CAPÍTULO 107: LA AYUDA

SÛRAT AL-M‘ÛN

revelada en Meca, 7  versículos

índice

 

bísmil-lâhi r-rahmâni r-rahîmi

Con el Nombre de Allah, el Rahmân, el Rahîm

1. a râ:ita l-ladzî yukádzdzibu bid-dîni

¿Has visto al que declara falso el Dîn?

2. fa-dzâlika l-ladzî yadú‘‘u l-yatîma

Ése es el que rechaza violentamente al huérfano

3. wa lâ yahúddu ‘alà ta‘âmi l-miskîn*

y no anima a alimentar al necesitado.

4. fa-wáilun lil-musallîna

¡Ay de los que hacen el Salât

5. l-ladzîna hum ‘an salâtihim sâhûna

y en su Salât son distraídos,

6. l-ladzîna hum yurâ:ûna

los que lo hacen para ser vistos

7. wa yamna‘ûna l-mâ‘ûn*

y niegan la ayuda!

 

            Para algunos comentaristas del Corán, que se basan para ello en diferentes fuentes y relatos tradicionales (riwâyât), esta sûra fue proclamada íntegramente en Meca, pero para otros autores sólo los tres primeros versículos deben ser considerados pertenecientes a esa primera fase de la Revelación mientras que los cuatro restantes habrían sido enunciados en Medina. Esta opinión, preferida por algunos (incluso hay exegetas que piensan que toda la sûra es del periodo de Medina), se funda en que el tema al que se alude en esos últimos cuatro versículos es el de la hipocresía (nifâq), problema que no existía en Meca.

El carácter prácticamente clandestino del Islam en sus principios determinaba que aquellos que se acercaban a él lo hicieran con sinceridad, no buscando prestigio ni teniendo otros intereses que los propios de un corazón abierto a Allah. Hacerse musulmán entonces era exponerse a un peligro, o en cualquier caso al descrédito y la marginalidad, mientras que en Medina el Islam adquirió una preeminencia que hizo que muchos se ampararan en él por motivaciones no siempre desinteresadas.

            Recordemos que los especialistas en exégesis dividen los textos coránicos en ‘revelados en Meca’ -es decir, durante la primera época, que duró unos trece años y en la que el Islam era minoritario y estaba amenazado- y en ‘revelados en Medina’ -es decir, después de la Hégira (la Hiÿra) cuando los musulmanes organizaron una comunidad independiente que fue progresivamente aumentando en fuerza e influencia a lo largo de otros diez años-.

            El Corán fue siendo revelado durante esos veintitrés años aproximados y ordenado finalmente por el Profeta, no en función de la cronología de los textos sino según le era inspirado. Es posible, por tanto, que en este caso pusiera a la cabeza de este capítulo tres versículos de Meca y lo acabara con otros cuatro que le fueron revelados más tarde en Medina. A pesar de estar compuesta de textos probablemente alejados en el tiempo y el espacio y deberse a condiciones distintas, esta sûra ofrece una unidad temática perfecta.

            Esta sûra de siete versículos trata de una realidad enorme y grandiosa que trastoca del todo el concepto que predomina sobre lo que son la apertura hacia lo trascendente (el Îmân) y el rechazo a ese asomo a lo profundo (el Kufr).

            El Islam es ‘Aqîda (una percepción unitaria de la existencia en la que se descubre que la existencia entera, sin excepción, está conjugada por una Única Verdad -Allah-) y es Sharî‘a (actividad y camino que encauzan al ser humano hacia la reconciliación con su Señor, es decir, con el Uno que conjuga la existencia y subyace bajo la apariencia múltiple de la realidad).

Ambos aspectos -enraizados en el Îmân, en la apertura del corazón hacia Allah- corresponden a la sensibilidad interior y la acción exterior del musulmán, y están estrechamente interrelacionados: la ‘Aqîda da sentido y forma a la Sharî‘a y la Sharî‘a hace crecer la intensidad y la capacidad de la ‘Aqîda. La una y la otra se compensan y alimentan: la Sharî‘a evita que la ‘Aqîda sea una simple filosofía o vana especulación estéril e ineficaz, y, a su vez, la ‘Aqîda impide que la Sharî‘a degenere en ritualismo o rutina. La sûra subraya el carácter indisoluble de estos dos aspectos básicos del Islam.

