilà n-nâs), portador de la última revelación, el Corán.

 

 

         El envío de profetas como puro favor a los hombres

 

         Para un mu‘tazilí, el envío de los profetas forma parte de esas “gracias” que Allah -como consecuencia de su absoluta justicia- está obligado a dispensar a la humanidad. Por su parte, los miembros de la rama ŷubbâi del mu‘tazilismo dicen que nada obliga a Allah a imponer a los hombres una Ley; pero desde el momento en que lo hace, se crea a sí mismo la obligación de proporcionarles todos los medios para seguirla, y, principalmente, hacérsela conocer, lo que implica el envío de un “Enviado”. Para el Imâm al-Ash‘ari, el envío de los profetas es también una “gracia”; pero conocemos el sentido que él daba a este término. La palabra “gracia” (lutf) conserva en él el sentido original, el de “favor puro” (tafaddul) que Allah puede conceder o negar a su libre arbitrio, sin que haya en el caso de que lo niegue ninguna injusticia. Para el Imâm al-Ash‘ari, en consecuencia, Allah no está obligado a enviar profetas por la razón general de que no está sujeto a ninguna obligación. Pero también por otra razón más específica: no se debe excluir que Allah tiene la facultad de hacer comprender a los hombres directamente lo que quiera hacerles saber, sin pasar por el intermediario de los profetas. Enviar profetas, no enviarlos, utilizar otro medio, todo ello es posible, y la elección corresponde en exclusiva a Allah.

 

         Allah envía esos profetas a todos los hombres sin excepción. Algunos mu‘tazilíes tenían por inconcebible que Allah enviara profetas a gentes de los que sabe en toda la eternidad que no los aceptarán ni obedecerán la orden que les comunican; veían en ello un “acto vano” y, en tanto que tal, “malo”. Al-Ash‘ari responde que admitir eso no es más absurdo que admitir -lo cual hacen los mu‘tazilíes- que Allah ha creado a esas mismas gentes sabiendo parejamente que serán infieles y desobedientes. Añade que, si es posible que Allah dé órdenes a tales gentes por la vía de la razón (a lo que los mu‘tazilíes llaman taklîf ‘aqlí, y son los imperativos morales naturales), sabiendo que no los obedecerán, también es posible que se las dé, en las mismas condiciones en el intermedio de sus enviados.

 

         El envío de profetas (irsâl ar-rúsul), dice aún al-Ash‘ari, siempre tiene una utilidad, sean quienes sean los receptores. Para aquellos de los que Allah sabe que le obedecerán, es un acto salvífico. En cuanto a aquellos de los que sabe que no obedecerán, Allah quiere con ello confirmarlos en su descreimiento y su orgullo. Los profetas sólo están para anunciar a los que Allah ama que les ama y que les brindará su favor, y a los que detesta que les detesta y que les hará sufrir su Justicia. Esta forma de legitimar la profecía tiene su explicación en las enseñanzas de al-Ash‘ari sobre la predestinación.

 

         Al igual que Allah no está obligado a enviar profetas, igualmente no está obligado en cuanto a las modalidades de ese envío. Aunque lo haya hecho, nada le obliga a enviar varios profetas uno después de otros (tal como afirman los mu‘tazilíes, deseosos de justificar cada acto de Allah); podría perfectamente haberse contentado con enviar uno sólo. Es paralelamente concebible que Allah envíe a cada pueblo un profeta que le sea propio, o que envíe un mismo profeta al conjunto de las naciones humanas.

 

 

         Diferencia entre nabí y rasûl

 

         Los términos usados en árabe para profeta son dos: nabí (en plural nabiyîn o anbiyâ) y rasûl ( en plural rúsul). Para al-Ash‘ari, rasûl es un equivalente de múrsal, enviado (en plural mursalîn). En cuanto a nabí, al-Ash‘ari propone las dos explicaciones tradicionales: o bien la palabra deriva de nába, que significa noticia, información (nába es sinónimo de jábar), en cuyo caso el nabí es llamado así porque “informa” acerca de Allah de un modo determinado; o bien la palabra viene de nabwa, sinónimo de rif‘a, elevación, en cuyo caso el nabí debe su nombre a que ocupa un rango elevado.

