Blas Infante, historia de un andaluz 

2ª parte

Enrique Iniesta

1ª parte

Del libro “El siglo de Blas Infante, 1883-1981. Alegato frente a una ocultación

 

La reforma del Georgismo

        En la Liga Española para el Impuesto Único coexistían dos realidades: una doctrina económica y una opción política. Infante y los suyos acometen la reforma de ese conjunto. Para ello, beberán en la realidad concreta de Andalucía y en otra fuente (curiosamente también antipartidista), el anarquismo. Muy fuerte en Andalucía, gran entusiasta de Infante, «la lógica anarquista actual es otra, como lo demuestra la desaparición de los atentados ácratas, tan frecuentes en el principiar de nuestro siglo. Sindicatos para defender intereses próximos y un anhelo firme de cultura emancipadora» (La verdad sobre el complot de Tablada... p. 119). Por otra parte, Bakunin, en el Congreso de la Internacional de 1868, se había manifestado contrario a la propiedad individual de la tierra, de las minas y de los servi­cios sociales, cuánto más del monopolio. Todas ellas, doctrinas también georgistas.

 

        Frente al apoliticismo de la Liga, politización a través del municipio; frente a las invocaciones a una justicia universal directa con la consiguiente abstracción, concreción regionalista andaluza; frente al elitismo intelectualista, después de una inicial esperanza en que «los intelectuales y los artistas andaluces» «dirijan espiritualmente al pueblo» y «acabe su literatura estéril, decadente, monótona canción de grillos» (El Ideal Andaluz, pp. 294-5, 1 a Ed.). Infante les apostrofa con dureza en el Manifiesto Nacionalista del año 1918 al hablar de «la seudo intelectualidad andaluza y española de espíritu castrado y alma cobarde». La fundación en 1931 de las Juntas Liberalistas rompe con el apoliticismo inicial, la invitación a los liberalistas a que se concentren en el Partido Republicano Federal (en el que él ha ingre­sado) acaba de aclarar su reforma de la opción política del georgismo oficial.

 

        En cuanto a la doctrina económica, pensamos que la reforma de los andalucistas es más matizada que la acometida con la postura política de la Liga. Ciertamente, la adecuación al momento andaluz radicaliza las medidas que van más allá del Impuesto Único. En este campo, Infante va a hallar dos principales colaboradores de primera fila: Juan Díaz del Moral y Pascual Carrión. Y va a tener una ocasión importantísima de lograr la implantación por Ley de Cortes de su solución al problema de la tierra, del latifundio.

 

En la «Comisión Técnica Agraria»

        En Mayo del 1931, el Gobierno estableció la «Comisión Técnica Agraria para la solución del problema de los latifundios». En ella, figuraban los andalucistas Díaz del Moral, Pascual Carrión, B. de Quirós y Blas Infante como primero de ocho juristas. En Julio, presentaba ya un proyecto que Tamames califica «de gran lucidez, profundo y simple, de soluciones reales», Malefakis ve en él «la propuesta agraria más prometedora de la República», «medida revolucionaria, técnicamente excelente». El mismo Infante, entrevistado en Nuevo Mundo (19-VI-31) dice: «Se impone la restitu­ción al pueblo andaluz inmediatamente, de la tierra que le fue substraída. La medida reparadora ha de ser originariamente simplista, como lo fue el despojo», «sin burocracias y estúpidos y complejos expedientes». Y en El Sol (11-VI-31) declara: «Todo latifundio andaluz es ilegal en su origen», «hay que devolver al campesino andaluz la tierra que le fue arrebatada por derecho de conquista», «mire a Europa: en el siglo XIX, quince naciones monárquicas hicieron la reforma territorial y no sucedió nada».

 

        El proyecto de la Comisión «posibilitaba arraigar en tres meses un número de familias campesinas no inferior a 60.000», dice Malefakis. Este era el plan: 

-Limitar la reforma a las zonas verdaderamente latifundistas (Andalucía, Extremadura, Ciudad Real y Toledo), con extensión posterior a otros territorios.