            El Islam es Dîn, es la coincidencia de esos dos polos: el del sentir interior y el de la acción exterior. Uno manifiesta al otro. Esto es lo que significa la palabra Dîn. Según un hadîz, el Dîn es sensibilidad, acción y orientación (Îmân, Islâm e Ihsân). Por otro lado, el Dîn es la conciencia que tiene el ser humano de que ha surgido de la acción creadora de Allah y que a Él tendrá que retornar tras la muerte. Esta inquietud es la que le hace convertir su vida en una Senda (Dîn) hacia Allah, una camino que le prepara para ese reencuentro.

La habitual traducción de la palabra Dîn por religión falsea el significado y alcance del concepto islámico. El Dîn es la armonía entre el percibir y el hacer; y el Dîn es Islam cuando tiene como base la Unidad y Unicidad de la Fuente de la que todo brota y a la que todo retorna. Existen muchos adyân (plural de dîn), muchos intentos de armonía,... pero el Islam es, según lo anterior, el Dîn por antonomasia porque es conjunción en la Unidad misma que da estructura a la existencia.

            En nuestro Dîn -el Islam- carecen de importancia y mérito los actos formales si no emanan de una intuición y una intención auténticas enraizadas en la ‘Aqîda, y de igual modo la ‘Aqîda -la concepción unitaria de la existencia que se deriva del Îmân- no tiene peso si no es traducida por acciones generosas y llenas de sabiduría. Ese conjunto es lo que Allah valora.

Ahora bien: nadie puede sustituir a Allah, nadie puede juzgar la sinceridad de los otros. Consideramos musulmanes a quienes se declaran como tales, pues sólo Allah ve lo que hay en los corazones. No puede haber en el Islam ningún tipo de Inquisición que indague para descubrir las intenciones y los secretos. Para quien reconoce los ‘derechos’ de Allah ese propósito es una aberración.

            El corazón es espacio exclusivo de Allah, sólo Él sabe lo que ahí se fragua, y es Allah el que enseña a los musulmanes para que estén avisados acerca de sí mismos y sepan desentrañar los signos que les sirvan para su propio crecimiento espiritual. De ahí que una de las grandes enseñanzas del Profeta (s.a.s.) fue el que no tomara medidas contra los hipócritas aun sabiendo quiénes eran y siendo consciente del peligro que entrañaban para el Islam. Él supo abandonarse en Allah antes de cometer cualquier injusticia o lo que pudiera ser entendido como arbitrariedad.

            En la comunidad constituida por los musulmanes en Medina había quienes eran de su número sólo formalmente: afirmaban tener el corazón abierto y realizaban los actos de reconocimiento del Señorío de Allah (las ‘Ibâdas, la más importante de las cuales es el Salât en la mezquita, al menos cinco veces al día, y con el que se reorienta el ser hacia Allah y se espera de Él). Fueron aceptados, pero sus espíritus estaban vacíos y sus actos eran fingimiento. Son los munâfiqîn (los hipócritas).

            Esta sûra enseña que los actos comunes son importantes, pero fáciles, y no son el Islam en su totalidad. El verdadero Islam es el de aquél cuya ‘Aqîda es traducida tanto por el reconocimiento del Señorío de Allah como por la generosidad. Ésta es más difícil y comprometida, pero es la clave. Es la solidaridad y la nobleza en el comportamiento lo que no deben descuidar los sinceros: son lo que respalda su intención por agradar a su Señor y llegar a Él a través del rigor de la ‘Ibâda.

La Sharî‘a del Islam, la ley y el camino, no es sólo ‘Ibâda, o actos de espiritualidad, sino también Mu‘âmala, trato justo con los demás, Ajlâq, comportamientos nobles y generosos, y Ádab, cortesía y reconocimiento, estando todo esto indisolublemente interrelacionado, y siendo cada aspecto alimento imprescindible de los demás.

            La ‘Ibâda es profundización en la ‘Aqîda, pulimentación de la sensibilidad, y es intimidad con Allah y deseo de llegar a Él y ser abarcados por su abundancia, creciendo en esa inmensidad. Pero la ‘Ibâda consiste en actos fáciles de reproducir,... pero el fingimiento no sustituye a la autenticidad. Lo que es indicio de su eficacia es que despierte en el ánimo la nobleza y la generosidad para con los demás. Esta es la medida que muestra a los musulmanes cómo encauzar sus esfuerzos estando alertas a los signos.

