EL YIHAD

 

         El lugar central que ocupa en el cristianismo la caridad, tiene en el Islam como contrapunto el Yihâd, virtud en torno a la que gravitan todos sus valores. Sirva esta afirmación introductoria a modo de punto de partida en el que queremos destacar la importancia absoluta de una idea que, sin embargo, resulta inquietante para muchos y son muchos también los que intentan resolver los problemas que plantea esta constante referencia en el Islam al Yihâd, suavizando, desviando o anulando su significación.

 

Pero su significación es tan innegablemente radical que no se ha dudado en traducir Yihâd por ‘guerra santa’. De esto resulta que lo fundamental del Islam es desatar combates. Y, efectivamente, el Corán mismo, cuando describe su propia Revelación lo hace con una imagen poderosa en la que se compara el descenso del Libro con una tormenta de violencia apocalíptica cuyos relámpagos están a punto de dejar ciegos a los hombres, a quienes desconcierta tanto derroche de luz. El objetivo del Corán es remover cimientos, y lo hace con el estruendo de un terremoto que sacude la tierra y la pone patas arriba. La vida de Sidnâ Muhammad (s.a.s.) es también ejemplo viviente de Yihâd: él desencadenó en su país una guerra con el revulsivo de sus enseñanzas, imponiendo y haciendo ineludible una confrontación decisiva.

 

Y esas dos fuentes que para cualquier musulmán son tan trascendentales -el Corán y el Ejemplo del Profeta- se le meten dentro, se funden con su sangre, sus nervios y sus huesos, y lo configuran y hacen de él también algo explosivo. El Sháij al-‘Álawi dijo del Corán: “El Profeta nos ordenó amar el Corán, hasta el extremo de que se ha mezclado con nuestra sangre, nuestra carne, nuestras venas, y con todo lo que somos”. El Islam es, constantemente, una eclosión de vida, con toda su fuerza y abundancia. A esa exuberancia es a lo que se llama Yihâd.

 

         La palabra Yihâd significa, en principio, ‘esfuerzo’, ahora bien, se trata de un esfuerzo llevado al límite, sin reservas. La guerra es su expresión máxima, pero no la única. Todo esfuerzo de un musulmán puede ser un Yihâd si en él se cumplen ciertas condiciones que lo transportan más allá del simple esfuerzo. Pero precisamente porque la guerra -es decir, la movilización de todas las energías- es la forma que puede adquirir en su plenitud, el término Yihâd aparece en los tratados de Derecho musulmán como título para los temas que se consagran a la exposición de las reglas de la guerra.

 

En la guerra, el musulmán debe exteriorizar sus cualidades más nobles (es más, esa exteriorización es ya el detonante de su guerra): su valor, su ánimo, su entusiasmo, su capacidad de resistencia y entrega, su generosidad, su fidelidad a la palabra empeñada, su preferencia por la paz, su amor al Islam y a los musulmanes, su confianza en Allah, etc. El musulmán combate por Allah (fî sabîlillâh), es decir, porque se imponga la justicia y la verdad; no lo hace, por tanto, por venganza, ni por deseo de botín, ni por arrogancia. Es, fundamentalmente, un acto de entrega absoluta y activa a Allah, sin participación de otro interés que no sea el de ‘estar en sus Manos’. La imagen del Imâm ‘Ali, que en medio de una batalla consigue abatir a un enemigo y cuando está a punto de asestarle un golpe fatal éste le escupe y el Imâm decide entonces dejarle con vida -porque si lo mataba lo haría por haber sido ofendido-, es un ejemplo gráfico del espíritu que debe guiar al muÿâhid, el que combate por y en Allah.

 

         Una cosa importante: en esos intentos por suavizar la significación de Yihâd se ha querido presentarlo como una simple justificación de la guerra defensiva. Pero esto no es cierto: el Yihâd no es exclusivamente para repeler agresiones. El Yihâd está mucho más abierto, y adopta la forma sabia que exija cada circunstancia. El Yihâd no tiene meta en la que se disuelva, más que con la consumación de los tiempos, tal como afirmó Rasûlullâh (s.a.s.). Se trata, por tanto, de algo más que de una actitud defensiva. El amor propio y la dignidad del musulmán, junto a su extraordinaria riqueza espiritual, es lo que hace de él un muÿâhid en potencia, dispuesto siempre a afirmar su ser y expandirlo. Ahora bien, en la misma medida en que el Yihâd no es defensivo, tampoco es agresivo (el Corán repite constantemente: “Allah no ama a los agresores”). Se trata, pues, de un estado tenso en el que se conjugan la audacia y la sabiduría, el arrojo y la generosidad. Esos extremos, esa positividad del espíritu en tensión, configuran al muÿâhid que avanza resueltamente hacia Allah sobre un Sendero Recto. El Yihâd significa que el musulmán es un vórtice de energía, pura vida en acción.

 

         El sufí combate a su ego; el muÿâhid lo pone a disposición de Allah. El Corán enseña que Allah ‘ha comprado sus vidas’ a los muÿâhidîn. Es por ello por lo que nunca mueren: “No llaméis ‘muertos’ a los que han fallecido en la Senda de Allah. Están vivos...” (Corán). Por ello, a los que han caído en la lucha no se les debe lavar como se hace con los difuntos, porque no hay en ellos nada que purificar. Simplemente se han trasformado en ‘pájaros de colores’ que vuelan libres en los Jardines, tal como explican otros hadices.

