ABU HURAIRA

 

Sahib significa en árabe “compañero”: uno de sus varios plurales es sahâba, con el que especialmente se designa a los hombres y mujeres que rodearon y apoyaron al Rasul (s.a.s.). A su vez, a partir de este plural se forma el singular sahâbi, “compañero”, pero haciendo referencia solamente a este sentido. Fueron sus compañeros, las gentes de su confianza, amigos y a la vez discípulos, protagonistas de los primeros días de la historia del Islam. Son al-Yil al-Awwal y as-Salaf as Salih, la Primera generación. Cuando se les cita, tras su nombre siempre se dice radiallahu ´anhu (r.a.) o anha si se trata de una mujer y anhum si son varios, es decir, que Allah se complazca en él y lo complazca, pues cada uno de ellos tiene su mérito junto a Allah.  

Es verdad que la inteligencia es un bien. Pero también lo es que algunos que han poseído una inteligencia excepcional han pagado bien alto su precio en lugar de recibir su recompensa y el reconocimiento de los demás. El sahâbi Abu Huraira fue uno de ellos. Poseía una memoria extraordinaria y un carácter fundamentado en la fidelidad al conocimiento. Sabía como escuchar y su inteligencia tenía el arte de retener literalmente lo que oía. Escuchaba, asimilaba y retenía, y no podía olvidar ni tan siquiera una palabra de lo que oía aunque pasaran y se sucedieran los años. Gracias a su talento se convirtió en uno de los transmisores de hadices más dignos de confianza.

 

Cuando se oye la repetida frase “Según Abu Huraira, radiallahu ´anhu, Rasûlullâh (s.a.s) ha dicho...”, que se oye en las jutbas del viernes y se lee en los Libros de Hadiz, Sira, Fiqh... es necesario recordar que se trata de una personalidad, quizás la más renombrada entre los Sahâba, en la ciencia de la transmisión de tradiciones, musulmanas, que tienen su origen en los tiempos mismos del Nabí (s.a.s.).

 

Él debe ser contado entre esos muchos para los que el Islam supuso una auténtica revolución personal: de servidor pasó a ser señor, de entre la multitud se convirtió en sabio e imâm. De ser un hombre que se arrodillaba ante piedras, pasó a convertirse en un hombre libre ante Allah-Uno. El dijo: “Yo era huérfano y abandoné mi tierra acompañado tan sólo de mi pobreza. Me hice asalariado de una tal Busra Bint Gaçwán, la servía a cambio de una comida. Estuve sirviendo en las caravanas y guiaba los camellos cantando durante el viaje. Después, con el Islam, me casé con la que antes era mi dueña, al hamdu lillah, encontré una Vía Recta que hizo de Abu Huraira un imâm”.

 

Siete años después de la Hégira, se presentó ante el rasûl Muhammad (s.a.s.) en Jáibar, renunció a sus ídolos y se declaró musulmán. Desde esa ocasión en la que vio por primera vez a Muhammad (s.a.s.), apenas si se apartaba de él. Así pasó cuatro años, al cabo de los cuales murió Rasûlullâh (s.a.s).

 

Esos cuatro años fueron para él toda una vida; aunque fueron escasos tuvieron una gran intensidad: estuvieron llenos de palabras para los atentos oídos de una inteligencia despierta, estuvieron llenos de acontecimientos para un observador ansioso de conocimientos.

 

Abu Huraira realizó con su inteligencia un gran papel con el que sirvió al Islam. Entre los sahâba eran numerosos los dotados de valor y coraje en el combate. Tampoco faltaban los que estaban dotados de elocuencia, memoria y eran magníficos. Pero los árabes no sabían escribir y los escribas eran escasos. Se trataba de una cultura basada fundamentalmente en la tradición oral: Abu Huraira, perfectamente consciente de esta realidad, se preocupó por el rigor en la transmisión, marcó las líneas a seguir en la exigencia radical de fidelidad en el saber que necesariamente debía hacerse en público. No poseía tierras que cultivar ni negocios a los que dedicarse, pero hizo de la memoria el centro de su preocupación. Aunque su Islam fue tardío, se decidió a recuperar todo lo que había dicho el rasûl Muhammad (s.a.s.), y se mantuvo constantemente en su compañía para verificar sus palabras, y así convertirse en un eslabón firme en la transmisión oral de los hadices. Se había dotado de un talento que Allah le había concedido; era su poderosa memoria, que él mismo intensificaba con ejercicios, un talento extraordinario del que se sabe que el rasûl Muhammad (s.a.s.) era consciente y pidió a Allah que lo intensificara.