            Se impone aquí aclarar una idea. El Îmân escapa a la voluntad del hombre. Es Allah el que lo propicia y abre esa puerta. Ahora bien, se puede declarar la intención de sumarse al número de los mûminîn imitando sus actos. Esta imitación es buena y provechosa y Allah atiende a ella, de ahí que el esfuerzo sea importante. Lo perverso es el fingimiento con el que se pretende confundir a los demás. La imitación de lo bueno, incluso rivalizar por superarse, desencadena el que lo mejor surja finalmente con espontaneidad porque ese esfuerzo expresa un anhelo al que Allah responde. Imitar a los excelentes y acompañarlos es actuar sobre el nervio que despierta la sensibilidad del Îmân. Ese nervio es el de la aspiración (himma), muy distinta del fingimiento (riyâ).

            Cuando el corazón se abre realmente hacia Allah, obliga al cuerpo a moverse también en esa dirección (Qibla). Allah es Pura Unidad que impone esa armonía, y es también Puro Desbordamiento (Rahma), determinando esta Cualidad suya que los actos que realice el cuerpo de quien se encuentra con la Verdad de Allah sean actos de magnanimidad y extroversión.

El Dîn del Islam es esa síntesis, que sólo es falseada por quien rompe el equilibrio: a râ:ita l-ladzî yukádzdzibu bid-dîn, ¿has visto al que declara falso el Dîn? Es decir: ¿sabes quién es el que hace ser falso al Dîn? El verbo kádzdzaba-yukádzdzib significa declarar algo falso, desmentir, considerar que algo sea una mentira. Pero en realidad el verbo significa falsear algo, hacerlo ser una mentira. El Takdzîb es un desmentido que convierte al Islam -el Dîn por antonomasia- en una patraña. Eso es lo que consigue el hipócrita (munâfiq).

            El Islam es puro bien, pero en manos del hipócrita se convierte en una mentira más, en otro de sus engaños. El hipócrita, en la esencia de su actitud, es un mukádzdzib, un desmentidor del Islam, alguien que lo desvirtúa por completo al convertirlo en una falsedad, como todo lo suyo. Por tanto, el munâfiq es un kâdzib, un mentiroso, pues hace que lo bueno aparezca como algo malo. Sólo el sincero (el sâdiq) hace que resplandezca su verdad. Es el sincero el que muestra la autenticidad del Islam (sáddaqa-yusáddiq, declarar o mostrar la verdad de algo, confirmarlo). Es un musáddiq, un confirmador de la bondad del Islam.

            Según lo anterior, los que niegan y rechazan el Islam no son sólo los kâfirîn, los idólatras, sino también, y sobretodo, los munâfiqîn, los hipócritas. Para comprobar en uno mismo que no se es del número de los hipócritas -que aparentemente son musulmanes- el sincero debe buscar los signos del auténtico Islam, los signos de que el corazón, inadvertidamente, no se haya desviado por los retorcimientos de la hipocresía (nifâq).

            Esta cuestión es trascendental, pues no basta considerarse musulmán. Por ello, Allah habla al Profeta (s.a.s.) y le pregunta: ¿Has visto -es decir, sabes quién es (del verbo raà-yarà, ver, y también saber)- el que rechaza y considera falso el Islam? Y a continuación, en lugar de responder que es el kâfir, el no-musulmán, que hubiera sido la respuesta más fácil, Allah dice: fa-dzâlika l-ladzî yadú‘‘u l-yatîm, ése es el que rechaza violentamente al huérfano.

El Islam no es negado sólo por el que lo declara falso abiertamente, como hace el kâfir, sino también por el que, siendo formalmente musulmán, en su corazón no existe el bien que el Islam suscita. Se trata del hipócrita, el que es musulmán en apariencia pero que, en su fondo, carece de lo que acompaña al Islam verdadero: rendición incondicionada a Allah, generosidad y abandono del egoísmo y el interés personal. El kâfir declara falso el Islam; el munâfiq, con su actitud, hace ser falso el Islam,... es, por tanto, el mayor embustero. Por ello, el Corán es más duro en las censuras que dirige a los munâfiqîn.

