¡Oh,
Polo Supremo!
Di
de Mi parte a los que amas y a tus compañeros:
“Quien
quiera estar conmigo, que se sumerja en la pobreza,
y
después que sea pobre en la pobreza,
y,
después, que sea aún más pobre
renunciando a la pobreza”.
Y
cuando sea perfecta su pobreza,
no
le quedará más que Yo.
La pobreza -ya lo hemos visto en artículos anteriores (véase El
rango del Amor)- consiste en darnos cuenta que no poseemos
nada realmente, que todo pertenece a Allah y que de Él dependemos en todo
momento, a cada instante. Esa pobreza
(Faqr) implica un gesto radical de renuncia a todo, que sólo es auténtico
cuando lo realiza el corazón. Se trata de una ruptura en la esencia del ser que
nos devuelve íntegramente a Allah, a la Verdad que nos hace ser y nos moldea.
Esa pobreza,
que no es vulgar renuncia ni ascetismo, sino conciencia profunda de la realidad,
es la clave con la que queda trasformado el mundo. Es ayuno
en el que el musulmán se abstiene de todo lo que alimenta al egoísmo. Ante esa
pobreza caen todos los dioses, y el
hombre queda liberado de su mentira y se agiganta en su Señor, en la Inmensidad
en la que existe.
La pobreza -que es reconocer la esencia de la
condición humana- es la clave del Islam, que es Dîn
al-Faqr, la Senda de la Pobreza,
en el sentido estricto que hemos mencionado. No implica, como hemos dicho, al
menos necesariamente, la teatralidad de un desapego superficial y que se limita
a formalismos ascéticos, sino que es una forma de percibir y situarse en la
existencia enraizada en una modestia que comunica al hombre con su Verdad.
Esa pobreza tiene un camino, un modo de ser
realizada, al cabo de la cual el ser humano alcanza la intimidad
con Allah, la plenitud de su propia existencia, conquistando el grado que le
corresponde en el universo, el califato
(Jilâfa), que significa singularidad
y soberanía.
El musulmán se propone dos cosas: conocer a Allah y agradar a Allah. Ambas intenciones exigen una misma cosa, la radical trasformación del musulmán. Sólo conoce a Allah quien se purifica, y sólo agrada a Allah quien se purifica. El Islam, la rendición a Allah, es purificación, y, por tanto, un doble acto de conocimiento y de devoción.
El conocimiento de Allah es trasformador porque
alcanzar su fondo impone concentrar de tal modo la atención en la meta que se
persigue y ensanchar tanto el corazón que necesariamente el buscador queda
metamorfoseado en algo inmenso. Su concentración en la Inmensidad de su Señor
lo aparta del mundo (el duniâ, es decir, el universo de la superficialidad y los ídolos) y
lo orienta hacia la Pura Unidad, y en ello hay una purificación que es la que
comunica al hombre con su Dueño Verdadero, teniendo lugar el deleite en Allah,
en el agrado de la Verdad.
Para todos estos procesos hacen falta soportes, y
esos soportes son los Nombres de Allah,
a cuya cabeza está el mismo Nombre Allah.
Los Nombres de Allah son polos para la reflexión trasformadora. Quien se
consagra a su estudio es invitado a asumirlos, a participar en ellos. Ante los
Nombres de Allah hay dos actitudes, el Ta‘álluq
y el Tajálluq, la adhesión
y la asunción.
El
Ta‘álluq, la adhesión,
consiste en aprovechar lo que enseñan, es decir, adoptar ante Allah lo que el
Nombre exige; así, ante el Rahmân,
el Misericordioso, exponerse a su
Misericordia no desesperando jamás; ante el Málik, el Rey,
doblegarse; ante el Wâhid, el
Uno, no aceptar ningún otro señor;
ante el ‘Açîç, el Poderoso,
plegarse a Él y no decidir por cuenta propia; etc. Esto es el Ta‘álluq,
la adhesión a Allah, la sumisión a
lo que significan sus Nombres.
