EXPERIMENTAR LO INEFABLE

 

 

        Hay niveles de la experiencia humana difíciles de comunicar con palabras, sería más apropiada su representación con símbolos; su expresión verbal resulta vacía, insuficiente, peyorativa, en fin intransmisible. Son situaciones, momentos, experiencias, que hay que vivirlas para comprenderlas, para hacerse siquiera una ligera idea de que realmente existen; para aquellos que no las han vivido, no forman parte de su realidad, por lo tanto para ellos no existen, es inútil hablarles de ellas, nunca las reconocerán hasta que no las experimenten, ni que sea una sola vez. Otros se las imaginan, fantasean con ellas, creen conocerlas por haber leído o haber oído hablar sobre ellas; pero lo cierto es que las desconocen, creen en ellas como quien cree en los milagros sin haber visto ninguno.

 

        Cuando uno ha tenido alguna de esas experiencias inefables, su alma lo recuerda de forma indeleble, porque dejan una huella distintiva, que no se puede equiparar a ningún otro tipo de vivencia. No cabe especulación sobre ellas, la evidencia vivida se impone por encima de cualquier asomo de duda.

 

        Teóricamente a esa dimensión de la experiencia humana puede accederse en cualquier sitio y en cualquier momento, aunque siempre se requieren unas condiciones especiales, que no se suelen dar en cualquier lugar. Hay lugares más idóneos para facilitar el acceso a ese nivel de la experiencia; son lugares “tocados” por la energía divina (baraka), que permiten trascender las habituales iniquidades del ser humano. Son lugares donde el ego (nafs) se encuentra incómodo, que requieren un esfuerzo (yihad) y una intención (nya) muy diáfanos y decididos para emprender el viaje.

 

        Uno de esos lugares “sagrados”, que conozco por experiencia propia, es la zawiya de Mulay Bashir, cerca de Fez (Marruecos).

 

Mi ego se rebela ante las penalidades del desplazamiento, pero la compensación que logra mi ser difumina todos los inconvenientes, llegando a convertirse en una necesidad para mi espíritu, que quiere repetir periódicamente la experiencia.

 

Mulay Bashir siempre suele decir “llegasteis con el bien y os iréis con el bien”, que entre otras cosas puedo interpretar como que “cada uno encuentra y se lleva aquello que vino a buscar”.

 

        La comunicación con Mulay Bashir es de lo más inefable: os imagináis a un occidental de formación académica y racional compartiendo totalmente la cotidianeidad con alguien al que no entiende, al hablar en árabe marroquí (dariya), con quien no puede establecer un diálogo inteligible, prácticamente sin poder compartir ni una palabra. Pues ese soy yo y mi experiencia, que se llena a pesar de todo, de miradas fugaces, de observaciones ejemplares, de saludos, de compartirlo todo (la comida, el espacio, el tiempo, el salat, el dzikr, la sama’, el día y la noche, el hacer y el no hacer…).

 

        Cuando se trata de alimentar el espíritu las palabras son vanas, los hechos lo son todo; cada gesto, cada indicio, cada movimiento, cada acto, son una lección a observar, a aprender, una cortesía (adab) para el corazón.

 

        Al igual que necesitamos alimentar nuestro cuerpo regularmente (diariamente), también nuestro espíritu precisa de su alimento correspondiente; ese alimento lo podemos encontrar en sitios especiales, donde todavía habitan seres singulares. Mulay Bashir es uno de esos seres.

 

        Lo sorprendente es que para alimentar el espíritu huelguen las palabras, no haga falta entender nada, no sea necesaria la conversación habitual; sea suficiente la compañía, el compartir actividades trascendentes (es decir, sin buscar el beneficio propio), estar juntos, orar juntos, incluso hacerlo en un idioma (el árabe clásico, fuqsa) ininteligible para quien lo hace. Lo único que se hace imprescindible es que todo ese movimiento se haga con una intención (nya) determinada: por Allah (fi sibili’llah), y con una finalidad: para el más allá (al ‘Ajira).

 

        Es por eso que cuando regresamos a nuestros hogares, después de acumular estas vivencias en la zawiya con Mulay Bashir y sus fuqara’, ya estemos pensando y programando el siguiente viaje, porque sabemos con certeza que la despensa espiritual se consume rápido en el roce diario con el mundo profano (al Dunya), y deberemos volver de nuevo a la fuente que apacigua nuestra sed de conocimiento, de un conocimiento que no figura en los libros, sencillamente porque no puede transmitirse con palabras, un conocimiento experiencial, un saboreo para el cual hay que ejercitar todos los sentidos, que sólo existe mientras se vive, pero una vez vivido cuesta olvidarlo.

 

        Un último aviso para navegantes: si queréis experimentar lo indecible no dejéis de visitar uno de los últimos reductos de la auténtica espiritualidad humana, la zawiya Alawiya de Mulay Bashir.