ÍNDICE

 

Periodo de Mec

570-622

Nacimiento e infancia de Muhammad

 

            Muhammad (s.a.s.) era árabe y nació en Meca en el año 570. Fue hijo de ‘Abdullâh, hijo de ‘Abd al-Muttalib, hijo de Qusai, hijo de Kilab, hijo de Murra, hijo de Ka’b, hijo de Luai, hijo de Galib, hijo de Fihr, hijo de Malik, hijo de Nádar, hijo de Múdrika, hijo de Múdar, hijo de Nizâr, hijo de Ma’d, hijo de ‘Adnân. ‘Adnân fue uno de los descendientes de Ismael, hijo de Abraham. Muhammad (s.a.s.) pertenecía a la rama árabe de los kinana, y entre estos pertenecía a la tribu de los Quráish, y entre estos pertenecía al clan de los Banu Hâshim.

            Los padres de Muhammad (s.a.s.) -futuro Rasûl del Islam- fueron ‘Abdullâh ibn (hijo de) ‘Abd al-Muttalib, célebre por la nobleza de sus costumbres y carácter, y de Amina bint (hija de) Wahb. 

            Según el historiador Ibn Hisham, Amina bint Wahb dio a luz en Makka (Meca), en el año 53 antes de la Hégira (Hiÿra) -el año 570 de la era cristiana-, un lunes 12 del mes lunar de Rabi‘ al-Awwal. El calendario de Makka era lunar aunque se practicaba la intercalación para igualar el año lunar con el año solar. El Rasûl Muhammad (s.a.s.) eliminó esa práctica tres meses antes de su muerte, después de su última peregrinación. Por lo tanto, durante toda su vida, se hizo uso en Makka de un año lunar al que cada tres años se le añadía un mes, para concertarlo con el calendario solar.

            ‘Abdullâh, padre de Muhammad (s.a.s.), murió algunas semanas antes de que naciera su hijo, y fue ‘Abd al-Muttalib quien se hizo cargo del niño y de su madre. ‘Abd al-Muttalib, abuelo de Muhammad (s.a.s.), celebró su nacimiento con el sacrificio de un cordero al séptimo día del alumbramiento. Juntó a los notables de su tribu, los Quráish, y les ofreció un gran festín. Los invitados, una vez le hubieron felicitado, le preguntaron qué nombre le había puesto al recién nacido, contestó: “Le he puesto Muhammad de nombre”. Le reprocharon el no haberle puesto –de acuerdo a la costumbre- un nombre más usual en su familia, y ‘Abd al-Muttalib respondió: “Espero que sea elogiado y colmado de gloria en el cielo y en la tierra, y sea reconocido por las criaturas”. Efectivamente, Muhammad significa: “Digno de elogio”.

            Según la tradición musulmana, el nacimiento de Muhammad (s.a.s.) fue anunciado por una serie de prodigios:

“Su madre no sintió dolores de parto. El niño vino al mundo circuncidado. Los Malaikas (seres de luz) lo lavaron y lo marcaron con el sello de la profecía en la espalda (entre los omóplatos) y fue presentado por ellos a todas las criaturas... En el momento de su nacimiento, una brillante luz iluminó las regiones contiguas. Las copas de las palmeras se iluminaron. El fuego sagrado de los persas, encendido desde hacía más de mil años, se apagó”.

            En todas las tradiciones, los grandes personajes siempre nacen en medio de poderosos signos anunciadores de la envergadura de su futura misión. Es como si el universo entero subrayara el carácter singular de esa persona única. Con ella nace un mundo nuevo. El Mawlid, el nacimiento de Muhammad (s.a.s.), fue un acontecimiento de extraordinaria trascendencia espiritual, y la creación entera lo festejó resumiendo su destino en el instante de su alumbramiento. El nacimiento de Muhammad (s.a.s.) quedó impregnado así de un simbolismo en el que los musulmanes conmemoran la magnitud de su función en la historia. No obstante, es importante recordar aquí que esos fenómenos extraños que acompañaron al alumbramiento de Muhammad (s.a.s.) no gozan de una  aceptación unánime entre los musulmanes. Efectivamente, son relatos tardíos y dudosos, pero en cualquier caso su carácter connotativo es lo más importante.