 

         Por otra parte, al-Ash‘arî admite la distinción que los exegetas del Corán ya hacían entre los dos términos. Rasûl se dice de aquel al que Allah ha enviado a sus criaturas para comunicarles un mensaje (risâla): las prácticas espirituales que les impone, la recompensa que les promete, el castigo con el que le amenaza; los hombres deben obediencia a ese “Enviado”. Por otra parte, Nabí es simplemente un personaje al que distinguen ciertos hechos milagrosos que lo colocan por encima de los demás hombres. Es por lo que, según al-Ash‘ari, “todo rasûl ha sido nabí, mientras que no todo nabí ha sido rasûl”. Al-Ash‘ari no fue el primero en pensar así, pero hay que tener en cuenta que ese punto de vista no fue admitido por todos los mutakallimîn: los mu‘tazilíes en especial rechazan expresamente tal distinción y consideran que nabí y rasûl son puros y simples sinónimos. Algunos sucesores de al-Ash‘ari parecen haber pensado de igual manera (Bâqillânî, Ŷuwaynî, Abû Ya‘là), pues emplean los dos términos indiferentemente. Al-Ash‘ari estimaba ver la confirmación de su tesis, de una forma inesperada, en la relación que establecía entre un versículo coránico en el que Allah dice : “Hemos enviado antes de ti a hombres (es decir, varones)” y un hadiz en el que se dice que entre las mujeres hubo cuatro nabíât (Eva; la madre de Moisés, Asia la mujer de Faraón; y María). Estos dos textos, según al-Ash‘ari, no pueden ser conciliados más que distinguiendo entre nabí y rasûl.

 

 

         Las cualidades propias de un profeta

 

         Un profeta es un hombre como el resto de los hombres (Corán, 17/93, 18/110, 41/6), y pudo haber sido cualquiera. Al-Ash‘ari exige que cumpla las siguientes condiciones: ser varón (en el caso del rasûl), libre y que no tenga menguadas las facultades del oído y la visión. Según al-Ash‘ari, esas condiciones son indispensables para que lleve a buen puerto su misión, que es la de comunicar una Ley y gobernar una comunidad. Pero por encima de esas condiciones, un profeta debe ser más perfecto (ákmal) que todos aquellos a los que es enviado, tanto en inteligencia y ciencia como en virtud, castidad, audacia, generosidad y ascetismo. Allah ha elegido a sus profetas entre los mejores, tal como dice el Corán (44/32).

         Un profeta no es solamente superior intrínsecamente a los otros hombres. Puesto que Allah lo ha elegido, por ello ocupa junto a Él el rango más eminente, por encima incluso que el de los ángeles. En el debate que oponía ritualmente a los mutakallimîn en cuanto a saber si los ángeles son superiores a los profetas o a la inversa, al-Ash‘ari opta por la segunda solución, como la casi totalidad de las Gentes del Hadiz, mientras que los mu‘tazilíes, por su parte, elegían la segunda.

 

         Esa superioridad del profeta sobre los demás hombres es, sin embargo, de carácter estrictamente personal, y no está ligada a ningún linaje. La profecía no se hereda; un profeta puede haber sido hijo de un infiel, y puede tener por hijo un infiel, de todo lo cual hay ejemplos en los relatos que cuenta el Corán.

 

         Por otra parte (y en esto, a primera vista, parece haber una incoherencia), cuales quiera que sean los méritos del elegido, la investidura profética no debe ser jamás entendida como una recompensa a esos méritos. Al-Ash‘ari enseña que la profecía “no es retribución por un acto ni recompensa por una obediencia. Es un favor que Allah reserva espontáneamente para tal o tal, y Él podría, si quisiera, acordarlo a un individuo en el momento mismo en que alcanzara la mayoría de edad sin que hubiera tenido tiempo (por tanto) para cumplir el menor acto conciente de obediencia”. La profecía es “puro favor espontáneo”, que Él concede a quien quiere. En favor de ello, al-Ash‘ari invoca el versículo del Corán en el que se dice: “Él da la sabiduría a quien quiere” (2/269), siendo sabiduría (hikma), aquí, un equivalente, según la interpretación de Ibn Mas‘ûd, de nubuwwa y risâla (profecía). Con ello, al-Ash‘ari permanece fiel a su principio según el cual una criatura no merece por sí ninguna recompensa, y toda bondad de la que pudiera disfrutar proveniente de Allah es estrictamente gratuita. Al mismo respecto, los mu‘tazilíes sostenían puntos de vista enfrentados entre sí. Algunos, como ‘Abbâd ibn Sulaymân, consideraban que la profecía es necesariamente “recompensa por una acción”. Otros, como Ŷubbâi, admitían que pudiera ser un “favor espontáneo”.

