LA INIMITABILIDAD DEL CORÁN

Introducción

 

        Abu 'Ali al-Husain ibn 'Atiq ibn al-Husain ibn Rashiq al-Taglibî de Kunya (Murcia), nos relata en un menudo episodio su encuentro con unos monjes cristianos, en la Murcia del siglo XIII recién incorporada a la corona de Castilla por el monarca Alfonso X.

 

        Se trata de una breve polémica sobre un punto en concreto del Corán (II,22), que un monje cristiano mantiene con Ibn Rashiq, cuyo diálogo nos trasmite éste con fidelidad y precisión.

 

        El monje, versado tanto en la escolástica como en lo tocante al Corán, se detiene en una de sus aleyas (II,22): "y si lo hicieseis, y no lo haréis, temed el fuego del Yahanna" (sobreentendiendo lo anterior: "si dudáis del libro que hemos enviado a nuestro siervo, traed un capítulo comparable a los que este libro encierra"), es decir, una de las ayas que retan (tahaddin) a los musulmanes a imitar el estilo coránico.

 

        La cuestión planteada por el monje al joven Ibn Rashiq, es el del i'ÿaç o inimitabilidad del Corán, formulado en varios pasajes del mismo, y que suscitó desde muy antiguo apasionadas controversias. 

 

 

Relato de la disputa de Ibn Rashiq con los monjes 

a propósito de la inimitabilidad del Corán

 


        Estaba yo en la ciudad de Murcia -Allah la devuelva al Islam- por los d
ías en que sus habitantes sufrían las pruebas del tributo [al-dayn], de cuyas cargas les libre Allah y de cuyas trampas les salve. Habían llegado a la ciudad, de parte del rey de los cristianos [tagiyat ar-rum] un grupo de sacerdotes y de monjes, consagrados, según ellos, a la vida devota y a estudiar las ciencias, pero interesados sobre todo por las ciencias de los musulmanes y por traducirlas a su lengua con objeto de criticarlas -Allah Altísimo frustre sus propósitos -, ánimo de entablar polémica con los musulmanes y aviesa intención de atraerse a los débiles de entre ellos. A cuenta de esto se comían el dinero de su rey y crecía su prestigio a los ojos de sus correligionarios -Allah los aniquile hasta el último-.

 

Por aquel entonces, cuando todavía no me apuntaba la barba, solía yo sentarme delante de mi padre -Allah Altísimo tenga misericordia de él- para ayudarle a escribir documentos notariales [al-wata' iq] y a redactar actas legales ['uqud al- ahkam].

 

        Un musulmán se vio obligado a prestar juramento en un pleito que tenía con un cristiano, y me mandaron comparecer juntamente con otro testigo para que, como era debido, el musulmán lo llevase a cabo, en lugar que los cristianos, por motivos religiosos, tenían en gran estima. Me dirigí pues, en compañía de ambos, a la reunión de aquellos monjes que se celebraba en una mansión dentro de la cual había una iglesia que honraban mucho.

 

        Acabado el asunto que nos había llevado allí, uno de aquellos sacerdotes, que venía de Marrakush (min bilad Marrakush), hombre elocuente, comprensivo y moderado en la discusión, me llamó, me rogó que me quedara y comenzó a llevarme, poco a poco, al camino del dialogo, con decirme:

            -Tú eres un estudiante inteligente. He oído hablar de tu padre y de ti, y los musulmanes me han contado todo género de cosas buenas de uno y de otro, así como de la ciencia que poseéis. Me gustaría hablar contigo de algo que será provechoso para ti y para mí. No eres de esos que temen dejarse embaucar por el error y a los que se les oculta la verdad y no la reconocen cuando se les muestra. Siéntate con nosotros, que vamos a tratar de una cuestión-.

 

        Me sorprendieron sus palabras y la desenvoltura con que hablaba. Me senté pues, con ellos, que eran cuatro contándolo a él, aunque era evidente que le dejaban llevar la voz cantante. Comenzó a hablarme a propósito del milagro (mu'ÿiça), y se comportaba como persona de buena crianza al referirse al profeta (), aunque ello obedeciera al temor de que yo me espantara y fuese un ardid mediante el cual me sintiera inclinado a escuchar sus palabras.

 

        Gracias a Allah (y pese a mi corta edad) yo poseía ya algunos sólidos conocimientos sobre los fundamentos del Islam, que había aprendido con mi padre -Allah Altísimo tenga misericordia de él-.

        -Vosotros afirmáis, empezó por decirme, que uno de los mayores prodigios [mu'ÿiçat} de vuestro profeta es el Corán excelso que tenéis.

Así es, afirmé. 

             - Vosotros, continuó diciendo, leéis en el Corán: "Y sino lo hicieseis, y no lo haréis, temed el fuego del Yahanna" (II,22); palabras que se encuentran en la "Aya del Desafío" (Ayat at-Tahaddî) y en la declaración de impotencia (por parte de los hombres de hacerlo). Decís, además, que la negación del futuro contenida en las palabras "y no lo haréis" es el texto que declara la imposibilidad de imitarlo que había en aquel momento y que se mantendrá mientras duren los tiempos.

            - Así es le dije.

            - En aquel tiempo, prosiguió, no hubo un solo imitador. Pasaron los años y los siglos, y la lengua culta de los árabes entró en decadencia y quedó enteramente corrompida. Seguís manteniendo el prodigio de la inimitabilidad (al-i'ÿaç) y la validez de esa negación de que hemos hablado como realmente probadora del asunto. ¿Habéis pensado que virtualmente no cabe probabilidad de imitación, y que el hombre de nuestro tiempo ha logrado en este punto una certeza más absoluta que el antiguo?