            Por otra parte es importante tener en cuenta lo siguiente. Jamás en el Islam se ha considerado a Muhammad (s.a.s.) un dios ni nada parecido. Su carácter humano siempre ha sido subrayado para evitar cualquier desviación. El gran respeto en el que es tenido no lo desfigura, como sí han hecho los cristianos con Jesús, considerando escaso que fuera un ser humano. Los musulmanes no han necesitado mitificar a Muhammad (s.a.s.) para sentir hacia él una extraordinaria gratitud y un reconocimiento absoluto, ya que Muhammad (s.a.s.) revela precisamente aquello de lo que es capaz el ser humano, el secreto que hace ser especial al ser humano. Ese secreto es doble: la capacidad del hombre para albergar lo infinito y la soberanía humana (califato). Esto es lo valorado en Muhammad (s.a.s.) y es lo celebrado en las conmemoraciones de su nacimiento (Máwlid). Los prodigios que acompañaron su llegada al mundo no anuncian el advenimiento de un dios, sino que simbolizan la aparición de la claridad que mostraría a cada hombre aquello que puede alcanzar. Por ello se habla en la espiritualidad musulmana de Nûr Muhammad (la Luz de Muhammad), de h Muhammad (el Espíritu de Muhammad) o de la Haqîqa Muhammadía (la Esencia Muhammadiana), para designar con estas expresiones rotundas la función reveladora de lo humano que cumplió el Rasûl (s.a.s.), que no sólo enseñó quién es Allah, sino además, -con su propia persona- mostró qué es el hombre y cuál es su singularidad ante su Señor Uno y Único.

            ‘Abd al-Muttalib sentía un gran afecto hacia su nieto y le mostraba su ternura en toda ocasión. Le llamaba hijo, y una vez dijo de él: “Este hijo mío alcanzará un gran prestigio”. Muhammad (s.a.s.) tuvo por primera nodriza a Zuaiba, esclava de su tío Abu Lahab y que cuidó de él durante algunos días. Se nos informa también que Hamça, tío coetáneo de Muhammad (s.a.s.), era su hermano de leche. Era costumbre en Makka confiar los niños de poca edad a nodrizas beduinas que se los llevaban al desierto, ya que el aire de Makka no era saludable para los lactantes y además, en el desierto tenían la oportunidad de aprender las grandes tradiciones de las que sentían orgullosos los árabes.

            Llegaron a Makka varias mujeres del clan de los Banu Sa’d, fracción de la gran tribu de los Hawaçin. Las nodrizas buscaban evidentemente a los hijos de los ricos: los huérfanos como Muhammad (s.a.s.) no debían complecerlas. Pronto fueron contratadas para servir de nodrizas a los recién nacidos. El huérfano Muhammad (s.a.s.) no encontró fácilmente quien quisiera hacerse cargo de él. Entre esas mujeres se encontraba Halima as-Sa’día, que había llegado a Makka con mucho retraso con respecto a las demás nodrizas, a causa de su montura flaca y fatigada, por lo que no pudo encontrar a ningún hijo de rico. No quiso volverse con las manos vacías y aceptó al huérfano Muhammad (s.a.s.), hecho del cual jamás se lamentó.

            Cuando se lo presentaron, ella volvió la espalda diciendo: “Un huérfano y de familia poco acomodada”. Y le dijo a su marido: “¿Que piensas tú?, mis compañeras ya se han ido y no hay más niños en Makka salvo este huérfano. ¿Nos lo llevamos? No quisiera volver con las manos vacías”. Su marido le dijo: “Tómalo, tal vez Allah nos bendiga por ello”. Halima volvió a casa de Amina y aceptó llevarse el niño al desierto de los Banu Sa’d. Pronto le cogió el cariño propio de una madre, y la prosperidad la acompañó. Se cuenta que el asno de la nodriza de repente comenzó a marchar con más rapidez que el resto de los de la caravana; la camella de la familia de Halima empezó a dar leche en cantidad más que suficiente para toda la familia; Muhammad (s.a.s.) únicamente aceptaba alimentarse de uno de los senos de su nodriza, dejando el otro para su hermano de leche; los corderos y cabras de Halima volvían a casa siempre satisfechos de pasto, cuando el mismo lugar no daba casi nada a los demás animales... Todos éstos eran síntomas de la abundancia y bendición (la Báraka), que acompañarían al Rasûl Muhammad (s.a.s.) durante el resto de su vida: su riqueza espiritual, su caudal infinito, se manifestaba en la fertilidad que comunicaba a cuanto le rodeaba. La Profecía es un gesto de generosidad hacia la creación, que tiene infinitos modos de expresarse.