            Desmiente la autenticidad del Islam todo el que rechaza (da‘‘a-yadú‘‘u, alejar de sí con violencia, crueldad o dureza) al huérfano (yatîm). Ser sincero (sâdiq) en el Islam es sinónimo de ser noble y generoso, en especial hacia los desprotegidos, porque la sinceridad (el sidq) no es sólo decir la verdad sino descubrir lo verdadero y auténtico, y lo verdadero y auténtico es Allah Creador y Dador de Vida. Ese descubrimiento tiene necesarias repercusiones en el ánimo, y lo hace ser desprendido y hospitalario pues queda sumido en la Abundancia de su Señor.

            El acogimiento amable que el musulmán dispensa al indefenso es Tasdîq, confirmación del Islam y verdadera declaración de sinceridad. Los huérfanos, en una sociedad tribal como la preislámica en la que la familia lo era todo, eran objeto fácil para la agresión y la injusticia. Su soledad les exponía al arbitrio de todo el mundo. Allah impone a los musulmanes ofrecer abrigo y protección a los huérfanos y los desfavorecidos. Es importante recordar en este contexto que Muhammad (s.a.s.) era huérfano, y fue recogido por Allah, siendo este hecho enormemente significante y esclarecedor.

            El Corán sigue describiendo al que desmiente el Islam, y dice: wa lâ yahúddu ‘alà ta‘âmi l-miskîn, y no anima a alimentar al necesitado. Otra cualidad del hipócrita, además de su crueldad, es que ni tan siquiera anima a los demás (hadda-yahúdd, animar) a dar alimento (ta‘âm) al necesitado (miskîn).

Los huérfanos y los pobres conformaban el grueso de la marginalidad en la sociedad árabe preislámica. El Islam los integró en su comunidad: Allah impone a los musulmanes un porcentaje sobre sus riquezas (el Çakât) que pertenece en toda regla a los que lo necesiten. El Çakât es considerado una ‘Ibâda, y su pago es uno de los pilares del Islam. No es un acto de caridad sino una obligación regulada cuyo cumplimiento se exige.

            En la interpretación de los sufíes, que no niega lo anterior sino que profundiza en sus connotaciones, el huérfano (yatîm), el solitario,... es el que se ha quedado sin dioses: éste es el que tiene cabida en el Islam, el preparado para recibir la enseñanza de la Unidad; por otra parte, el necesitado (miskîn) es alguien que ya no tiene ni espera nada del mundo, el desengañado por las ilusiones y las apariencias, es el que busca sinceramente a Allah, al Verdadero, y debe ser alimentado generosamente con los saberes que lo conduzcan a Él.

            Además, el huérfano-necesitado, entre los sufíes, es por antonomasia Muhammad (s.a.s.), que está en una caverna en las profundidades del corazón de cada ser humano, y donde espera la Revelación. Su orfandad y necesidad son precisamente su grandeza que lo abre a su Señor y propicia que se derrame sobre él la Rahma, la Misericordia de Allah. La soledad y la pobreza son la invocación del buscador sincero y la ofrenda que presenta ante su Señor, porque son su verdad, su ser, lo único que es suyo.

            Sincero es el que descubre, reconoce y acoge su propia orfandad y mendicidad y las satisface en Allah. Sólo el hipócrita, que desprecia a los huérfanos y a los necesitados ignorando que él mismo es un huérfano sin dioses y un necesitado de su Señor, vuelve la espalda a las realidades y se aísla en su egoísmo y en su desvinculación de todo, incluido él.

            Juntando los dos enfoques, diríamos que el Îmân es la sensibilidad capaz de reunificarlo todo,... es inmensidad de espíritu que cobija al universo entero, del que a su vez el mûmin es reflejo en su intimidad más privada. El mûmin se ve y se pierde en la integralidad del ser. Su solidaridad no es caridad: es, más bien, integración. Su acto exterior y su acto interior coinciden porque su meta es el Uno-Único. La orfandad y la mendicidad del mundo es también su orfandad y su mendicidad, y sólo encuentra a su Señor en la síntesis que sitúa la existencia entera ante Allah.

            A su vez, todo ello cobra sentido pleno y queda polarizado en el Mensajero, en Muhammad (s.a.s.), que es el Hombre-Uno orientado hacia Allah. Acoger a Muhammad cuya voz resuena en el corazón de cada ser, acoger a los huérfanos y a los necesitados que repiten con sus carencias las verdades íntimas, acogerse a sí mismo, es la hospitalidad que esta sûra ordena. Y sólo el auténtico, el verdaderamente sincero, el reunificado, está habilitado para llevar a sus últimas consecuencias el significado de la ‘Aqîda del Tawhîd, la percepción unitaria de la existencia.

