Un célebre hadiz que suele aparecer en las recopilaciones de dichos más
relevantes del Profeta (s.a.s.) enuncia que todo ser humano es pastor (râ‘î)
y es ‘responsable’ (mas’ûl) de su rebaño. En realidad,
podría traducirse de diferentes maneras, pero la idea está clara. Quiere decir
que cada uno de nosotros tiene un ámbito que está a su cuidado y por el que ha
de responder.
El Imâm an-Náwawî relata ese hadiz entre los cuarenta que considera
esenciales, cuyo conocimiento debe guiar la acción y el saber de todo musulmán.
En resumen, ese hadiz forma parte de las ideas-clave que dan forma a los grandes
valores del Islam. Ha merecido muchos comentarios, de los que intentaremos
ofrecer un breve resumen.
El Islam antepone el cumplimiento de los deberes que se derivan de las múltiples circunstancias que vive un ser humano a toda otra consideración. El musulmán tiene contraídas obligaciones con Allah, con su propio cuerpo, con su familia, con sus vecinos, con el resto de los musulmanes y con la humanidad. La satisfacción de esas ‘deudas’ debe realizarse en su justa medida, sin defecto ni exceso. En el Islam se dice que Allah, el cuerpo, la familia, los vecinos, los musulmanes, la humanidad, tienen derechos (huqûq) sobre cada musulmán.
Así, respecto a Allah, el cumplimiento de lo obligatorio es suficiente: la pronunciación de la Šahâda, los cinco Salât, el pago del Zakât, el ayuno de Ramadán y la Peregrinación una vez en la vida, satisfacen plenamente ese vínculo. Sólo se puede ir más allá y profundizar en la espiritualidad si no es en detrimento del resto de las obligaciones.
El cuerpo obliga al musulmán a alimentarlo, vestirlo, mantenerlo
correctamente, sin fatigarlo en exceso ni someterlo a nada insoportable. En este
sentido, el ascetismo excesivo o las licencias desmedidas son atentados contra
esos derechos del cuerpo.
La familia es la que más debe gozar de las atenciones del musulmán. Las
relaciones de sangre imponen obligaciones estrictas. La obediencia a los padres,
el respeto hacia el cónyuge, el cuidado de los hijos, la relación amistosa con
los demás miembros de la familia, son lugares comunes en todos los tratados
sobre las obligaciones que incumben personalmente a cada musulmán, incluso
cuando las relaciones sean difíciles, y es indiferente a este nivel que el
familiar sea o no musulmán.
Los vecinos y amigos forman un grupo hacia el que el musulmán tiene
obligaciones. El buen trato, el olvido de los agravios, la convivencia dentro de
la amabilidad y la buena educación (ádab), son obligaciones que
no deben confundirse con la hipocresía, las exageraciones ni la artificialidad.
Los musulmanes en general tienen derechos sobre cada musulmán en
concreto. El Profeta los resumió al decir: “La sangre, los bienes y el
honor de todo musulmán están prohibidos para otro musulmán”.
La humanidad entera tiene derechos sobre el musulmán, que nunca debe ser agresivo, ni ofender a otros ni entablar enemistades injustificadas.
El musulmán es responsable (mas‘ûl) en todas esas
relaciones y debe necesariamente realizarlas todas. Debe responder ante Allah,
ante sí mismo, ante sus familiares, ante sus vecinos y amigos, ante los
musulmanes, ante la humanidad entera. Cuando satisface todas esas exigencias,
puede dedicarse a otras cosas. Si las circunstancias lo libran en algún momento
de tener que rendir cuentas, o si simplemente huye de sus responsabilidades,
habrá de responder inexorablemente ante Allah tras la muerte, pues Allah se
erige como Garante de todos esos derechos. Esos derechos no están simplemente
sujetos a la voluntad de cada cual: son verdades que reclaman a Allah
mismo.
Todo lo anterior es una idea-clave en el Islam y es de una eficacia que
da el tono de prudencia, moderación y sensatez que tiene el Islam tradicional.