            Cuando Muhammad (s.a.s.) cumplió dos años, la nodriza lo destetó. Había llegado el momento de devolverlo a su madre, pero no se resignó a separarse de él. Al final, Amina consintió que Muhammad (s.a.s.) volviera con la nodriza al desierto. Durante esos primeros años de estancia en el desierto se cuenta que tuvo lugar el siguiente acontecimiento:

 

“Muhammad (s.a.s.), con su hermano de leche salió al campo y se puso a jugar. Su hermano de leche volvió corriendo a casa de Halima para contar muy nervioso que unos individuos habían secuestrado a Muhammad (s.a.s.) y le habían abierto el pecho. Halima y su marido se apresuraron hacia el lugar, pero encontraron a Muhammad (s.a.s.) tranquilo y sentado sobre la colina con los ojos fijos en el cielo y el  rostro aún pálido. Interrogado, contó que dos Malaikas (dos seres de luz) procedentes de Allah le habían abierto el pecho, sacando el corazón y retirando de él un coágulo negro, y lo habían devuelto a su lugar lavado con agua celeste, cuya frescura todavía sentía. Los Malaikas se habían retirado entonces en la dirección que seguía con la mirada. La nodriza y su marido creyeron que debían devolver a Muhammad (s.a.s.) a su madre lo antes posible, en lugar de retenerlo más tiempo con ellos, pues no se sabía qué otras desgracias podrían sucederle a ese niño tan especial”.

           

            Lo que nos debe interesar de este relato no es la extirpación de un coágulo que representa el mal o el egoísmo, sino su significación. El acontecimiento de la apertura de pecho (Shaqq as-Sadr) quiere decir que Muhammad (s.a.s.) fue elegido y preparado por Allah. La Profecía no fue el resultado de su propia elección o preparación. A Muhammad (s.a.s.) no lo iluminaron sus esfuerzos espirituales sino que fue directamente Allah el que le abrió el corazón a la Verdad Creadora. Fue purificado en su misma infancia para que sirviera de cauce a la Palabra de Allah. Eso hizo de Muhammad (s.a.s.) un ser siempre absolutamente transparente. El relato anterior tiene pues, esa significación premonitoria.

            La vida junto a un nodriza nómada no podía ser más humilde y simple: la tribu pasaba cada estación en un lugar diferente; los niños vigilaban a lo largo de la jornada a los rebaños en los pastizales, mientras jugaban juntos; las mujeres recogían leña para la cocina, cuidaban del fuego e hilaban. Los beduinos se contentaban algunos días con dátiles y leche; de vez en cuando comían legumbres o un poco de carne, en especial con ocasión de la celebración de mercados o durante las visitas a “las grandes ciudades” como Makka (Meca). Eran frecuentes la razias y las guerras entre tribus, pero las fuentes no mencionan ninguna que concierna a la tribu de Halima durante la estancia de Muhammad (s.a.s.) entre los Banu Sa’d.

            El joven Muhammad (s.a.s.) se comportaba como los demás niños. Se cuenta que un día, por alguna razón que los narradores no mencionan, mordió en el hombro a una de sus hermanas de leche con tal fuerza que le quedó la señal para el resto de su vida. Mucho más tarde, durante una expedición, el ejército del Rasûl (s.a.s.) hizo una cierta cantidad de prisioneros, entre los cuales se encontraba Shaima, esa hermana de leche suya, ella le recordó a Muhammad (s.a.s.) el incidente y le mostró la incisión sobre su hombro; Muhammad (s.a.s.) la reconoció y fue tratada con todos los honores debidos a una hermana.

            Parece ser que la salud del niño fue delicada en su infancia. Cada vez que volvía a Makka con la nodriza para ver a su madre y a su abuelo, sufría con el cambio del aire. Por esta razón, se dice que la estancia con su nodriza se prolongó durante más tiempo de lo ordinario.

