EL PROFETA DEL ISLAM
SU VIDA Y OBRA
La
batalla de Uhud
Volvamos a lo nuestro. Habían pasado ya trece meses desde el encuentro
de Badr, y la tregua entre Meca y Medina estaba lejos de producirse. Mientras
tanto las relaciones judeo-islámicas en Medina se habían envenenado y una
delegación judía se dirigió a Meca con el objeto de incitar a los coraichíes
a la revancha; sin duda esta delegación aseguró su apoyo en Medina a los mequíes.
Esto apresuró los preparativos de estos últimos, y el mes Chanwal 3 H. vio un
ejército de 3.000 combatientes mequíes, aliados y mercenarios partir contra
Medina. El Profeta era de la opinión de encerrarse en la ciudad y sostener el
sitio, pero los jóvenes insistieron para que se atacara al enemigo fuera de la
ciudad en batalla campal. Como los invasores habían acampado en el noroeste de
Medina, el Profeta fue hacia ellos; pasó la noche en Chayain (entre Medina y
Monte Uhud, allí donde se encuentra ahora la mezquita Chaiyain); y su mujer Umm
Salama le llavó la cena (Samhudi, 2ª ed. P. 865), y por la mañana avanzó
hasta Uhud, instalando su campamento en una garganta sin salida del monte.
Según lo pactado, los judíos de Medina hubieran debido combatir al lado
de los musulmanes para defender la ciudad, pero la mayor parte de ellos rechazó
batirse con el pretexto de que el encuadramiento estaba previsto para un sábado.
Sin embargo un pequeño grupo de judíos se presentó, pero el Profeta,
sospechando de ellos, les negó la entrada en el campo musulmán. Con
setecientos musulmanes solamente, fue al encuentro de tres mil enemigos que
disponían de una potente caballería de 200 caballos. La estrategia del Profeta
fue eficaz; la caballería del enemigo cuya mitad quedó con la infantería, fue
inmovilizada, mientras que la otra mitad hizo un
largo recorrido más allá del Monte Uhud para atacar las líneas
musulmanas por detrás, pero fue impedido por los arqueros musulmanes colocados
en un estratégico montículo; el terreno permitió a los musulmanes resistir a
un enemigo cuatro veces más numeroso. La primera fase de la batalla vio huir al
enemigo ante los asaltos musulmanes. Los arqueros musulmanes, que habían
inmovilizado a la caballería enemiga, olvidaron la orden expresa del Profeta:
“No dejéis vuestro puesto ni aunque veáis que los pájaros comen nuestros
cadáveres”. Sus jefes se lo advirtieron y quedaron en su sitio, pero la mayor
parte de estos arqueros, dejaron su puesto para saquear al enemigo derrotado.
Esto cambió todo: la otra mitad de la caballería enemiga, siempre vigilante,
atacó de nuevo y penetró detrás de las filas musulmanas. Los musulmanes
dieron media vuelta para defenderse contra la caballería; lo que aflojó la
presión sobre el cuerpo principal del enemigo, los huidos volvieron para
reemprender el ataque. La situación se hizo crítica para los musulmanes,
cogidos entre dos “fuegos”. En esta confusión un soldado enemigo dijo que
había matado al Profeta. Esto fue la derrota para los musulmanes que huyeron en
todas direcciones. Muhammad fue herido, cayó incluso en uno de los pozos
clandestinamente excavados y camuflados por el enemigo. Pero había por los
menos un pequeño número de fieles, entre ellos algunas mujeres, que
continuaron la batalla defendiendo a su Profeta. No viendo que quedara gran cosa
que hacer, el enemigo comenzó a retirarse del campo de batalla. Los musulmanes
perdieron 70 hombres, entre los cuales se encontraba Hamza, tío del Profeta.
Las mujeres se habían distinguido en esta batalla; al comienzo, el
enemigo perdió, uno tras otro varios de sus portaestandartes, hasta que nadie
se atrevía a recoger las banderas caídas en tierra; en este momento, una
ahabichí, ‘Amra, lo levantó y lo defendió hasta el fin de la batalla. Hassân
compuso entonces una sátira contra los mercenarios mequíes de la tribu de
Ahabich:
“Si
una mujer harithí no hubiera estado allí, vosotros hubierais sido vendidos en
el mercado como esclavos”.
Por su parte, Hind, esposa de Abû Sufyan, comandante en jefe del
enemigo, no olvidó su promesa: se dirigió hacia el cadáver de Hamzah, tío
del Profeta, el cual había matado al padre y al hijo de Hind en Badr; abriéndole
el vientre le arrancó el hígado y lo masticó en su boca. Después le cortó
la nariz, las orejas etc., y se hizo con todo ello una guirnalda. Otra mequí,
Sulâfa, hija de Sa’d, cuyos hijos habían muerto en Hhud, juró que bebería
el vino en el cráneo del que lo había matado.