Por
su parte, el Tajálluq, la asunción, significa tomar esos Nombres como modelos participando en
lo que significan, porque esos Nombres son verdaderos y lo que no es ellos es
falsedad. Para hacerse verdadero, el ser humano sólo dispone del recurso de los
Nombres de Allah. Amoldándose a ellos se hace a sí mismo real. Por ejemplo, el
musulmán, con la reflexión en lo que significa Rahmân, el Misericordioso,
ve como obligación la necesidad de apiadarse de todas las criaturas; cuando
investiga y se somete al Málik, el Rey,
se hace independiente y soberano; cuando se propone al Wâhid,
el Uno, sale de ello unificado en sí
mismo, abandonando toda dispersión para centrar su ser; cuando el ‘Açîç,
el Poderoso, es el tema de sus reflexiones y adhesiones, acaba
reforzado de tal manera que nada lo somete. Y así con el resto de los Nombres.
Todo
lo dicho está resumido en la palabra Allah.
Está presente en todos los demás Nombres y es la meta que se propone el
aspirante al cumplimiento de los dos deberes del musulmán que hemos mencionado
antes, el de conocer a Allah y el de agradar a Allah. Quien se centra en Allah,
abarca la existencia. En Allah se produce la absoluta purificación. Es tal el
poder de esta palabra que provoca la extinción de los seres y les asegura la
eternidad en medio de los cambios incesantes y el vértigo de la existencia. Hay
pues, una muerte (fanâ) y una permanencia (baqâ),
la muerte de lo falso y la vida en la verdad.
El
secreto de la palabra Allah está en
la Šahâda, en la frase lâ
ilâha illâ llâh, no hay más verdad
que Allah. Esta fórmula es la expresión más perfecta y el medio más
eficaz para que el ser humano se impregne de las Cualidades Trascendentes,
dejando atrás la mediocridad del duniâ,
y avance en la realización de la plenitud de las posibilidades del ser humano
perfecto.
La
Šahâda es, así, la expresión más adecuada de la Unidad de
Allah, de la Verdad que sostiene la existencia, de su trascendencia a la vez que
es expresión del carácter ilusorio de las realidades inmediatas, si bien éstas
son manifestaciones constantemente renovadas de la Presencia de Allah.
El
mundo como manifestación de la
Presencia de Allah (tayallî) sólo
se muestra al musulmán en la segunda fase de su realización, tras su extinción
en Allah y su vuelta a la existencia en la eternidad de la Verdad. Es decir, la
afirmación según la cual el mundo manifiesta a Allah sólo es una expresión
aceptable cuando se ha cumplido a la perfección el proceso de la purificación.
Antes de ello sería el simple enunciado de una doctrina panteísta inaceptable.
Pero
el tema del que queremos tratar aquí es el de la Cercanía
a Allah (Qurb) y sus grados, el
primero de los cuales es la Wilâya
(o Walâya). Este término suele ser
mal traducido, y se nos dice que significa santidad.
Pero lo que en realidad designa es lo que hemos estado diciendo, la aproximación
trasformadora del musulmán a Allah.
No
podemos acercarnos a Allah en el espacio, pues Allah no es algo que esté en algún
sitio. Pero sí nos acercamos a Él cuando dejamos atrás lo que nos aparta de
Él, y lo que nos aparta de Él es la fijación que tenemos en el mundo que nos
rodea y absorbe. El simple hecho de pronunciar la Shahâda,
al decir en voz alta lâ ilâha illâ llâh,
es un paso hacia adelante con el que cualquier persona ya es musulmana y empieza
a acercarse a Allah. Por ello, hablamos de una Proximidad General (Wilâya
‘Âmma), la propia de todos los musulmanes por el mero hecho de ser
musulmanes. Hay también una Proximidad
Especial (Wilâya Jâssa)
que es la de los musulmanes que avanzan en el Islam hasta sus últimas
consecuencias, y esa Wilâya entonces
es algo mucho más profundo, la verdadera plenitud de la Proximidad a Allah.
Hemos
dicho que Qurb significa cercanía, proximidad. Wilâya
significa lo mismo pero con un matiz añadido. Wilâya
quiere decir en realidad mutua aproximación.