            La gran feria anual de ‘Ukaç tenía lugar en la región, y Halima y el niño acudían a ella como el resto de los miembros de la tribu. Se cuenta que Halima pidió a un astrólogo de la tribu de los Hudail, que ejercía su oficio en la feria, que predijera el destino del niño. Es posible que haya un lazo de unión entre el incidente de la apertura del pecho y esta adivinación. Asustada por la extraña visión que tuvo el niño, la nodriza deseaba asegurarse sobre la suerte de su hijo de leche y del que ella era guardiana. El adivino le predijo un futuro excepcional, pero debía ser protegido de los judíos.

            Tras el acontecimiento prodigioso de “la apertura del pecho” ya relatada, el niño fue devuelto a Makka para que pasara algunos días con su madre, pero su retorno fue accidentado: cerca de Makka el niño se perdió. La nodriza corrió a casa de su abuelo ‘Abd al-Muttalib y tras algunas pesquisas se le encontró sano y salvo. Jugando con las hojas de unos árboles caídos.

            Poco después, Muhammad (s.a.s.), su madre Amina, una esclava negra llamada Umm Aiman y puede ser que algún servidor más, viajaron a Yazrib (nombre preislámico de la futura ciudad de Medina), situada a unos quinientos kilómetros al norte de Makka. Se quedaron algún tiempo allí en casa de los parientes de ‘Abd al-Muttalib, con más precisión en casa de un tal Nâbiga, de la tribu de los Banu An-Naÿar, casa en que se encontraba la tumba de ‘Abdullâh, padre de Muhammad (s.a.s.). Muhammad (s.a.s.) guardó el recuerdo de haber aprendido a nadar en esa ocasión en un estanque propiedad de la tribu. También recordaba sus juegos con los hijos de su anfitrión, en particular con una niña, Unaisa, con la que correteaba alrededor de la casa fortificada de la familia.

            En el camino de vuelta, Amina falleció cerca de un lugar llamado Abwa. Muhammad (s.a.s.) entonces solo tenía seis años, pero la tristeza del niño por esa muerte debió ser muy grande, ya que amaba tiernamente a su madre. Más tarde, cada vez que pasaba por Abwa, en el curso de sus expediciones, Rasûlullâh (s.a.s.) se paraba para visitar la tumba de su madre, y vertía abundantes lágrimas según nos cuentan Ibn Hisham y Suhaili. Se han conservado varios poemas de Amina y de otros parientes de la familia de Abd Al-Muttalib, lo que muestra que el nivel intelectual en esta familia era bastante elevado incluso entre las mujeres.

            Umm Aimam volvió a Makka con el niño tras asistir entierro de Amina. Abd al-Muttalib, que tenía entonces ciento ocho años, acogió al nieto en su casa. Como el niño había perdido a sus dos padres, el afecto del abuelo hacia él fue naturalmente muy grande. Lo crió en medio de su numerosa familia y mostrándole constantemente su afecto. Sin embargo, Muhammad (s.a.s.) pronto sería privado de su abuelo. ‘Abd al-Muttalib había alcanzado una extrema vejez, falleciendo aproximadamente a los dos años de la llegada de Muhammad (s.a.s.) a su casa.

            Se cuenta que todas las veces que ‘Abd al-Muttalib iba al consejo municipal, se sentaba sobre su tapiz para discutir con los otros consejeros sobre serias cuestiones, y que al todavía niño Muhammad (s.a.s.) prefería dejar sus juguetes y asistir al consejo. Siempre quería sentarse en el primer lugar, al lado de su abuelo. Sus tíos se lo prohibían, pero el abuelo decía: “Dejadlo. Se cree un gran hombre y espero que llegue  a serlo, ya que es muy sabio”. Y en efecto Muhammad (s.a.s.) demostraba ser muy prudente, por lo que jamás la asamblea se quejó de que molestara. El abuelo le amaba tanto, según dice los cronistas, que un día durante una sequía, ‘Abd al-Muttalib invocó a Allah para que lloviese suplicándole en nombre de su nieto, no siendo defraudado.