 

         Una cuestión conexa -pero, en realidad, la más abundantemente debatida- es la de saber si un profeta es susceptible de pecar. La posición ŷubbâî a partir de Abû Hâshim es que incluso antes de su misión un profeta no puede cometer faltas graves (kabâir), si bien sí puede cometer faltas ligeras (sagâir), a excepción, no obstante, de las susceptibles de suscitar la aversión de aquellos a los que es enviado haciendo así ineficaz su predicación. Ŷubbâi mismo excluía radicalmente toda posibilidad de falta intencional, incluso ligera, una vez que el profeta es investido de su misión; en revancha, admitía que, con anterioridad a ella, ese mismo profeta ha podido ser culpable de faltas graves (esta posición es atribuida igualmente a Abû l-Hudzail). En cuanto a los hanbalíes y otras gentes del hadiz (a los que algunos autores llaman hashwiyya) no veían inconveniente en admitir para los profetas la posibilidad de faltas graves, incluso durante el tiempo de su misión, tal como atesta el Corán: son los casos de Adán, José, David, Moisés, etc. La posición de al-Ash‘ari sobre esta cuestión es, en lo esencial, la de Ŷubbâi: Con anterioridad a su misión (qabla n-nubuwwa), los profetas son pecables, y susceptibles incluso de cometer faltas graves; una vez devenidos profetas (ba‘da n-nubuwwa), se benefician, como los ángeles, de esa gracia permanente que es la impecabilidad (‘isma). Si Adán pecó efectivamente, como dice el Corán: “Adán desobedeció a su Señor y estuvo en el error” (20/121), lo hizo antes de ser profeta; efectivamente, Allah lo invistió con la profecía una vez  fuera del Jardín del Edén. Lo mismo debe decirse acerca de la mentira de Abraham, el deseo de José, la falta de David, o de Muhammad mismo (47/19): todas esas faltas fueron cometidas antes que sus autores hubiesen accedido al rango de “Enviados”.

 

 

         El milagro, prueba de la profecía

 

         Un punto evidentemente capital es el de saber qué signos permiten reconocer a un profeta como tal, cuáles son las pruebas de su “veracidad”. Se ha dicho que al-Ash‘ari consideraba que la autenticidad de un profeta puede sernos conocida de cuatro modos: o bien Allah que se manifiesten en él milagros (mu‘ŷiçât) que vengan a confirmar sus dichos; o bien su cualidad de profeta es atestada por algún otro personaje cuya veracidad haya sido también probada por milagros; o bien aquellos a los que ha sido enviado lo reconocen como profeta por “ciencia obligada en ellos”; o bien, finalmente, los profetas anteriores han anunciado su venida, y lo han descrito muy exactamente y lo han nombrado. De hecho, estos diversos modos de identificación  no pueden ser puestos en el mismo plano. Que un profeta pueda ser conocido intuitivamente como tal no parece haber sido la hipótesis esencial dentro de la escuela ash‘ari, y nadie entre sus autores más eminentes ha sostenido tal punto de vista. En cuanto a su anuncio por profetas anteriores, es un argumento ciertamente utilizado, en particular en favor de Muhammad. Pero la prueba decisiva es el milagro (mú‘ŷiça), el cual da fe de la cualidad de profeta de aquél a través del cual se produce.

 

         ¿Qué es un milagro? En principio, es un hecho contrario a la norma, al orden habitual de las cosas, a la “costumbre” (‘âda) ordinariamente observada por Allah. Una definición ash‘arí de milagro es la siguiente: “acontecimiento que se produce en contradicción con la costumbre anterior”. Pero esto no es suficiente. Un milagro tiene como única finalidad probar que un profeta dice la verdad al afirmar tal cosa; por tanto, debe producirse en el momento en que éste reivindica expresamente su cualidad de Enviado de Allah. Tiene que estar precedido de un desafío (tahaddî) lanzado por el profeta a aquellos a los que ha sido enviado, y que proponga como desafío la producción de un acto semejante.