            -En cuanto a eso, le respondí, no digo que la cuestión continúe como estaba en un principio, ni que no; ni que el hombre de tiempos pasados tenga mayor ventaja que el de ahora, ni que el de ahora más que el de tiempos pasados, dado que, si la verdad se muestra sólo en un determinado aspecto, la multiplicidad de aspectos no le añade mayor certeza ni le resta puntos de duda, sino que se mantiene como tal verdad en cualquiera de los aspectos, como mismo has dicho. ¿Qué es lo que pretendes construir sobre esta base? 

            -Dios, contestó, se halla por encima de tales palabras, y su divino mandato está libre de juegos retóricos. Óyeme lo que voy a decirte. No te imagines que voy a traerte a cuento a alguien que haya imitado el Corán, o que haya en este sentido aportado algo que pueda turbar tu ánimo. No, por Dios. No sostengo tal cosa, ni pretendo decir lo que no ha dicho ningún hombre de vuestra creencia o de otra. Voy a hablarte de cosa distinta. Entiéndemela bien y considérala atentamente, pues es materia de reflexión que tengo dentro de y no he encontrado a nadie de tu creencia que haya conseguido librarme de ella, pese a haber consultado con insistencia a cuantos musulmanes de vasto saber he encontrado. Me refiero al libro llamado al-Maqamât, sobre el cual la gente de vuestra creencia está de acuerdo en que los literatos se sintieron incapaces de imitarlo, y que todo aquél que se puso a ello no pudo presentar nada que se le pareciera ni de lejos. Por otra parte, su autor desafió a todos los filólogos en lo tocante a un pasaje de la obra, como el cual pensó que nadie sería capaz de presentar nada. Claro es que, si hubiese declarado que en el futuro nadie podría presentar nada parecido, no habría sido posible refutarle. He aquí lo que dice en la maqâma:

        Recita un par de versos que empiecen y terminen cada uno de ellos con las mismas palabras; que hagan enmudecer a los que dominan la lengua, y que estén a salvo de ser completados con un tercer verso y recitó:

            Deja una huella cuyas consecuencias sean buenas,

            y muéstrate agradecido al que te da, aunque sólo sea un grano de ajonjolí.

            Aunque puedas, no recurras a la astucia para ganar señorío y nobleza.

 

        Después de él pasaron los tiempos, se sucedieron las generaciones, y nadie fue capaz de presentar un tercer verso como esos otros dos, según había dicho, ni en su tiempo, ni después de él, aun cuando las gentes los han estudiado mucho y se han discutido en las tertulias literarias y en los salones de los príncipes, y a pesar de su difusión a través de los tiempos. Conforme a lo que reconoces en principio y encontramos aceptado por vuestras gentes respecto a la verdad del Corán, hay que reconocer que lo que al-Hariri dice en ese pasaje constituye también un prodigio, pues aunque él no se lo propusiera ni tuviera esa intención a la que vamos, ha ocurrido de hecho, por casualidad, y ha sucedido realmente [que nadie ha aportado un tercer verso], en forma que no hay lugar a dudas. Y, a pesar de eso, no se os ocurre decir que al-Hariri sea un profeta. Ni os es posible decirlo, ni yo lo pretendo. A lo que voy es que cualquiera de vosotros que tenga conocimiento de este asunto no puede concluir que sea un profeta. Ahora bien: ¿qué diferencia hay entre este punto y aquél en que estábamos antes, si no recurrimos a otro u otros contextos del Corán, en cuyo caso el Corán quedaría pendiente de la demostración de la misión profética de vuestro profeta, contra lo que dicen vuestros imames? 

 

        Y siguió diciendo cosas del mismo tenor, evitando en sus palabras que yo me espantara, con hablar mesuradamente del Corán siempre que lo citaba y en términos laudatorios del profeta cuando tenía que mencionarlo.

            -Lo más natural, decía, es que seas tú el que estudies esta cuestión y no yo.

        Entonces, por Allah, me vino gran deseo de añadir a los dos versos [un tercero]; pero no se me ocurrió en ese momento ni me vino la inspiración oportuna. Me puse, pues, a mostrarle la diferencia que había entre las dos cuestiones, por medio de argumentos teológicos y razonamientos científicos, mientras mi imaginación estaba ocupada en añadir el tercer verso. Él contestaba a todo lo que iba diciendo con un eso ya lo he oído y lo sostuvo fulano contra y yo le dije tal cosa, o bien, he oído hablar de ese punto, y "ese otro punto lo defiende fulano en tal libro" , o bien "tal otro me objeto de tal o cual manera". Si, hasta que Allah me facilito encontrar un [tercer] verso. 

            -Con todo, le dije, hay quienes han completado los dos versos sin prestar mayor atención al asunto. 

            -¿Como es eso? , me pregunto. Por Dios, no topé con nadie que sostuviese tal cosa, ni nadie me ha hablado nunca de ello. 

            -Pues te voy a citar un tercer verso análogo, le dije, aunque no puedo decirte ahora quién es el autor. (En aquel momento no creí oportuno confesarle que era mío, porque consideré que si se lo decía no le causaría tanto efecto). y me puse a recitar:

                La dote [de una mujer] es la de las huríes, que es el temor de Allah. 

                Dásela pronto, sea doncella o madura.

        Oír este verso, que le tuve que repetir hasta que lo entendió, fue como si le hubiese dado una pedrada. Vi que con él lo había desbaratado, lo que no había conseguido ni con razonamientos lógicos ni con citas de los fundamentos de la teología. Entonces se puso a hacer grandes elogios de , mientras sus compañeros le pedían que les explicara lo que yo había dicho. Se lo explico, lo pusieron por escrito, y no me marché de allí hasta que no reconocieron que quedaba solventada la dificultad -Allah los aniquile hasta el último-.