            Muhammad (s.a.s.) debía ser un niño muy despierto. Cuando ‘Abd al-Muttalib o cualquier otro de sus parientes perdían algo, le pedían que lo buscara y siempre encontraba sus cosas. En cierta ocasión, un pastor contratado por ‘Abd al-Muttalib fue a comunicarle que algunos camellos se habían extraviado y que había sido imposible encontrarlos en los pastizales. Muhammad (s.a.s.) fue enviado, y como tardaba en volver, el abuelo, preocupado por la suerte de su nieto, pues ya era de noche y como debía estar solo en las montañas, se encaminó hacia la Ka‘ba y dirigió al Uno-Único la siguiente invocación: “Señor, devuélveme a Muhammad y cólmame con tus dones”. Una vez hubo regresado Muhammad (s.a.s.), ‘Abd al-Muttalib juró no volver jamás a enviar al niño a semejantes correrías.

            El joven Muhammad (s.a.s.) amaba a su abuelo con toda la ternura que su edad le permitía. Con ello no hacía más que devolverle el afecto que hacia él sentía su abuelo, que estaba tan apegado a su nieto hasta el punto de no comer si no estaba presente.

            Muhammad  (s.a.s.) tenía ocho años cuando su abuelo murió. En su lecho de muerte, ‘Abd al-Muttalib, encomendó el cuidado de su nieto a su hijo Abu Talib, recomendándole que lo cuidara con dedicación. Muhammad (s.a.s.) gemía de dolor acompañando al séquito funerario.

            Muhammad (s.a.s.) no fue huérfano por simple coincidencia. ‘Abdullâh, su padre, murió pocos meses antes de que él naciera. Amina, su madre, murió pocos años después. Su abuelo, ‘Abd al-Muttalib murió cuando Muhammad cumplía ocho años. Por tanto, su ambiente familiar no influyó en él. No tuvo padres que lo orientaran en una dirección concreta determinando su futuro. La palabra árabe Yatim significa huérfano, pero también significa: solitario, valioso, singular. Y eso es lo que fue Muhammad (s.a.s.), es decir, fue alguien que solo tenía a Allah, a su Señor. Cuando muchos años más tarde se presentó a su pueblo como Rasûl (Mensajero de Allah) ni tan siquiera su tío Abu Talib lo reconoció como tal, a pesar del afecto que sentía hacia su sobrino. Por tanto, Muhammad (s.a.s.) no fue el resultado de su entorno, sino que fue el fruto de la cercanía a Allah, en la soledad simbólica de su orfandad.

            La elección de Abu Talib como tutor de Muhammad (s.a.s.), siendo preferido a sus demás tíos paternos, fue particularmente feliz. Era hijo de la misma madre y padre que el padre de Muhammad (s.a.s.), y Abu Talib poseía cualidades de corazón poco frecuentes. Abu Lahab, otro de los tíos paternos de Muhammad (s.a.s.), poco después de la muerte de ‘Abd al-Muttalib, se convirtió pronto en un libertino entregado a la bebida y la vida fácil; en cierta ocasión incluso tuvo el atrevimiento de robar las joyas ofrecidas a la Ka‘ba para conseguir dinero con el que comprar vino y tener con que pagar a las cantantes. Al contrario, las cualidades de Abu Talib, atrajeron cada vez más el respeto de sus conciudadanos. Su única falta, en realidad un exceso de generosidad, era el no poder jamás equilibrar su presupuesto familiar, viéndose a menudo obligado a recurrir a préstamos.

            De su tía, esposa de su tutor, Muhammad (s.a.s.) contó cómo, cuando ella murió, ya siendo él mayor, alguien le hizo la siguiente observación: “¿Porqué te resientes tan dolorosamente por la muerte de una vieja mujer?”, a lo que él respondió: “Cuando yo era un niño huérfano ella era capaz de dejar a sus hijos con hambre y alimentarme a mí. Me peinaba antes que a ellos y era para mí como mi madre”. Ibn Sa’d cuenta que en casa de Abu Talib, cuando se servía el desayuno, sus numerosos hijos se abalanzaban en tropel dejando a Muhammad (s.a.s.) sin tomar nada. Cuando Abu Talib se dio cuenta de que su sobrino se quedaba atrás, le hizo servir su desayuno aparte.