Cuando el hombre inicia su peregrinación
(Sulûk) hacia Allah, trasformándose,
provoca en Allah la misma reacción, y Allah se le acerca. En un hadiz qudsî,
Sidnâ Muhammad (s.a.s.) dijo que Allah ha dicho: “Cuando Mi siervo viene hacia Mí, Yo voy hacia Él. Si viene hacia Mí
andando, voy hacia él deprisa. Si viene hacia Mí corriendo, Yo vuelo hacia él,...”.
Por tanto, el musulmán es wali, es alguien
próximo a Allah, y Allah es Wali,
y se acerca al musulmán. Cuando el musulmán pronuncia la Shahâda,
comienza su Wilâya.
En
otro hadiz qudsî, el Profeta (s.a.s.) dijo que Allah ha dicho: “Yo
declaro la guerra a quien agreda a mi wali”. Por el simple hecho de ser
musulmán, una persona ya es walíullâh,
alguien que se acerca a Allah y Allah
responde por él. De ahí que el Profeta (s.a.s.) declarara que todo musulmán
es una persona Harâm, alguien
intocable, pues cualquier agresión contra él encuentra la Ira de Allah.
Dijo (s.a.s.): “Todo musulmán es Harâm
para otro musulmán: su sangre, su honor, sus bienes...”. De ahí también
que la Sharî‘a sea drástica en lo
que se refiere a los derechos de los musulmanes, y condena con penas graves a
cualquiera que atente contra la vida, el honor o los bienes de un musulmán. En
esos puntos, la Sharî‘a expresa la
guerra que Allah ha declarado a quien agreda a un wali.
Si
la mera pronunciación de la Shahâda
desencadena esos resultados, si Allah se ha comprometido con el musulmán sólo
porque haya dicho lâ ilâha illâ llâh,
¿cómo será la Wilâya, la mutua lealtad entre el musulmán y Allah, en grados más avanzados?
¿Qué es la Wilâya de quien
realmente ha renunciado a todo en Allah haciéndose inmenso en la Inmensidad,
trasformándose con todo lo que significa Allah? ¿En qué consiste la Wilâya
del verdaderamente pobre (Faqîr)? Abû Mádian de Sevilla dijo: “El Faqîr es un rey bajo la apariencia de un mendigo...”. Y el
Shayj Sîdî Ahmad al-‘Alawi dijo: “Somos
los reyes de la tierra a causa de Su Cercanía”.
El
musulmán se inserta dentro de la Wilâya
‘Âmma, la relación de mutua
lealtad general, con su obediencia a
Allah (Tâ‘a). Pero
todos los musulmanes saben que la verdadera Cercanía a Allah, la Wilâya Jâssa, tiene su clave en la obediencia cuando es
fruto del Amor (Hubb, Mahabba).
El Amor comienza a guiar entonces sus pasos y lo eleva haciéndole superar
rangos y descorrer velos, acercándolo a la Soledad del Uno, purificándolo
constantemente, hasta dejarlo en los aledaños de la Presencia Trascendente (al-Hadra
al-Ilâhía). En ese umbral puede permanecer por mucho tiempo, tal vez para
siempre, pero tal vez se le autorice a entrar, y así accede al recinto de la Wilâya
Jâssa, a la privacidad con
Allah.
Las
Gentes de la Presencia (Ahl
al-Hadra), los que han accedido a la intimidad en la Cercanía,
son según grados y rangos, frutos de sus experiencias y circunstancias. Estar
cerca de Allah es el resultado de paladeos distintos, y cada uno de ellos marca
el carácter del wali. Esto quiere
decir que nada es definitivo ni tan siquiera en ese rango elevado. El
conocimiento que se puede tener de Allah, la connivencia con Él,
no tienen límite alguno. Por ello se ha dicho: “Quien
diga que ha llegado, miente”. Pero es lícito llamar Wâsil,
que ha llegado, al que ha alcanzado un
grado determinado en su ascenso. Pero por siempre queda ante el ser humano un
reto infinito, en la proporción de la Inmensidad eterna de Allah. Es más,
quien pudiera pensar que la Wilâya
es lo máximo a lo que se pueda aspirar -siendo de sí un terreno in delimitado-,
resulta que tras ella aún quedan los rangos de la Gnosis (Ma‘rifa) y la Polaridad
(Qutbía). Pero a estas cuestiones dedicaremos artículos más
adelante aquí en Musulmanes Andaluces,
in shâ Allah.