 

Y es que, en realidad, el muÿâhid es la imagen de aquello a lo que debe aspirar el musulmán: es aquél que apuesta su vida y vive en las fronteras, y para hacerlo hay que estar fuertemente imbuido por las enseñanzas de la ‘Aqîda, la Cosmovisión del Islam, que desmonta los reparos que impiden confiar en Allah y entregarse a su Voluntad integrándonos en el torbellino vertiginoso del ser. El Yihâd es vivir sin miedo a la muerte, es comprender realmente la grandeza de la vida. Y ése es el auténtico desapego al que aspira el sufí. El muÿâhid no desprecia la vida; al contrario, la vive intensamente sin miedo a perderla jamás, porque se sabe inmerso en la Acción de Allah cuya Inmensidad se convierte en el horizonte en el que el muÿâhid despliega su propia existencia. Es quien ha desmitificado la muerte, está mucho más allá de ella, y por ello su presente se ha desligado de los fantasmas que hacen reservados a los seres humanos. Se ha librado de todos los ídolos, y vive fluyendo con lo que Allah quiera. El muÿâhid es la persona que se ha desatado, que se ha desmarañado, trascendiendo sus inseguridades, sus certezas, sus trabas, convirtiéndose en alguien unido a la vida en efervescencia.

 

El muÿâhid acepta el riesgo, que es la verdad de la condición humana. Acepta la incertidumbre, y ello lo alza por encima del miedo que engaña al común de los hombres.  En el fondo, el Yihâd es la actitud vital de quien ha superado los obstáculos que oponen al avance del ser humano el miedo a la escasez, el hambre, la enfermedad o la muerte. El muÿâhid es el que vive y actúa asumiendo que no sabe si mañana seguirá con vida, que no sabe si será pobre o rico, y, además, no le importa el éxito o el fracaso de su empresa, sino que simplemente cumple con su existencia, cumple con lo que Allah quiere. Y esto es lo que hace de él un eje de vida en medio de la mediocridad del resto de los hombres, que se engañan y se justifican en sus pequeñas certezas.

 

El shahîd (el mártir), el que ha dejado la vida en su lucha, es, con ello, testigo de su propia sinceridad y de su victoria. Un shahîd es ‘algo absoluto’. La traducción del término shahîd por ‘mártir’ desmerece su verdadera implicación. No se trata del ‘mártir cristiano’ que se deja matar por su fe. El shahîd muere en el seno de su guerra. En el Islam no se quiere que los musulmanes ‘se dejen matar’, sino que combatan. Y proteger la vida debe ser un objetivo. El Yihâd no es suicidarse, ni provocar que otros te maten. Al contrario, debe rehuirse eso. El musulmán es demasiado valioso. No lucha por unas ‘ideas’, sino ‘por Allah’, es decir, vive sin miedos, positivamente, enfrentándose a lo que se tenga que enfrentar pero sin estupidez. El Yihâd sólo puede ser realizado por sabios y exige una percepción grandiosa de la realidad, desdeñando subterfugios y sucedáneos.

La noción de Yihâd implica una sensibilidad telúrica de la que está preñado el Islam. Emana de la ‘Aqîda y fluye por las venas de los musulmanes, dándoles vida añadida a la vida, que es luz sobre luz. No es una ‘teoría’, sino una forma de ser y de actuar. Tiene infinidad de maneras de manifestarse. Y esa multiplicidad de formas es lo que lo hace ser un concepto escurridizo, pero eficaz. El carácter indomable de los musulmanes, su historia de eternas insumisiones, su igualitarismo, su hondo sentido de la espiritualidad más allá de toda superficialidad y de toda artificialidad, nace de ese nervio anclado en las profundidades de la conciencia. En realidad, el Yihâd está más allá de todo discurso posible; está más allá de lo controlable, vertebrando lo esencial del Islam y velando por su fidelidad a sí mismo.

 

         Contraponíamos al principio la caridad cristiana y el Yihâd del Islam. El poner el acento en uno u otro genera espiritualidades distintas. El cristiano busca consolar y ser consolado: la caridad es lo mejor que puede ofrecer el ego. El musulmán afronta la existencia, y se expande con ella, y su generosidad es un desbordamiento de vida, una continuidad de la Rahma creadora. Y en el fondo la diferencia es tan grande que implica un abismo entre ambas actitudes. Cristo es una imagen doliente, caritativa. Sidnâ Muhammad (s.a.s.) fue un guerrero, el forjador de un mundo, el conquistador de espacios, que aunaba sensibilidad y audacia, sabiduría y arrojo. El cristianismo es introspectivo, el Islam es extrovertido. El cristianismo es una cuestión ‘personal’ relegada a un ámbito privado; el Islam no se elige, se siente como aquello que te da vida y a lo que no puedes oponerte cuando despierta en ti, porque en realidad el Islam es fuerza vital que te desborda. El cristiano busca que se le perdone un ‘pecado original’, el musulmán hace de lo que él es el arranque hacia una conquista: ulâika ‘alà húdan min rábbihim wa ulâika húmu l-muflihûn, ésos son los que están sobre la Senda de su Señor; ésos son los triunfadores...