            En esa época, en Makka no había escuela, razón por la que Muhammad (s.a.s.) no aprendió ni a leer ni a escribir, hábitos estos que no estaban extendidos entre los árabes, que confiaban más en la memoria y disfrutaban de una rica cultura oral, gustando de la recitación de poemas y narraciones épicas.

            Muy pronto, el adolescente Muhammad (s.a.s.) tuvo que comenzar a trabajar como pastor para los makkíes, ganando así algunas monedas que añadir a la escasa economía de su tío. De esa época se nos cuenta un pequeño incidente: Muhammad (s.a.s.) se enteró un día de que había una fiesta en casa de una de las personalidades de la ciudad, y dijo a uno de sus compañeros: “Jamás he asistido a una fiesta, si pudieras guardar mi rebaño yo iría a la ciudad y en pago te reemplazaría este por otro día”. Su compañero aceptó, y Muhammad (s.a.s.) bajó a la ciudad. La fiesta aún no había comenzado y haría calor. Esperando, Muhammad (s.a.s.) se quedó dormido y cuando se despertó, ya era demasiado tarde y tuvo que volver a su casa. El incidente se repitió, según se cuenta, al menos una vez más en circunstancias parecidas. Herido en su amor propio, el muchacho renunció para siempre a perder el tiempo en tales frivolidades.

            Otro recuerdo de la misma época: Muhammad (s.a.s.) dijo: “Comed de los frutos del arbusto espinoso llamado Arak cuando ennegrece. Yo los comía cuando era pastor”. En otra ocasión contó: “Yo tenía la costumbre de protegerme del sol cegador del mediodía a la sombra del inmenso sombrajo de ‘Abd Allâh ibn Yud’an (que había fabricado para el uso de los viajeros)”.

            Muhammad (s.a.s.) tenía nueve años cuando Abu Talib se vio obligado a conducir una caravana de comercio a Siria. Ya se había ganado el afecto de su sobrino, hasta el punto de que Muhammad (s.a.s.) se puso muy triste por la idea de estar separado, aunque fuera por poco tiempo de su tío, y le pidió que le dejara acompañarle. Abu Talib accedió y fue como Muhammad (s.a.s.) hizo su primer viaje fuera de Arabia. Seguramente, el joven viajero no fue en absoluto una carga inútil para su tío: podía de mil maneras prestarle pequeños servicios y evitarle algunos de los inconvenientes de un viaje por el desierto.

            En Bosra, cerca del Mar Muerto, entre Jerusalén y Damasco, la caravana se detuvo para realizar los intercambios usuales y las transacciones necesarias. Como de costumbre, debieron acampar en las alrededores de la ciudad. Era territorio bizantino, no nos extraña pues que hubiera un convento en las inmediaciones del lugar en el que la caravana había establecido sus tiendas. Cierto monje, de nombre Bahira, observó desde su convento la colonia temporal, y se extrañó ante el comportamiento sabio y prudente de sus vecinos, lo que era extraño entre los mercaderes de otras procedencias. Les invitó a una comida, probablemente con una piadosa intención de proselitismo. El historiador occidental Casanova en su obra “Muhammad y el fin del mundo”, aseguraba que en la época que nos ocupa, los cristianos (y probablemente también los judíos) esperaban con impaciencia la llegada de un profeta, un mesías que fuera el último consolador de la humanidad antes de la llegada del fin del mundo. Puede ser que Bahira, tal como nos cuenta la tradición haya hablado a sus huéspedes de esa creencia. Pero sería ingenuo creer que un monje cristiano pudiera haber reconocido en la fisonomía de un niño de nueve años, sobre todo entre los beduinos despreciados por los sedentarios, el futuro profeta. Igualmente sería absurdo pensar que las palabras de ese hombre pudieran hacer germinar en el espíritu de un niño de nueve años la esperanza y la ambición de atribuirse esa cualidad. Sin embargo este fue el análisis de Carra de Vaux en su obra “La leyenda de Bahira, o un monje cristiano antes del Corán”, publicado en París en 1898: ¿Cómo explicar entonces que el mismo Qur-ân (el Corán), supuestamente inspirado por un monje cristiano, refute al cristianismo? Sin embargo, análisis infantiles de este tipo han sido frecuentes por parte de los orientalistas, empeñados en desacreditar el Islam y buscarle orígenes en el cristianismo o en el judaísmo.