Entre
quienes Allah ha aceptado en el círculo de su Wilâya
los hay quienes Él se reserva para Sí. A estos, Allah los aparta de la
celebridad y los sume en el anonimato. Es imposible reconocerlos entre la gente,
y sus experiencias sólo las conoce Allah.
Y
entre ellos los hay quienes Allah sí muestra a la gente, y los hace maestros.
Los musulmanes los han reconocido como los “grandes sabios del Islam”. Son
los que han sido encargados de mantener viva la luz del Profeta (s.a.s.) guiando
a los musulmanes por el camino que conduce al Amor. A estos sabios se les llama
“Herederos de los Profetas”, y también “Renovadores del Islam”, pues
vuelven a darle fuerzas.
Estos
maestros, que son quienes han recorrido el Camino
(Tarîq) hasta Allah, y han
vuelto de junto a Él para guiar a las gentes, por siempre permanecen en la Luz
de su Señor. Su vuelta al mundo no los aleja de Allah, y siguen en la
Proximidad a Él, y esa es la razón de su fuerza. Primero rompieron con el
mundo, y ahora que han vuelto a él no son dominados por nada. Es más, ellos
son los verdaderos dueños del mundo, sus gobernadores ocultos, pues ellos
existen en Allah, en la Verdad que
hacer ser a las cosas.
Debemos
volver a repetirlo, la Wilâya, en
este grado, es de una extraordinaria riqueza de matices. En este asunto, la
Tradición islámica es sobreabundante en detalles (no hay más que consultar la
enciclopédica al-Futûhât al-Makkiyya
de Ibn ‘Arabi para admirar la sutileza y exuberancia de las reflexiones
posibles). Al entrar en el dominio de la Wilâya
pasamos a un universo en el que han sido abolidas las convenciones y aparece
ante nuestros ojos un mundo fascinante en el que domina la desmesura de lo
posible al ser humano en su raíz. Los awliyâ
(plural de wali, el
que se ha acercado a Allah) son singulares, cada uno tiene un paladeo
diferente, cada uno cumple una función, si bien son agrupables, según veremos.
Antes
de entrar en detalles, resumiremos diciendo que el Qurb,
la Cercanía a Allah, tiene, pues,
tres grados inmensos que también pueden estar interrelacionados. El primero de
ellos es la Wilâya, que intentaremos
desentrañar en sus líneas generales en este capítulo. El segundo es la Ma‘rifa,
la Gnosis. Y el tercero es la Qutbía,
la Polaridad, con la que una persona
se convierte en eje del mundo.
Wilâya
La Wilâya es un pacto con
Allah, un compromiso con Él al que Él responde. Cualquier persona al hacerse
musulmana suscribe ese acuerdo cuando enuncia la Shahâda
y cumple con la Ley del Islam. Si ese musulmán, además, se propone no solo
obedecer a Allah sino alcanzar la intimidad con Él debe seguir el Camino
(Tarîq) cumpliendo con sus estrictos requisitos, avanzando en
Cercanía a Allah hasta llegar (Wusûl)
a la Presencia Trascendente donde suscribe el Pacto de la Wilâya
Jâssa. El wâsil, el
que llega a esa proximidad, recibe entonces el nombre de wali
(en plural awliyâ). Esta Wilâya
tiene secretos sutiles y detalles precisos y delicados, y la literatura sufí le
ha consagrado sus mejores libros.
Wilâya es una palabra árabe
rica en matices, prácticamente intraducible. Sólo para empezar, podemos decir
que es sinónimo de Qurb, Cercanía,
Proximidad, de lo que se desprende que wali significa allegado, amigo,
persona cercana a otra, alguien digno
de confianza,...
El término Wilâya
nos es presentando también como equivalente de Walâ,
lealtad. El wali es, entonces, una persona fiel,
leal. Efectivamente, en el Corán
aparece a veces con este significado para designar las relaciones de fidelidad
entre los seres humanos (en el bien o en el mal). Los musulmanes son awliyâ
entre sí, como lo son entre sí sus enemigos. Es la fidelidad a una alianza, y
así están los awliyâ de Allah y
los awliyâ de Shaitân, etc.