            Retomando el hilo, esta sûra comienza con una pregunta dirigida a quien pueda ver con el ojo del corazón: “¿Has visto al que declara falso el Islam?”, y Allah responde señalando en una dirección inesperada: no se trata del enemigo declarado del Islam, sino que quien de verdad lo niega y desmiente es “el que rechaza violentamente al huérfano y no anima a los demás a dar de comer al pobre”.

En Medina, recordémoslo, los musulmanes estaban en guerra con los kuffâr de Meca. Ésos eran sus enemigos, los que los habían expulsado de sus casas, los que los habían perseguido y despreciado por ser musulmanes. Pero aquí el Corán les enseña que quienes realmente están en el polo opuesto del Islam son los insolidarios, los que no acogen a los desprotegidos, los que no alimentan a los necesitados.

            El Îmân, la apertura hacia Allah -origen de la ‘Aqîda (la visión unitaria de la existencia) y la Sharî‘a (la Ley y el Camino)-, no es algo que se diga con la lengua sino algo que se instala en el corazón y mueve el cuerpo  (y también la lengua), pero es eso que habita en lo más profundo, el Îmân, lo realmente valioso y eficaz. Las palabras, las declaraciones altisonantes, si no son una traducción honesta y síntoma verdadero del Îmân, son como polvo suspendido en el aire, algo sin valor ni consistencia.

            Lo mismo sucede con la ‘Ibâda, los gestos con los que el musulmán quiere acercarse y complacer a su Señor tendiendo hacia Él el puente de su aspiración: esos gestos son ineficaces espiritualmente si no vienen respaldados por una apertura sincera hacia el universo de Allah y si no nos sumergen totalmente en el Recuerdo transformador, es decir, si no son una evocación de la Unidad que todo lo integra.

Así, el Salât -el ejercicio más importante de ‘Ibâda, con el que el musulmán, al menos cinco veces al día, se pone ante su Señor y se doblega ante Él- es un simple movimiento irrelevante si no va acompañado del doblegamiento del corazón ante la Verdad Creadora. Y ese doblegamiento, si es sincero, inmediatamente se pone en acción y se hace creador y posibilitador de vida, manifestándose como generosidad y nobleza hacia todo lo que existe. Estos son los resultados en los que el interesado puede ver la eficacia real de sus esfuerzos. Si no es así, debe redoblarlos -nunca abandonarlos-.

            El Salât interacciona con el Îmân, y ése es su mérito. El Îmân lo motiva y lo fecunda, y, por su lado, el Salât acrecienta la fuerza de su motor interior, y de esa interacción solidaria entre el sentir y el hacer surge la bondad desbordante: el Dîn. Si no hay Îmân, el Salât es fingimiento, engaño y perjuicio: fa-wáilun lil-musallîna l-ladzîna hum ‘an salâtihim sâhûn, ¡ay de los que hacen el Salât y en su Salât son distraídos!

            Estas palabras amenazadoras avisan de algo terrible que espera a los que hacen el Salât (los musallîn, plural de musalli) pero en su Salât son distraídos (sâhûn, plural de sâhî, distraído, descuidado, negligente). El Salât debe ser realizado con rigor, en su momento estricto, con presencia absoluta de corazón y rendición incondicionada a Allah, sin olvidos ni descuidos, para que ese acto actúe eficazmente sobre el corazón y lo despierte y aumente.

            El sáhu, el olvido, la omisión, el descuido, la distracción, durante el Salât, es extremadamente grave, al ser indicio de falta de consideración y respeto hacia Allah. Ante Allah Uno-Único el ser humano debe estar despierto, ser atento y vigilante, y estar alimentando en sí mismo la vigilia y la conciencia frente a su Señor Viviente. De lo contrario, con la rutina, es como si estuviera queriendo engañar a Allah y a los musulmanes.