 

         El milagro es llamado mu‘ŷiç, que, como observa al-Ash‘ari, significa “aquel que produce impotencia”, al igual que muqdir significa “aquel que produce potencia”, muhaquel que produce vida”, mumîtaquel que produce muerte”, etc. Dicho de otro modo, en sentido propio, mu‘ŷiç sólo es aplicable a Allah. Pero el uso ha querido que se llame mu‘ŷiç no sólo a un agente, sino a un acto, para significar que el que es desafiado a producir uno semejante se encuentra a sí mismo impotente ante ello. Después, por una extensión de sentido aún más audaz, se ha designado con ese término un acto por el que aquellos a los que se dirige el desafío no son sólo impotentes de responder a él reproduciendo uno semejante, sino que para ellos es, simplemente y en todas las circunstancias, imposible. Para al-Ash‘ari el término impotencia se aplica cuando existe la capacidad pero algo impide su realización. En el rigor de los términos, en consecuencia, no se puede decir que el ser humano es impotente para producir la vida o la muerte, devolver el oído a un sordo o la vista a un ciego, por que son cosas para las que en ningún caso existe la capacidad en el ser humano. Si empleamos el término mu‘ŷiç es por analogía con el caso o, al contrario, se trata de actos sobre los que el hombre tiene potencia en cuanto a su género.

 

         De ello resulta que, por el contrario, para reconocer un milagro hay que saber primero qué son la potencia y la impotencia, lo que resulta de la potencia humano y lo que no. A continuación hay que saber -puesto que el milagro es definido como contrario al curso habitual de las cosas- “lo que viene al ser como acto de Allah habitualmente o excepcionalmente; lo que se produce habitualmente en ciertos momentos, excepcionalmente en otros;... lo que es habitual en tal país, en tal época, en tal lugar, y lo que no lo es”. Es en estas condiciones -y el punto es de extrema importancia- donde se podrá distinguir lo que es un milagro auténtico de lo que es simplemente sugestión (sha‘wadza), ilusionismo (majraqa), prestidigitación (jiffat al-yad), truco (hîla), etc.  Un truco de mano se aprende, se puede descubrir el procedimiento, reproducirlo a voluntad; por su parte, el milagro es incomprensible incluso para el que lo produce, el cual, cualesquiera que sean sus esfuerzos, no podría renovarlo por sí mismo.

 

         El milagro tiene por finalidad atestar la veracidad (sidq) de aquél a través del cual se produce, siendo la prueba de que es un profeta auténtico. De ello se concluye que los milagros se manifiestan únicamente en provecho de los profetas verdaderos, y no de los impostores. No obstante, los profetas no son los únicos a través de los cuales Allah produce fenómenos contrarios a la norma. Al-Ash‘ari admite tal posibilidad en favor de los “santos” (awliyâ)  -el término suele designar a los maestros sufíes-, atestando así la autenticidad de sus “estados” (ahwâl) y de sus “estaciones” (maqâmât). Simplemente, no se hablará aquí de mu‘ŷiça, sino de karâma -que, convencionalmente, se traduce como prodigio, en oposición a milagro stricto sensu. La denominación no es la única diferencia: el milagro es público y el profeta lo muestra ostensiblemente, desafiando a la gente a hacer algo parecido, reivindicando en todo ello su condición de profeta; el “santo” no reivindica nada, esconde su prodigio y consideraría una falta exhibirlo.

 

         Hay diversas categorías de milagros. Al-Ash‘ari considera que un milagro puede producirse como resultado de que aquel a través del cual se manifiesta disponga de una cantidad de potencias superior a la normal en un ser de su talla y de su conformación, o, al contrario, resulte del hecho de que falten en él las potencias de las que debería disponer normalmente; y, aún más, y paralelamente, que resulte del hecho de un aumento anormal de su ciencia, o, al contrario, de una falta anormal de ciencia. Una cantidad de potencias superior a la normal es, por ejemplo, lo que permite a un profeta hacer que se desplacen montañas. Un aumento anormal de ciencia es, por ejemplo, lo que permite a un hombre sin instrucción, como era el caso de Muhammad, comunicar el Corán. En cuanto al milagro resultante de la ausencia de potencias habituales, hay que entender por ello el hecho de que Allah haga al profeta incapaz de cumplir un acto para el que tiene potencia (como la mudez temporal de Zacarías, 3/41; 19/10).

 

 

         Los milagros de Muhammad

 

         En consecuencia, también en el caso de Muhammad, la autenticidad de su profecía es probada por sus milagros. Estos son de dos tipos: por una parte, el Corán, y por otra, todos los milagros de diversa naturaleza que la tradición cuenta.