-Propugnar la ocupación de duración determinada, sin expropiación (imposible entonces de financiar).

-Explotación diferenciada según secano o regadío, extensión, etc, en régimen individual o colectivo que respeta arrendamientos de pequeños propietarios y abre un proceso de socialización.

-Financiación de la reforma por impuesto sobre las rentas de la tierra superiores a las 10.000 pesetas.

-Simplificación de trámites y burocracias al máximo, autogestión.

 

UGT-PSOE y derecha, contra la reforma de la Comisión

        Pero, en la víspera del pleno de Cortes que había de discutir el Proyec­to, Lucio Martínez (Secretario de la Federación Nacional de los Obreros del Campo de la UGT), en la página 12 del diario Crisol, (M., 21-VII-31; ver también El Sol, 10-VI-31, p. 1), contraataca: «El proyecto pretende dar tierra a 75.000 familias antes del 1 de Octubre» y «la necesidad acucia a 200.000», (el Proyecto empezaba por esas 75.000), «no estoy de acuerdo con que sólo comprenda diez provincias, debe de hacerse para toda España», (la base segunda determinaba extenderla por Decreto al resto del Esta­do), aunque reconoce «el esfuerzo de organización» y el medio de recaudación financiera «como el mayor acierto». Curiosamente, en la misma página de Crisol, aparecen los ataques al Proyecto por parte del Partido agrario (católicos), radicales y radicales-socialistas. Y ¡la «detención en la Cruz del Campo de Sevilla de los campesinos andaluces capitaneados por el doctor Vallina»!. A1 siguiente día, 22, se declaraba en Sevilla el estado de guerra.

 

        Seguimos en plena tarea de la Comisión. Lucientes entrevistas en El Sol a D. Miguel Sánchez Dalp (12-VI-31, pp 1 y 8), «cuya existencia discu­rre en un palacio de Sevilla, lujoso alcázar del Renacimiento andaluz». Don Miguel declara: «En 1900, era una delicia: el campesino, dichoso con tres reales de jornal y los "avíos": aceite, sal, ajo y vinagre para el gazpacho. Trabajaba sin tregua... Ahora, todo está imposible. Los decretos de Largo Caballero han sujetado un poco». A los tres días, en el mismo diario, entrevista a E. Fernández Egocheaga (UGT.), dice: «La obra de Largo Caballero rinde por días resultados magníficos». Lucientes recoge en el Círculo de Labradores el 9 de igual mes y año, esta indicación: «Visite al doctor Vallina. Es un tigre que anda suelto» (pp. 1 y 3, El Sol, 9-VI-31). Le visita: Vallina declara: «El campesino, hoy, confía en la República. ¿Mañana? La República dirá» (El Sol, 9-VI-31, pp. 1 y 3). Vallina, «el tigre, como los privilegiados le denominan» -dice Infante- merece ocho páginas entusiastas suyas (Tablada, pp. 105 a 112). Infante, ante la inoperancia gubernamental, quería «la reforma de la agricultura por decreto» porque «mientras los conejos discuten, llegan los perros». Y termina: «Acuso al Gobierno de estar elaborando los elementos de una guerra civil» (Tablada, pp. 50 y 103).

 

        La oposición de fuerzas reformistas de izquierda y los partidos de derecha, sumada a la ausencia de un partido fuerte que lo apoyara, provocó el boicot a este esperanzador proyecto.

