LA
MUERTE
El hombre occidental,
que se instala en la existencia como juez y no como parte, sólo ve males y
agresiones contra él en la enfermedad, la pobreza, la desgracia, la
incapacidad, la calamidad, la opresión, la desesperación y la muerte.
Evidentemente, son males. Eso es obvio: nos causan daño y dolor, nos confunden
y atormentan, nos dejan desarmados. Y lo hacen porque son la manifestación de
nuestra debilidad ante el Poder arrollador de la Verdad Creadora que
constantemente nos está diciendo que Ella es la preeminente, que está más allá
de nuestros deseos e ilusiones, que escapa a nuestros juicios, que, simplemente,
domina. El hombre quiere exorcizar esos males que son la prueba de su
fragilidad, evitando enfrentarse con su verdad en la que está la puerta hacia
Allah.
La muerte en sí es
el ocaso del dios humano, el derrumbamiento de su ídolo. La vida a la que nos
aferramos desesperadamente es un instante efímero. No lo remediaría el que duráramos
mil años ni el que nos reencarnáramos mil veces. El tiempo mismo es nada. Ante
esto, cabe el pesimismo más absoluto o bien se transforma en un trampolín
hacia espacios infinitos. En realidad, la inmersión en lo que significa e
implica la muerte es una clave para una liberación infinita, para una vida más
allá de toda angustia. Quien, convencido de su fragilidad y la de cuanto lo
rodea rompe con su propia mentira y su miseria, se asoma entonces a lo eterno
porque ha salido de un circulo vicioso, de la estrechez de su mundo de in autenticidades.
La eternidad a la que
nos referimos no es un tiempo sin fin, no es una esperanza, no es un alivio para
quienes tienen sentimientos religiosos. Es la libertad en la que se sumerge
quien ha desidolatrizado su existencia con la llave eficaz de lâ
ilâha illâ llâh, no hay más verdad
que Allah. Eso es al-Âjira, el
Universo de Allah, que nos aguarda tras la muerte. No es un espacio mítico sino
la realidad con la que se encuentra el que ha abandonado a los ídolos y se ha
abierto a Allah. Es, realmente, un Jardín.
La muerte es
presencia de Allah, presencia contundente, que nos arranca de nosotros. La
muerte es terrible porque nos aparta de lo que amamos, de todo aquello en lo que
hemos cifrado nuestro ser, corta violentamente nuestras dependencias y apegos,
y nos arroja a lo indeterminado, a lo inmedible, a lo impensable, donde
está la Verdad. Por ello huimos de ella, la camuflamos constantemente y
lamentamos cada muerte. No podemos negar lo que sentimos, no debemos condenarlo,
pero sí reflexionar. ¿Qué es lo que somos? ¿Qué tememos? En el fondo
tememos a Allah, presentimos a Allah, nos da pánico esa eternidad. Él es el
Irrepresentable, el Irrefutable, el Uno en el que existimos, el Poder que
respalda nuestra existencia, lo que nos está velado y cuya Inmensidad asusta y
apabulla.
Quienes han perdido
miedo a sentir miedo ante Allah entran en el Amor a Allah. Quienes no han dudado
en convertir la muerte en un tema para la reflexión y el aprendizaje han
franqueado la puerta y se han asomado a lo que angustia al ser humano en sus
profundidades y ahí han encontrado al Majestuoso, al Bello, y el terror se ha
convertido en ellos en pasión desbordada. Han trasgredido los límites y han
trastocado todo, y han convertido esta vida en Jardín. La muerte, para ellos,
es un tránsito hacia la plenitud. El Profeta dijo: “Morid
antes de morir”, y quienes lo han hecho han perdido el miedo a la muerte.
La vida es un don
dado a la nada, y la muerte es una enseñanza profunda para conocer en ese
obsequio la Inmensidad en la que existimos, ofreciendo la eternidad al ser frágil
que se debate entre sueños. Puesto que es un don, el musulmán tiene, por ello
mismo, la posibilidad de valorar la magnificencia de ese regalo. La reflexión
en la muerte no es un rechazo a la vida, al contrario, es una enseñanza rotunda
para conocer su profundidad, para que deje de ser una obsesión y se convierta
en un disfrute. Y el mal que nos derrota, la enfermedad que nos agobia, la
muerte que se nos anuncia, la injusticia que sufrimos, no son perversidades del
Destino sino retos contra los que luchar desde una sabiduría que hunde sus raíces
en una contemplación distinta de la realidad. El Islam es Yihâd, es lucha,
nunca es fatalismo o pesimismo. El Islam es aspiración a la verdad, a la
justicia, a la eternidad, y en esas claves el musulmán realiza su plena soberanía,
su condición califal, su centralidad en la existencia.