Por ello la amenaza es terrible: la interjección wáilun li- ¡ay de...!, originalmente significa: ‘el Wáil es para... los musallîn que en su Salât son distraídos’, y Wáil es el nombre de un río de fuego en el que serán abrasados (según algunos relatos tradicionales). El Salât de los sâhûn, los distraídos, es una maldición que provocan contra ellos mismos. Esa distracción o descuido es indicio de falta de atención, de fingimiento. El Profeta (s.a.s.) dijo: “En el Fuego de Yahánnam hay un río (o valle) del que Yahánnam mismo se espanta y pide a Allah cobijo y auxilio contra él cuatrocientas veces al día. Ese río ha sido preparado para los fingidores en el seno de la Nación de Muhammad”.

            Por fortuna, la terrible amenaza pronunciada en las palabras anteriores es matizada a continuación. Es difícil evitar algún sáhu, distracción, durante el Salât. El Salat sin sáhu es algo perfecto que se tiene que alcanzar con la práctica, pues exige de una concentración que sólo alcanzan los que presienten directamente a Allah. El Salât que es una maldición contra el que lo realiza es el de  al-ladzîna hum yurâ:ûna wa yamna‘ûna l-mâ‘ûn, los que lo hacen para ser vistos y niegan la ayuda. Es decir, es el Salât de los hipócritas y no el de los que tienen un simple descuido. No obstante, el que la amenaza vaya por delante sugiere con la intensidad de su advertencia que es necesario el esfuerzo que se proponga evitar la desatención durante el momento en que el ser humano enfoca a Allah en el Salât.

            Hipócritas son los que hacen el Salât para ser vistos (râà-yurâi, actuar fingidamente) y ser considerados por ello musulmanes o para obtener algún privilegio o favor, y ese fingimiento (riyâ) lo delata el que después niegan (mána‘a-yámna‘, negar, impedir) su ayuda (mâ‘ûn) a los que la necesitan. El concepto de Ma‘ûn, la ayuda, es extraordinariamente amplio: abarca todo aquello con lo que alguien pueda solucionar algún problema a un prójimo, por liviano que parezca, hasta prestarle un cubo si le hace falta, o una cuchara, o cualquier cosa insignificante. Todo eso es Ma‘ûn que un musulmán no puede negar o, de lo contrario, estaría a punto de ser incluido en el versículo.

El hipócrita es un fingidor (murâi, alguien que actúa para ser visto), y su falta de sinceridad se nota en que, después del Salât, a la hora de la verdad, se echa atrás cuando se le pide cualquier ayuda. El hipócrita simplemente se ha sumado a los musulmanes por interés, y su lucha no es por alcanzar a Allah, sino que es por asemejarse externamente a los mûminîn con la intención de hacerse pasar por uno de ellos.

            Hipócritas (munâfiqîn) son los que hacen el Salât, aparentando muchas veces gravedad durante su ejecución para ocultar el disimulo y el distraimiento esenciales. Esas veces sus movimientos son exactos, sus invocaciones son correctas, pero sus corazones están completamente ausentes, pues si lo estuvieran saldrían del Salât mejorados como personas, crecidos espiritualmente, más ricos y abundantes. Han cometido el mayor de los olvidos: ese sáhu es el que es imperdonable.

            La presencia de la intención sincera en el Salât es el requisito fundamental. Pero los corazones de los munâfiqîn no están en el Salât ni se han reunido con Allah, sino que están pendientes de las miradas de las gentes. Ése es el sáhu que desata el Wáil, el río de fuego de la Ira de Allah. Es de notar que en el Corán no se ordene ‘hacer el Salât’ sino ‘establecerlo, hacerlo derecho, erguirlo (la Iqâma)’, es decir, enderezarse con él, y no retorcerse ni hacer de él un embuste.

            Las últimas palabras de la sûra retoman lo dicho desde el principio: los hipócritas son los que hacen el Salât pero después niegan el mâ‘ûn, la asistencia y la ayuda a quienes la necesitan. Los hipócritas, ni cumplen los derechos de Allah ni los de las gentes.

            El último versículo: wa yamna‘ûna l-mâ‘ûn, y niegan la ayuda, es el que da homogeneidad definitiva a la sûra. Dijimos al principio que las tres primeras frases de la sûra puede que hayan sido reveladas en Meca, con lo que se estaría describiendo con ellas a los kâfirîn. Las tres siguientes se refieren sin duda a los hipócritas, que con la cuarta, gracias al cruce de referencias, quedan homologados a los anteriores. El nifâq, la hipocresía, es, en el fondo, kufr, negación y rechazo.

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