El apasionamiento, en el Islam, siempre tiene como trasfondo la
responsabilidad a la que no se puede renunciar ni de la que se puede huir más
que cometiendo una grave torpeza. La Sunna está plagada de innumerables
ejemplos en los que se pone freno al entusiasmo cuando deja atrás un
deber. Varios Compañeros se presentaron ante el Profeta (s.a.s.) y le
expusieron su opinión según la cual las obligaciones espirituales que les
imponía el Islam eran pocas. Uno dijo que ayunaría todo el año, y no solo en
Ramadán. Otro dijo que practicaría la castidad y no volvería a relacionarse
con ninguna mujer. Otro dijo que pasaría todas las noches en vela recogido ante
Allah. El Profeta (s.a.s.) les respondió: “Pues yo ayuno y rompo el ayuno;
mantengo relaciones con las mujeres; me recojo ante Allah y después descanso.
Allah tiene derechos sobre vosotros. Vuestros cuerpos tienen derechos sobre
vosotros. Vuestras mujeres tienen derechos sobre vosotros. Quien se aparte de mi
Senda, no es de los míos”. Se considera que este rotundo hadiz
complementa el que hemos citado a la cabeza del artículo.
Así, pues, el Profeta (s.a.s.) combatió los excesos que enmascaran en
realidad la incapacidad para afrontar las grandes responsabilidades, que, como
ha quedado dicho, el Islam antepone a toda otra consideración. No es realmente
musulmán quien se escuda detrás del Islam para faltar a sus obligaciones. Y,
lamentablemente, esto ocurre con demasiada frecuencia en la actualidad. Nada hay
más aberrante que el Islam se convierta en excusa para atentar contra derechos.
Con ello se falta a la letra -no ya al espíritu- del Islam.
El Profeta (s.a.s.) obligaba a los hombres a lograr el consentimiento de
sus madres antes de salir a la guerra. Decía a las mujeres que no ayunaran
fuera de Ramadán sin con eso desatendían a sus maridos. Condenaba a los que en
aras de la imperturbabilidad y la solemnidad no trataban con mimos a sus hijos.
Decía que no se debía gastar dinero en la Peregrinación sin haber pagado
antes todas las deudas contraídas. Censuró a los que no se levantaban en señal
de respeto cuando pasaba el cortejo fúnebre de un judío porque ‘era un
enemigo del Islam’. Puso coto a las pretensiones de los que justificaban su
irresponsabilidad en un supuesto amor desmedido hacia Allah o el Islam,
denunciado su falacia.
La noción de responsabilidad (mas’ûlía) aparece en el
Corán, en un contexto sugerente. El Corán, efectivamente, dice que a Allah no
se le pregunta (por sus actos), son ellos (los seres humanos) los interrogados...
Quiere decir que Allah no está sujeto a nada, es el hombre el que está sujeto
a mil cosas (y sobre todas ellas, a Allah mismo). Responder por cada acto forma
parte de la naturaleza del hombre, es un ingrediente básico de su condición
humana. Cuando alguien no responde o no quiere responder por sus actos, se está
endiosando, y es entonces cuando se deberá enfrentar a Allah, el Uno. La
irresponsabilidad (en el sentido de carecer de obligaciones) es prerrogativa de
Allah, que no tiene sujeción a nada. Nuestra vida son nuestras relaciones,
nuestras dependencias y nuestros apegos, y no reconocerlos es salir fuera de
nuestra realidad (Ibn ‘Arabi decía: “Quien no reconoce su realidad permite
que sus estandartes sean abatidos y que sus sueños sean estúpidos”). Es en
nuestra realidad donde se puede construir el Islam, y no en sueños estúpidos.
Es más, en esa realidad, con toda su complejidad, sus conflictos y sus
contradicciones, es donde está nuestro dominio, es el espacio en el que
somos, como dijo el Profeta, pastores, es decir, reyes y califas. Asumir
la responsabilidad es ser señor de la realidad.