Pero, bruscamente, después los diccionarios nos
dicen que Wilâya también significa la posesión
de algo, la gestión libre de algo. Wali
entonces es gobernador, dueño de
algo.
Veámoslo desde otro punto de vista. Allah es
Creador de cuanto existe. Pero no sólo está en los orígenes de los seres,
sino también en su presente. Él sostiene en cada instante a cada criatura. Él
la gobierna, es su Señor (Rabb). La
criatura necesita de Allah, no puede existir sin Él, pues Él es su soporte. En
realidad, la criatura no es sino lo que Allah quiere que sea. En este sentido,
cada ser está sujeto a Allah, es su siervo,
su esclavo (‘abd). Tenemos, pues, dos términos distintos y opuestos, Rabb
y ‘abd. Allah es Rabb en
tanto que Señor de cada momento, y el hombre es ‘abd en tanto que respuesta al Imperativo que lo hace ser. Esta es
la estructura del mundo material.
Pero el hombre puede buscar a su Señor para
coincidir con Él y los opuestos quedan reconciliados. El ser humano acepta su
sujeción a Él y la convierte en puerta de acceso a la Realidad que le hace
ser, abandonando la ficción de la autosuficiencia y el aislamiento. La relación
de dominio-servidumbre se trasforma con ello en solidaridad y complementariedad.
Se convierte en Wilâya, de ahí que
a partir de entonces los dos extremos reciben el nombre de wali:
Allah es wali del musulmán, y el musulmán es wali de Allah. Se produce una compenetración en la que el hombre,
sin dejar de ser una criatura, pues es su realidad, tiene a partir de entonces
el horizonte infinito de su Señor, en el que se ha implicado absolutamente. Y
esta es la estructura del mundo espiritual.
Para que estas relaciones queden claras puede verse
su aplicación entre los seres humanos: los aliados se sirven entre sí. Cada
ser humano encuentra apoyo en su wali,
en su amigo cercano, en su fiel asociado, a la vez que él le sirve de apoyo. A
un gobernador, los musulmanes lo llaman wali
porque su autoridad emana de un consenso: él sirve a los musulmanes y los
musulmanes lo obedecen para mantener unida y cohesionada a la comunidad (por
supuesto, en situaciones ideales, pero en cualquier caso se trata de la aspiración
que está en el origen de esa institución).
Llevado lo anterior a la relación con Allah, la
Inmensidad de ese segundo extremo permite intuir el alcance de la Wilâya
Jâssa. Al haber reconocido en Allah a su Único Señor (Rabb) y
tras rendirse a Él, el musulmán, si desea profundizar en el alcance de ello,
puede iniciar una Aproximación a Allah. Eso es el sufismo, o el Ihsân,
la Excelencia, como queramos llamarlo. El Amor lo conduce, y lo que era
dominio en su esencia se trasforma en relación
de complicidad, Wilâya. Esa Wilâya solo puede ser expresada en expresiones grandilocuentes pues
su trasfondo es desmesurado.
Un maestro sufí del siglo cuarto de la Hégira,
al-Hakîm at-Tirmîdzî (distinto del Imâm at-Tirmîdzî, célebre
compilador de hadices), tal vez fue el primero en sistematizar el tema de la Wilâya,
si bien es un tema que estuvo como trasfondo en todas las épocas anteriores.
Escribió más de treinta libros sobre la cuestión, el más importante de los
cuales es su Jatm al-Awliyâ. Si bien
los awliyâ son en principio, entre
los musulmanes, aquellos que tienen un compromiso más radical con el Islam
habiendo fundado su obediencia a Allah en el Amor, abriendo con ello la puerta
de acceso a la intimidad con Él, al-Hakîm at-Tirmîdzî nos los
describe ya en su función cósmica. Los awliyâ
no sólo los mejores musulmanes, los más estrictos y los mejores garantes de la
continuidad de su espíritu, sino que todo ello no es más que las
“apariencias” de su realidad, que es mucho más profunda. En lo hondo, los awliyâ
vigilan y gestionan el cosmos entero.