 

         Lo milagroso en el Corán no es el Corán en sí mismo en tanto que palabra de Allah, sino la lectura (qirâa) que hace Muhammad, es decir, la manera en que él ha expresado esa palabra (en virtud de la distinción entre la palabra propiamente dicha, que es una entidad informulada, y los sonidos que la manifiestan). La palabra de Allah es eterna, y lo que es eterno no es un milagro (no es un suceso). Pero la lectura que se hace de esa palabra -que es otra cosa aparte de ella, distinta de lo leído (gayr al-maqrû), y que consiste en ciertas letras puestas en un cierto orden (hurûf majsûsa ‘alà nazm majsûs)-, se convierte en suceso advenido. Como todo acto humano voluntario, según al-Ash‘ari, la lectura del Corán es creación de Allah y “adquisición” del hombre.

 

         Las razones por las cuales el Corán debe ser considerado un milagro son las siguientes. El Corán es un milagro, primero, a causa de la perfección inigualable de su estilo, de su elocuencia (fasâha), de la feliz combinación y engarce de letras de las que está hecho. Pero también es un milagro por la justeza de sus ideas. También lo es porque en él se encuentra la información sobre las cosas ocultas (guyûb), las cuales pueden ser de dos tipos: o bien se trata de relatos antiguos, que el Profeta pasa a conocer sin haber sido informado antes, ya que no sabía leer ni escribir ni había frecuentado a los historiadores; o bien se trata de acontecimientos futuros que el Corán ha anunciado y que después se produjeron tal como los anunció.

 

         Naturalmente, el Corán ha sido un milagro sólo en la boca de Muhammad, porque nadie antes de él jamás ha pronunciado tales palabras; dicho de otro modo, fue un milagro cuando fue leído por primera vez, no cuando a continuación ha sido repetido. pero ello no impide que incluso repetido -retomando las cosas desde otro punto de vista- el Corán no deja de ser un milagro, como resultado de su diferencia respecto a toda otra palabra: cuanto más se le escucha, más se aprecia su dulzor y más significaciones son reveladas.

         Una cuestión que suele aparecer en los libros que tratan estos temas es la de saber a partir de qué cantidad de letras o palabras el Corán debe ser considerado un milagro. El punto de vista de al-Ash‘ari es que cada una de las suras, en tanto que tales, es un milagro, incluso reducida a la dimensión de la más corta (la sura 108, al-Káwzar). Como consecuencia, todo versículo coránico, ene l momento en que alcanza la dimensión de la más corta de las suras, debe ser considerado paralelamente un milagro. Por debajo de esa cantidad, por el contrario, no se puede hablar de I‘ŷâç.

 

         De todas las escrituras reveladas, únicamente el Corán tiene ese carácter de milagro. Ni Moisés ni Jesús, ni ningún otro profeta, han reivindicado su profecía de la manera en que lo hizo Muhammad basándola en la elocuencia única y el poder de su mensaje.

 

         En cuanto a los demás milagros de Muhammad, son todos aquellos que la tradición relata y que, según al-Ash‘ari, deben ser tenidos obligatoriamente como auténticos, pues ningún musulmán jamás los ha negado, habiendo existido, por tanto, un consenso que garantiza su autenticidad. Existen varias listas de esos milagros: el Profeta sació a una gran cantidad de gente con un poco de comida; de sus dedos fluyó agua, en tal cantidad que el grupo que lo acompañaba pudo satisfacer su sed y realizar las abluciones; la historia del lobo que habló; la luna partida en dos; la historia del árbol que, llamado por el Profeta, fue hacia él, y después volvió a su sitio; el lamento del tronco de palmera cuando el Profeta dejó de utilizarlo como almimbar; los guijarros que, en sus manos, proclamaban la alabanza de Allah; etc.

 

         La profecía de Muhammad no es probada sólo por esos milagros. Fue anunciada también por los profetas que le precedieron. Los profetas anteriores anunciaron su venida, dijeron en qué lugar y en qué tiempo aparecería, y dieron de él una descripción precisa.

 

         Es así, someramente, como es establecida la autenticidad de la profecía de Muhammad, Pero para un musulmán, Muhammad es más que un Enviado entre los demás: es el último de ellos y el mejor, “el más elevado en mérito en todas las variedades posibles de méritos”. Los “privilegios” (jasâis) de los que disfrutaron sus predecesores, pero de manera dispersa, él los ha reunido en su persona: ha sido el Amigo de Allah como Abraham, Allah le ha hablado sin intermediario como a Moisés,... Y sólo él ha visto a Allah en vida. Él será el primero ante quien la tierra se abra el Día de la Resurrección, y, finalmente, le será dado un poder de intercesión (shafâ‘a) del que los miembros de su Nación podrán beneficiarse.