 

A la muerte de Rasûlullâh (s.a.s.), Abu Huraira comenzó a difundir todo lo que sabía sus mismos compañeros se sorprendían preguntándose cómo podría citar tal cantidad de hadices con una fidelidad asombrosa, palabra por palabra.

 

Él mismo dijo: “Os preguntáis cómo es que Abu Huraira sabe tanto. Decís que los musulmanes más antiguos no recuerdan tantas cosas. Los Muhayrín se dedicaban a sus negocios y los Ansar estaban ocupados en sus tierras. Pero yo era pobre, pasaba mi tiempo junto a Rasûlullâh (s.a.s.), siempre estaba junto a él, pendiente únicamente se sus palabras, las memorizaba una a una. Recuerdo que una vez Rasûlullâh (s.a.s.) nos dijo: “¿Quién de vosotros quiere extender su manto mientras yo os hablo? Después lo cogerá y ya no olvidará nada de lo que yo diga”. Así lo hice, extendí mi manto, se sentó sobre él y nos habló. Cuando hubo acabado de hablar me abrigué con mi capa, y desde entonces, os lo juro, no puedo olvidar ninguna de sus palabras”:

Y a continuación siguió diciendo: “Y os lo juro por Allah, si no fuera porque está dicho en el Qur'ân “Aquellos que ocultan los signos manifiestos y el Sendero que hemos revelado tras haberlo dado a conocer a los hombres en el Libro, ésos son a los que Allah maldice, y los maldicen todas las criaturas” (XI, 159), si no fuera por esas palabras no transmitiría nada”. Él consideraba que cumplía con una responsabilidad. No lo hacía movido por ningún otro deseo que el ser fiel a su memoria y al rasûl Muhammad (s.a.s.). En cierta ocasión, ´Omar, el segundo califa, le dijo: “Deja de contar hadices o te desterraré a tu país de Daws”. Esta prohibición por parte del emir no era una acusación contra Abu Huraira, sino un intento por consolidar lo que él entendía como prioritario; él deseaba que los musulmanes se dedicaran a memorizar solamente el Qur'ân para garantizar su transmisión exacta a través de los siglos. Efectivamente el Qur'ân es el texto fundamental del Islam y ´Omar no deseaba que por descuido se interpolaran hadices. Por eso ´Omar decía: “Ocupaos del Qur'ân, pues encierra las palabras de Allah. No transmitáis más hadices que los indispensables para la práctica del Dîn”. Abu Huraira, por su parte, estaba seguro de que la transmisión del Qur'ân estaba asegurada y creía absolutamente necesario que los hadices se hicieran públicos, y a pesar de las palabras del emir, no desaprovechó ninguna oportunidad para contar todo lo que sabía. Además tenía otra razón para hablar, y era que existía otro narrador de hadices, Ka´b al-Ahbar, que a veces exageraba y era necesario matizar sus palabras.

 

Marwán Ibn al-Hakam , califa omeya, quiso un día sondear la capacidad de la memoria de Abu Huraira: lo invitó y lo hizo sentarse a su lado, y le pidió que le contara una gran cantidad de hadices. Tras una cortina estaba uno de sus escribas al que había ordenado redactar todo lo que dijera el sahabi. Un año más tarde, Marwán lo invitó por segunda vez y le rogó que repitiera los mismos hadices. No olvidó ni tan sólo una palabra.

 

De sí mismo decía: “Ningún sahâbi ha contado más hadices que yo salvo uno, ´Abdullah Ibn ´Amr Ibn al-´As, porque él escribía mientras que yo no sabía escribir”.