            Es más que plausible la anterior referencia a la situación que se daba en Oriente Medio, en donde debían circular por entonces algunas predicciones sobre la pronta aparición de un nuevo profeta. El Qur-ân refuerza esta tesis al hacerse más adelante eco de ese estado de espera espiritual: “Aquellos a los que dimos el Libro Revelado (la Torah, el Evangelio, ...) lo conocen (al mensajero que debía llegar) como conocen a sus propios hijos. Pero cuando la verdad ha aparecido ante ellos, la rechazan”. ‘Abdullah ibn Salam, un cristiano que abrazó el Islam, respondió a ‘Omar cuando éste le preguntó si era cierto que los cristianos reconocían en Muhammad (s.a.s.) al Enviado anunciado por Jesús en el Evangelio: “Lo reconocí inmediatamente en las palabras que dijo de él Jesús. Me resultó más fácil que reconocer a mis propios hijos”.

            Tras este viaje a Siria, no se sabe gran cosa de la vida de Muhammad (s.a.s.) durante una docena de años, puede ser que Abu Talib tuviera algún tipo de puesto comercial en Makka, y que Muhammad (s.a.s.) hubiera participado de algún modo u otro en ese negocio. Ibn al-Yauçi afirma que cuando el Rasûl (s.a.s.) tenía más de diez años, acompañó a otro de sus tíos, Zubair, en una caravana, realizando un viaje lleno de incidentes prodigiosos, pero el autor no precisa el destino: puede ser que se dirigiera a Bahrein – Omán (el país de los Abd Al-Qais).

            Al-Halabi cuenta que los makkíes celebraban una fiesta anual en la que todo el mundo tomaba parte con entusiasmo. Cada año Muhammad (s.a.s.) encontraba alguna excusa para no asistir. Cierto año sus tías se lo reprocharon y le amenazaron con la cólera divina porque no quería acudir con los demás a la romería. Muhammad (s.a.s.) les acompañó esta vez, pero en medio de la fiesta entró en la tienda de sus parientes, pálido y temblando: contó que había visto a unas personas extrañas que le prohibían toda participación en esa fiesta idólatra. Sus tíos y tías no le obligaron en los años siguientes a asistir a semejantes ceremonias.

            Tal vez pudiera situarse en esta misma época un pequeño incidente que quizás tuviera repercusión más tarde. Baladuri cuenta que un día hubo una querella entre Abu Talib y su hermano Abu Lahab. Se enfrascaron en una pelea y Abu Lahab consiguió tirar al suelo a Abu Talib, sentándose sobre el pecho de su hermano y escupiéndole a la cara. El joven Muhammad (s.a.s.) acudió a defender a su tutor y, empujando a Abu Lahab, lo alejó del pecho de su tío. Abu Talib se levantó y lleno de cólera se lanzó contra su hermano Abu Lahab, consiguiendo esta vez ser él el que se sentara sobre su hermano. Tras la pelea, Abu Lahab se dirigió a Muhammad (s.a.s.) diciéndole: “Yo también soy tu tío, pero no me has defendido como lo has hecho con Abu Talib. Mi corazón no te amará jamás”. Sabemos que entre los miembros de la familia, Abu Lahab fue el único en asociarse más tarde con los enemigos personales más encarnizados del Rasûl (s.a.s.). Otros incidentes profundizaron la fosa entre el tío y el sobrino.

            La casa de Abu Talib estaba abierta a todos los dignatarios árabes. El joven Muhammad (s.a.s.) se ganó el afecto de ellos gracias a la dulzura de su carácter. Ya desde su adolescencia, Muhammad (s.a.s.) era admirado por sus cualidades y virtudes. Ingenioso en sus respuestas, sincero en sus relatos, fiel a sus relaciones, sabio y ponderado, equilibrado y colmado de buenas intenciones; mereció a los ojos de sus conciudadanos, el sobrenombre de al-Amîn, que significa: “Persona en quién se puede tener plena confianza”. Esa fue, según testimonian todos los analistas, la reputación que ganó en el seno de la comunidad makkí.