No se trata de una exageración. En realidad es una
deducción coherente. El Faqîr, el pobre, es decir, el sufí, ha renunciado a sus límites, y con ello
se ha ensanchado, ha pasado a formar parte del entramado del ser. Ha roto con el
mundo, ha salido fuera de él, y ha topado con la Inmensidad de la Verdad que
está en el fundamento de todas las cosas. Ahí es donde participa del Poder
Hacedor. Esta idea se expresa cuando se dice que descubre el Nombre Supremo de Allah (al-Ism
al-Á‘zam), es decir, encuentra el Secreto de la Realidad. Aprende
el Nombre de Allah, y su propio nombre, y reconoce su genealogía. No deja de
ser un hombre, pero en estrecha relación con la Verdad. Es alguien de quien
Allah se ha hecho cargo (tawallâhu llâh,
Allah se ha apoderado de él y lo gestiona).
Todo esto está, por supuesto, lejos de
interpretaciones pueriles que pudieran hacerse. El Faqîr
no aspira a convertirse en una especie de mago o brujo con poderes
sobrenaturales. El Faqîr es alguien
que se ha abandonado a su Señor, y su peregrinación lo ha conducido hasta la
Inmensidad de su Señor, Creador de todas las cosas, la Verdad que rige todas
las cosas. Esto es lo que resume la cuestión y nos aparta de ilusiones fútiles.
Ibn ‘Arabi al-Andalusí desarrollo
considerablemente la intuición de at-Tirmîdzî al-Hakîm. -Debemos
advertir que no se trata de ideas ni divagaciones, pues ambos fueron grandes
maestros que exponen sus saberes tras haber seguido el Camino-. Ibn ‘Arabi
habla de los awliyâ como de un gran
círculo en el que están incluidas todas las experiencias espirituales
posibles. La Wilâya es la relación
de intimidad con Allah, que tiene infinitos aspectos. A ese círculo pertenecen
los Grandes Mensajeros, los Profetas, los Aqtâb (Ejes del Mundo), los
Riyâl al-‘Ádad (la Jerarquía Espiritual), los Riyâl al-Gáib (los Hombres
del Mundo Oculto), etc.
Los discípulos de Ibn ‘Arabi, a su vez,
ampliaron considerablemente lo que su maestro ya había detallado con pormenores
sorprendentes. Nos encontramos, pues, ante una obra inmensa que describe un
universo que se nos escapa al común de los hombres. Ese Círculo
(Dâira al-Wilâya) implica una
relación entre toda la gente de espíritu en un universo interior que está
dentro de este mundo, gobernándolo. Los Maestros que ha tenido el Islam nos
ofrecen un desconcertante material para la reflexión, pues todo él proviene de
experiencias vividas en la trasgresión de este mundo nuestro.
Algo en lo que insiste el Imâm Sîdî ‘Abd al-Qâdir al-Yîlânî es
que la Wilâya es algo que Allah
concede libremente. El sufí la busca, se esmera en la lealtad a Allah, pero en
última instancia es Allah el que decide. En realidad, se trata de algo
demasiado grande como para que pueda ser simplemente fruto de los esfuerzos
humanos. Un discípulo le dijo a al-Yîlânî: “Ayunamos
como tú, nos recogemos como tú, nos esforzamos como tú, pero no saboreamos lo
que tú”, y él le respondió: “Me
imitáis en lo que depende de mí, ¿creéis que podéis alcanzar lo que Él
depende de Él?”. Y verdaderamente esta fórmula resume magistralmente lo
que está en el fondo de la cuestión. El Islam consiste en rendirse a Allah sin
esperar nada a cambio. En cuanto existe ese deseo, queda frustrada la
sinceridad. Lograr ese estado, que es la clave para que se desencadene la Wilâya, exige de una delicadeza de espíritu extraordinario.
Es más, pues todo tiene, en el Islam, dimensiones
sobrecogedores, al-Yîlânî relaciona la cuestión con el secreto del Destino.