 

El fondo de la cuestión

        Detrás de las disposiciones jurídicas y técnicas había una mentalidad que conviene resumir porque es de una gran riqueza: como lo fue en un principio (antes del ejercicio del llamado «derecho del primero que lo coge», ius primi capientis), la tierra será un bien común. Como el aire y el sol, será un bien público. Con la tierra ha sucedido lo que puede ocurrir ya con el sol al empezar a explotarse como fuente alternativa de energía. Hagamos una excursión al futuro. Imaginemos que la rentabilidad del sol como origen de nueva energía es tal que el Gobierno (¡o la Junta de Andalucía...!) cede a una compañía americana la explotación en monopolio de planchas solares en Ecija. La ciudad del sol, hasta hoy gloriosa de luz y calor, acabaría en perpetua niebla, de sartén pasaría a frigorífico, cambiando el clima, cambiaría la flora, la vida entera de los ecijanos, vueltos lapones repentinos. Un bien común habría sido acaparado. El destino de un pueblo alterado. Así fue con la tierra. Por ello, Andalucía ha visto cambiada su historia desde los repartimientos de la conquista castellana y las desamortizaciones del siglo pasado. Un problema económico, un mayúsculo problema humano, que ha configurado un pueblo hasta violentarlo secularmente sobre una tierra feraz, exigen un tratamiento radical de fondo aunque pueda ir por pasos medidos tal como los concretados en la reforma de la Comisión antedicha.

 

        La tierra desempeña una función social de primer orden en zonas como Andalucía. Su cultivo es un servicio público, un «bien nacional que ha ido a manos de propietarios territoriales que, en general, han buscado la tierra no para cultivarla, sino para hacerse con más seguras rentas», decía Pi y Margall. La tierra es un instrumento de trabajo y nunca puede ser un origen de renta. Sin necesidad de mejorar una finca rústica o un solar, con sólo ponerla en coto con un guarda jurado o cercar el suelo urbano y espe­rar pasivamente las mejoras forzosas de la urbanización en torno que la sociedad introduce, las rentas crecen. Es la sociedad la única legítima propietaria de la tierra. A ella debe volver. Pese a que los campesinos habían identificado República con reparto de las tierras, el andalucismo histórico es partidario de la imposición de un fuerte tributo sobre las grandes fincas que obligue a ponerlas al máximo grado de explotación para poderlo satis­facer, de la socialización de las tierras cuyos propietarios no satisfagan tal tributo, de la propiedad municipal de tales fincas y su explotación por sociedades obreras asesoradas y financiadas por un Banco de Crédito Agríco­la. Reparto, nunca: la historia enseña que, a la tercera generación, el intrigante, el prestamista, el listo de turno, acaba ensanchando su dominio quedándose con las parcelas limítrofes y vuelve a recomenzar el proceso.

 

Su nacionalismo

        Hemos visto la radicalización que Infante añade al georgismo inicial de 1913 y al andalucismo medio burgués de 1910. Es hora de matizar otra radicalización: su nacionalismo. Será ello, a partir de la fundación de los Centros Andaluces y llegará a una primera cumbre en las Asambleas de Ronda (1918) y Córdoba (1919).

 

        Antes de nada, es preciso aportar nuevos datos que aclaran los titu­beos de Infante hasta decidirse por el término nacionalismo. Para ello, acudimos a un manuscrito inédito que ilumina zonas hasta hoy desconocidas de su pensamiento. El valor de este escrito es especial por estar destinado a sus más inmediatos colaboradores y no a la publicidad. Así dirá él en el libro sobre el pretendido complot de Tablada (p. 188): «Destino de un pequeño grupo de amigos con carácter de intimidad»). Infante lo tiró a multicopia durante la Dictadura de Primo de Ribera, con los Centros Andaluces clausurados «por la barbarie dictatorial» (Infante, El Liberal, Sev., 21-IV­31). Del documento se va a ofrecer una larga cita que sea muestra de la minuciosidad, rigor y originalidad de nuestro autor. Conviene aclarar que, aunque redactado después del año 23, se refiere a los años 13 y 17 y aporta datos del despegue andalucista que se operó en ellos. Por otra parte, es muy representativo de toda su actuación y literatura y explica cuatro claves constantes en él: 1.° Su afán investigador de la cultura específica de Anda­lucía; 2.° Sus titubeos frente a los moldes usuales del organigrama político (partidos, elecciones, gobierno, terminología...), reservas que mantiene al menos hasta 1931; 3.1 Su fondo anarquista pacifista; 4.1 Su especial internaciolismo equilibrado por la concreción andaluza. Sin mayor introducción, vaya la cita (Manusc. AAY):