En cuanto a las musulmanas, una de ellas, Umm ‘Umâra combatió igual
que un hombre y sus hazañas suscitaron la admiración del Profeta. Otro tipo de
valor lo encontramos en Hind, hija de ‘Amr,, musulmana mediní de la tribu de
Dinar: después de la batalla, cuando los musulmanes volvieron a Medina, supo
que su marido, su padre y su hermano, habían muerto todos; entonces preguntó:
“Y el Profeta, ¿qué ha sido de él?.” “Cuando le dijeron que estaba sano
y salvo y lo vio personalmente, improvisó un verso que expresaba perfectamente
sus emociones: “Ya que estás vivo, podemos olvidar todas las demás
desgracias”.
Para volver a la batalla propiamente dicha, con la ayuda de algunos de
sus fieles el Profeta salió del pozo, subió al Monte Uhud, y descansó en una
caverna situada en el lado este del mismo, caverna venerada por los peregrinos
hasta nuestros días. Poco a poco los musulmanes supieron la noticia y
comenzaron a reunirse delante de esta caverna. Un grupo de enemigos trató de
conquistar la cima, pero ignorando la presencia de Muhammad, no se interesó
mucho por este puñado de musulmanes que le lanzaba desde lo alto piedras con
toda seguridad. Abû Sufyan dio una última vuelta por el campo de batalla antes
de retirarse; se aproximó a la caverna y preguntó en voz alta: “¿Está
Muhammad vivo?”. El Profeta prohibió contestarle. Abû Sufyan continuó: “¿Está
vivo Abû Bakr?, ¿Está vivo ‘Ummar?, etc”. No recibiendo ninguna
respuesta, se regocijó diciendo: “Seguramente están todos muertos. ¡Alabado
sea nuestro ídolo Hubal!”. ‘Umar no pudo más callarse y gritó para
sacarlo de su error, Abû Sufyzn reconoció la voz de ‘Umar, supo que el
Profeta estaba vivo, y que incluso oía el diálogo. Es sorprendente que Abû
Sufyan se contente entonces con decir: “Una jornada por una jornada: Uhud por
Badr; Hanzalah (ibn abi ‘Amir), por Hanzalah (mi hijo); si queréis, venid a
buscarme el próximo año en Badr en la misma época”. Después se retiró con
sus tropas, para dirigirse a Meca, sin pensar siquiera en saquear Medina, ahora
indefensa. ¿Fue una mala decisión? ¿Es que Abû Sufyan había ya licenciado a
sus mercenarios y tuvo que resignarse, ya que sólo no podía reducir la última
bolsa de resistencia musulmana, por importante que fuera? ¿Acaso guardaba un
sentimiento afectivo por su amigo de infancia al que admiraba de corazón y,
teniendo ya ganada una victoria, quiso contentarse con ella, no guardando
odio contra el Profeta en sí mismo? ¿Acaso habiendo visto, al comienzo de la
jornada, la debilidad de sus mercenarios, cuya probada cobardía le hubiera
hecho perder la batalla, no quiso intentar un nuevo combate de resultado
incierto? ¿Acaso temía un cambio de la situación en favor de los musulmanes
que hubiera estropeado la victoria ya conquistada?. En cualquier caso, sería
absurdo creer que Abû Sufyan hubiera deliberadamente traicionado a sus
conciudadanos paganos, ya no tenía nada que ganar en ello.
Siempre prudente y guardando su presencia de ánimo, el Profeta que había
enviado un explorador para estar informado sobre los movimientos del enemigo,
supo que este iba montado en los camellos y llevaba el caballo a su lado.
Muhammad declaró: “Van listos para hacer un largo viaje; si hubiera querido
atacar Medina, irían montados sobre los caballos”.
El Profeta se hizo cuidar las heridas, supervisó el enterramiento de los
muertos, dirigió los oficios (salat), no de pie sino sentado y se dirigió a
Medina. No comprendiendo el motivo de la retirada enemiga, creyó incluso su
deber perseguirle que esto podría hacer que el enemigo se arrepintiera de la
decisión tomada y cambiara su decisión. No estaba equivocado; pero estas
precauciones bastaban para que el enemigo continuara su viaje, ya que los
mercenarios no tenían ningún interés en arriesgar sus vidas sin nuevos
sueldos.
Recordemos de paso que el monje Abû ‘Amir, a la llegada del Profeta a Medina, se había voluntariamente expatriado para instalarse en Meca. Acompañó a los mequíes en la expedición a Uhud; fue él quien perforó los pozos y los camufló. Al final del combate, se dirigió a las líneas musulmanas, y lanzó una llamada a sus antiguos conciudadanos para que desertaran del Profeta. No se esperaba evidentemente la ruda acogida que iba a recibir su llamamiento.