La Wilâya pertenece al ámbito insondable de lo eterno. No se consigue
por el mero esfuerzo, sino que se”hereda” del Decreto Preeterno. En un
verso, al-Yîlânî dijo de sí mismo: “Yo
ya era antes del antes un Eje Glorificado, y a mi alrededor giraban los
universos, y mi Señor me dio mi nombre”.
En ese Círculo
de la Intimidad (Dâira al-Wilâya)
no tienen sentido ni el espacio ni el tiempo. Todo está sobredimensionado en la
conciencia de esos seres que han trascendido el mundo y están en al-Âjira, el Universo de
Allah, lo anterior a lo anterior y lo posterior a lo último. Ellos ya
sellaron el pacto antes de existir, el Día
de “¿No soy acaso Yo vuestro Señor?”... El Corán, efectivamente,
cuenta que antes de dar vida a Adán, Allah habló con todos sus descendientes y
les formuló esa pregunta. Ahí fue donde los awliyâ
suscribieron el Pacto de la Wilâya,
en esa eternidad anterior al ser humano. En otro verso, al-Yîlânî lo expresó
así: “Tenemos la Wilâya desde el ¿No
soy acaso Yo vuestro señor?, y nuestras flechas hieren los corazones de los que
nos niegan”.
Es decir, todo el proceso que sigue el sufí desde
sus primeros pasos hasta que alcanza el rango de la Wilâya
no es más que el cumplimiento de su Destino. Al cabo de su viaje descubre que
ha conquistado nada, sino que lo que ha hecho es desenterrar su ser. Al-Yîlânî
dijo: “No he dejado de pastar por los
campos en los que se satisface a Allah hasta alcanzar un rango que no es
regalado”. Que no es regalado quiere decir que no es
fortuito sino cumplimiento inexorable de algo decretado en el Destino.
Sus intensas prácticas espirituales conformes a las enseñanzas del Islam eran
algo necesario para descorrer el velo que lo separaba de su realidad, y no algo
meritorio con lo que ha ganado una recompensa. En todo esto hay reflexiones
esenciales para quien quiera conocer el verdadero sentido del Islam.
El Imân Sîdî ‘Abd al-Qâdir al-Yîlânî no
fue, ni mucho menos, el primero en señalar lo mencionado. Ya Abû Yazîd al-Bistâmi
había dicho mucho antes: “Creía que
era yo quien mencionaba Su Nombre, quien lo iba conociendo, quien lo amaba y lo
buscaba. Pero cuando alcancé mi meta, descubrí que Él me había mencionado
antes, que me conocía antes de que yo le conociera, que me amaba antes de que
yo lo amase, y que me buscó antes de que yo lo buscara”. Estas palabras
pueden explicarnos lo que muchos maestros han dicho: “Soy
un magnífico buscador, pero el ser humano es un magnífico buscado”.
Lo dicho también está relacionado con la cuestión
de la calamidad que necesariamente se abate sobre el sincero en su búsqueda de
Allah. El Balâ (o Ibtilâ), la desgracia
con la que Allah templa al peregrino que se dirige hacia Él es el complemento
de sus prácticas espirituales (‘Ibâda).
Si las ‘Ibâdât purifican su visión
interior y retiran de delante de él los velos que esconden la Verdad, el Balâ
lo mata para desapegarlo definitivamente de sus ídolos e ilusiones.
Al-Yîlânî explica que los males que dañan a los
musulmanes (enfermedades, catástrofes) cumplen alguna de las tres funciones
siguientes: o bien castigan sus maldades para evitarles el castigo de Allah tras
la muerte, o bien son una puesta a prueba, o bien los elevan a rangos
superiores. Cada uno de esos males que se abaten sobre el musulmán demuestra su
sentido en la reacción que produce: cuando un mal es acogido de modo impaciente
y con quejas, es que castiga para evitar un daño mayor; si es acogido con
paciencia y sin lamentos, es que es una prueba; si es acogido con satisfacción,
eleva el rango del que lo padece y puede ser que abra ante él la puerta de la Wilâya.
En estos caso, al-Yîlânî citaba un hadiz en el que el Profeta (s.a.s.) dijo:
“Los que sufren mayores desgracias son
los profetas, después los que más se le asemejan, y después los que más se
asemejan a estos últimos”.