 

El Imâm Shafi´i dijo de él: “Abu Huraira era el mejor de los que memorizaron hadices en su época”. Y al-Bujari djo: “Las palabras de Abu Huraira fueron corroboradas por ochocientos sahâba o más y fueron transmitidas a su vez por infinidad de sus miembros de la segunda generación del Islam, los tabi´in, y es reconocido por las Gentes de la Ciencia (Ahl al-´Ilm).

Además Abu Huraira era poseedor de una intensa ´ibada y compartía con su mujer y su hija el “establecimiento de la noche” (Qiyam al-Láyl): una tercera parte de la noche se dedicaba al Salât y a la Recitación, su mujer se dedicaba a otro de los tercios, y también su hija, sucediéndose según un orden que habían acordado, de modo que durante la noche no hubiera un momento vacío de Salat, Dzikr y lectura de Qur'ân en su casa.

 

En vida de Rasûlullâh (s.a.s.), Abu Huraira dedicaba todo un tiempo a estar en su compañía, a escuchar sus palabras y seguir rigurosamente su ejemplo. Ello le hizo pasar auténticas penurias y años de hambre. Pero nada le impedía estar en paz: él habla de sus apacibles sueños. Sólo un problema le inquietaba, sólo una angustia le asaltaba el corazón de este tálib (buscador de ciencia). Por entonces su madre se declaraba decidida enemiga del Islam, no dudaba en calumniar al Profeta (s.a.s.). En cierta ocasión, las palabras de su madre lo hicieron llorar y abandonó la casa y se dirigió a la mezquita. Él mismo nos lo cuenta: “llegué llorando a donde estaba Rasûlullâh (s.a.s.) y le dije: “Ya Rasûlullâh, he invitado a mi madre al Islam y se niega, hoy he vuelto a hablar con ella y me ha dicho palabras detestables contra ti, pídele a Allah que guíe a la madre de Abu Huraira al Islam. Entonces Rasûlullâh dijo: “Allahumma, guía a la madre de Abu Huraira”. Salí corriendo hacia mi casa, con la invocación de Rasûlullâh (s.a.s.) en mi corazón. Cuando llegué encontré que la puerta estaba cerrada y oí el sonido del agua corriendo; cuando intenté abrir la puerta escuché que mi madre me gritaba: “Abu Huraira, detente”. Salió totalmente cubierta, envuelta en su velo, diciendo: “Ashhadu an la ilaha illa Allah wa ashhadu anna Muhammad Rasûlullâh”. Entonces, volví corriendo hacia la mezquita, llorando esta vez de alegría y le dije a Rasûlullâh: Allah ha respondido a tu invocación; pide ahora a Allah que mi madre y yo seamos amados por los musulmanes y musulmanas. Entonces Rasûlullâh invocó diciendo. “Allahumma, haz que este pequeño servidor tuyo y su madre sean amados por cada musulmán y por cada musulmana”.

 

Un día, sintió un gran deseo por volver a Allah. Enfermó, y mientras todos los que acudían a su lecho le deseaban salud, él no cesaba de decir: “Allahumma, yo deseo encontrarme contigo, desea Tú encontrarte conmigo”. A la edad de setenta años falleció, era el año cincuenta y nueve de la Hégira. Su cuerpo descansa en al-Baqi´, el cementerio de Madina, muy cerca de la Mezquita de Rasûlullâh (s.a.s.).

 

Mientras las gentes volvían de su funeral, las lenguas no cesaban de repetir los hadices que había transmitido esa memoria prodigiosa. Si alguien se preguntara por qué se le apodó con el sobrenombre de Abu Huraira –el padre de la gatita-, he aquí la respuesta: En la Yahilía, su nombre era ´Abd ash-Shams y cuando se hizo musulmán, Rasûlullâh le puso el nombre de ´Abd ar-Rahmán. Sentía un enorme afecto por los animales y tenía una gata a la que daba de comer, la llevaba siempre consigo, la lavaba, la dejaba dormir a su lado y ella jamás se apartaba de él, como si fuera su sombra.