 

CARTA ACERCA DEL FUNDAMENTO DE ANDALUCÍA

CRÍTICA DE LA NACIÓN

 

«Si hubiéramos querido, habríamos identificado a Andalucía como una nación y aun a confundir su interés nacional con las acostumbradas reivindicaciones, que denominan realidades, (subr. él) los políticos; v.gr. con el proteccionismo a ultranza de los trigos, de los vinos y de los aceites y con el mantenimiento del régimen (subr. e ironiza él aludiendo al proteccionismo catalán y su imitación castellana y andaluza por los terratenientes) territorial consagrado por la conquista, incluso llegando a probar, como algunos lo intentaron, que en Andalucía ¡no había latifundios! (...) Los latifundistas, los especuladores de tierras y frutos, los asesinos de la agricultura y del verdadero agricultor andaluz (mendigo de tierra, pegujalero o jornalero), ¡cómo se hubieran apresurado a formar en nuestras huestes con sus cámaras de dinero...! Buenos Centros Andaluces, de cajas repletas y no sempiternamente vacías (...) ¡Cómo hubieran prosperado, además, nuestras profesiones e industrias...!

 

        «Los pueblos del Norte, sobre todo, aspiraban tenazmente a recobrar su personalidad negada poco a poco por los herederos y discípulos de la Reina Católica (cuya personalidad y cuyo reinado se encuentran en trance de revisión). Aquellos pueblos, para poder llegar a expresarse actualmente, habíanse llegado a definir conforme al Principio de las Nacionalidades. Y Nación y región eran categorías correspondientes a una mayor o menor intensidad o a una mayor o menor vehemencia, en cuanto a la aspiración o sentimiento que condicionaban el anhelo de una autarquía correspondiente a aquella personalidad (...) El Regionalismo estaba en el ambiente. Entonces, (...) nosotros vinimos a acordar que defender la Tierra de Andalucía es defender la base de su libertad, es expresar su primaria aspiración a ser. Antes de que otros vengan a enarbolar su bandera regionalista, hagámoslo nosotros, aunque nos repugne ese nombre; y, de este modo, impediremos que los intereses contrarios se apoderen de esta bandera procurando que los estímulos que ella despierte, en vez de venir, como sucedería si aquellos intereses la tomaran, a apoyar un nacionalismo o regionalismo al uso, sirvan para la obra efectiva de liberar espiritual y económicamente a los individuos (subr. Infante) que componen el pueblo andaluz. (...) Y nos llamamos regionalistas o nacionalistas, (subr. Infante) pero como la Andalucía que vivía en nosotros no era la artificiosa que hubiera resultado de una elaboración verificada según las normas del Principio de las Nacionalidades sino su ser verdadero (...), nuestro regionalismo o nacionalismo apareció como algo extraño que se apartaba del concepto corriente, como una aspiración o una doctrina que poco o nada tenía que ver con los demás regionalismos o nacionalismos peninsulares. Como que Andalucía había influido en nosotros libremente sin ser deformada por el instrumento de interpretación implicado por aquella teoría europea o Principio de las Nacionalidades».  (Recordemos que el Principio de las Nacionalidades fue uno de los «catorce puntos» del Presidente de EE.UU. Wilson (8-1-1918) acabada la Guerra Europea, entonces juzgada trance de giro histórico).

 

        «Los tradicionalistas nos miraron con simpatía atendiendo a nuestro nombre, pero en cuanto empezaban a penetrar nuestra doctrina, huían de­solados. (...) A medida que nos iban descubriendo, éramos excomulgados y puestos en un índice de los ilusos y los idealistas».