Así, la práctica de las ‘Ibâdât
(el Salât, el Ayuno, el Zakât, la Peregrinación, el Dzikr, la Recitación
del Corán, el Recogimiento
Nocturno,...) junto a su complemento, que es la imperturbabilidad ante las
desgracias, son los modos de salir de la satisfacción en el mundo y la
autocomplacencia por la puerta de lo infinito. De ello, quizás lo que mejor lo
resume todo es el Ayuno. De sí es una ‘Ibâda,
pero implica resistencia a un mal (el hambre, la sed). El Ayuno, en tanto que práctica
espiritual, despierta sentidos ocultos y desarrolla la sensibilidad; y en tanto
que calamidad, revela al hombre sus
carencias y dependencias, su vulnerabilidad y su inconsistencia, y en ellas
descubre a su Soporte.
Constantemente, el Imàm al-Yîlânî aconsejaba a
sus discípulos y a los musulmanes en general “morir”: morir para lo Harâm
(a todo lo que el Islam declara prohibido), morir luego para la Shubha
(que es lo de condición incierta, lo dudoso, lo que no se sabe a ciencia cierta
si está prohibido por el Islam o no), morir para lo Mubâh
(lo permitido), morir después para lo Halâl
(lo bueno), y morir finalmente para todo lo que no sea Allah. Se trata de las
cinco muertes a las que se refiere en muchos de sus textos. Morir es la condición
para resucitar. Morir quiere decir que todo lo anterior deje de apoderarse del
corazón. El musulmán sincero se aparta de lo Harâm
sin lamentarse, se aparta de la Shubha
para evitarse dudas, se aparta de lo Mubâh
para no rondar lo prohibido, y disfruta de lo Halâl
sin obsesionarse por lo bueno, para finalmente consagrarse a Allah. Estas son
las muertes que, cuando son interiorizadas, acercan al hombre a Allah y lo hacen
intimar con Él, porque su corazón ya no está distraído.
Al-Yîlânî llamaba también a esas muertes “sueño”.
Decía: “Ven; duerme junto a mí y me verás”. A este proceso, los sufíes
lo llaman Fanâ, aniquilación del ego. Cuando muere el ego (el nafs), despierta
lo que hay de verdadero en el ser humano, y esa es su resurrección, su eternidad
(Baqâ). El Baqâ exige un
Fanâ previo.
Los awliyâ
son los que se han dirigido hacia Allah volviéndose sordos, mudos y ciegos. Han
dejado de escuchar al mundo, no le hablan y ya no lo ven. Entonces es cuando
escuchan a Allah, cuando hablan con Él y cuando lo ven. Son los que centran su
atención en su Señor: “Los awliyâ
tienen cara, pero no tienen espalda. Tienen “delante”, pero no tienen
“detrás”. Son los sordos, los mudos, los ciegos. Son el argumento de Allah
contra la gente el Día de la Resurrección”.
En resumen, entre los musulmanes hay quienes han
aceptado verdaderamente el reto el Islam hasta alcanzar su fondo, y ahí se han
hecho gigantes. Son los Awliyâ, los Ahl Allah, la Gente de Allah.
Son quienes han desentrañado el Tawhîd,
el Secreto de la Unidad, y en él han
cerrado el círculo de sus existencias. Son los continuadores del Profeta
(s.a.s.), sus herederos, su sombra, los renovadores del Islam, los convocadores
de la humanidad. De ellos, al-Yîlânî dijo:
Hombres
que han asentado sus tiendas en el campamento de Laila,
y
han probado en el Amor sus más amargos sabores.
Hombres
que de día son los leones de la selva
y
de noche, cuando es densa la oscuridad, son monjes.
Hombres
que ayunan cuando el sol es insoportable,
y
reservan para la noche el lamentar sus faltas ante su Señor.
Hombres
a los que nada entretiene,
y
no se contentan con alcázares en el alto paraíso.
Hombres cuyos huéspedes no sufren desdén
y
no lo lamenta el que se sienta junto a ellos a escuchar.
Hombres
que recorren valles
y
cruzan selvas buscando el Encuentro.