 

        «Tuvimos que fundamentar doblemente a Andalucía: como Nación o Región, conforme el Principio de las Nacionalidades; como ser o genio (subr. Infante), término que llegamos a emplear entonces demostrando, mediante revelaciones culturales de idéntica inspiración la existencia continuada a través de milenios de un mismo Estilo (subr. Infante) en Andalucía. Estilo tan diferente del resto peninsular, que bien podrá aparecer cierto el dicho de Ganivet: Más bien hay en la península dos naciones: una, al Norte, España; otra al Sur, Andalucía». (Este último «fundamento de Andalucía» -el ser, genio, estilo- será el que Infante acuñará como auténtico. No se trata de un elemento abstracto, culturalista o idealista. Todo lo contrario. Véase la aclaración siguiente).

 

        «No se nos oculta la falsedad del Principio de las Nacionalidades. Sólo circunstancialmente acudimos a él. (...) El Principio es un comodín y a él acudimos nosotros para defender en su nombre la libertad andaluza».

 

        «La reflexión sobre las vagas figuras lógicas, aisladas o sustraídas de !a consideración del fenómeno, había motivado el descubrimiento de un Principio o una Teoría de validez universal, criterio o instrumento natural (quiere decir objetivo, materialista o científico) para discernir la individualidad de los pueblos, y por consiguiente, de las autarquías. Sin casi pensarlo habíamos llegado a alcanzar un substituto verdadero del falso Principio de las Nacionalidades. Lo denominamos Principio de las Culturas, en oposición al de las Naciones».

 

        «La Teoría de las Naciones fue originariamente una reacción de los in­tereses políticos tradicionales contra la Francia de Napoleón. El Congreso de Viena vino a ser su consagración primera». Era «artificio o construcción aparte de lo natural».

 

        Infante es consciente del simplismo con que se han aceptado ideológicamente unas fronteras trazadas por los Metternich o los Talleyrand -«ese bárbaro principio europeo de las naciones»-, que dirá en su Carta Andalucista de Septiembre de 1935. Simplismo, que, no exigiendo partidos «europeos» unitarios, impide «partidos andaluces» tachados de ruptura de la clase obrera (!). Para el esclarecimiento del asunto, Infante trae luces importantes. El ideólogo del andalucismo es consciente de que «los nacionalistas norteños peninsulares quedaban desconcertados, confusos», «al tratarse de un regionalismo o nacionalismo no exclusivista, universalista, anti­nacionalista», «paradójico» (Tablada, pp. 68-70, passim). Desconcierto que prosigue en 1980, cuando periodistas de la talla de Calvo Hernando, en el coloquio con Rojas Marcos del «Club Siglo XXI, improvisaba hablando de «esa cosa extraña del andalucismo».

   

        -«No habían sido las naciones quienes habían constituido los Estados, sino éstos los que habían constituido las naciones, la ambición de los Estados, mejor dicho, de los personificadores del Estado, legitimada en Occidente por el hecho-fuerza de la Roma imperialista».

 

        -«Nos convencimos de que la nación no era una realidad del orden natural o vivo, sino una seudo-realidad, una realidad sofista».

 

        -«La Historia política no puede llegar a explicarse por la Nación sino por el Estado; esto es, no habían sido las naciones quienes habían constituido los Estados (ni un solo ejemplo en la Historia) sino los Estados quienes habían venido a constituir las naciones», (AAY-20).

 

        -«Un método seguro para averiguar a qué orden de realidades corresponden las actuales naciones, sería el experimentar su consistencia, su realidad en sí. Para ello sería preciso desintegrarlas previamente de sus respectivos Estados. Si la nación fuese una realidad natural y, por consiguiente, primaria, y el Estado fuera la representación natural de las naciones y si las actuales formaciones nacionales, fuesen organismos vivos, ellas vendrían a definir por sí mismas sus objetividad y a expresarse por sí mismas sin sus respectivos Estados y el número de éstos llegaría a coincidir aproximadamente con los que hoy constituyen la Magna Civitas. «Practiquemos estas instrucciones con respecto a todas las de Europa. ¿Cuál sería el resultado? ¿Volverían a reconstruirse las naciones actuales o las previstas buscando cada una de ellas una expresión en el Estado presente o en el pasado? Indudablemente, no. ¿Qué ocurriría entonces? Avanzando el desarrollo extensivo o intensivo de la conciencia social y contando como cuenta actualmente este desarrollo con grandes recursos técnicos (en definitiva, medios de comunicación), lo natural sería la producción de este fenómeno: los núcleos ciudadanos más próximos, la ciudad, sería la única infraestructura que resistiría a la prueba».

 

        «Lo que fraterna (sic) y acerca a los individuos entre sí es la identidad (de) educación, la cual aproxima más que la misma igualdad de sangre. ¿No es natural (subrayados de Infante) respecto a los núcleos primarios de las gentes? Ahora bien, esas estructuras cuya figura vemos surgir tras la sustracción de los Estados y de su recuerdo en las actuales naciones de Europa, ¿son naciones? Sus elementos determinantes ¿son las naciones? No. Esas formas espontáneas, vivas en la conciencia individual, no son naciones, son culturas» (Subrayado nuestro).

 

        «Lo que ocurre es que inmediatamente que el Estado fuerza a una vida en común, a una conglomeración (subr. él) de pueblos o de gentes (Laurent) aislándola de los demás, se establece entre los términos de este conglomerado un vinculo social (subr. él) resultante de una vida en común o sujeta al imperio de ciertas necesidades comunes. Y de aquí, reacciones comunes que pueden llegar a perseguir incluso finalidades políticas, ordenadas al mejoramiento de las condiciones sociales; pero esta actividad es meramente social y se operará siempre que existan reunidos dos hombres aislados en cualquier lugar de la tierra aunque sean de las razas más opuestas y de los genios más distintos. Esto es Sociedad y no Nación (subr. él). Es decir, ente accidental elaborado por un instinto universal, el de sociabilidad, y no particularmente (el constitutivo de nación). Este accidente duraría tanto como persistan las condiciones determinantes del forzoso aislamiento. Desaparecidas estas condiciones, cada hombre o cada grupo en contacto libre, con todos los demás, se insertaría en aquel compuesto social cuyo pensamiento (genio, ser, estilo, lo llama Infante en otros pasajes del mismo escrito) le fuera más próximo. Este es el sentido de profundo de la vieja máxima Pa­tria est ubicumque est bene, la Patria está donde está mi bien. Es decir, iría a buscar la complementación (fin de la sociedad) de la cultura o de la inspiración cultura! (subr. él) que más completo responda a su propia inspiración».

 

        Las profundas simpatías Infante-Bakunin -que se verán refrendadas por el apoyo de los anarquistas andaluces a la Candidatura de Infante a las Cortes en 1931-, se ratifican como en otro lugar (Enciclopedia de Andalucía, artículo Infante), hemos estudiado el tema más a fondo. Sirva esta única cita de Bakunin (Revista Askatasuna, Abril, 1980, n° 9. p. 22):

    «El Estado no es la patria, es la abstracción, la ficción metafísica, mística, política, jurídica de la patria. Las masas populares de todos los países quieren profundamente a su patria, pero esto es un amor natural. No se trata de una idea, se trata de un hecho. Por él yo me siento francamente y sin cesar, patriota de todas las patrias oprimidas» (Mijail Bakunin). «A la actividad social particularizada por la fuerza del Estado, el Estado la denomina actividad nacional (subr. Infante). Y es más aún: después de erigirla de este modo en una sustancia distinta, actúa sobre ella infundiéndole motivos en inspiraciones particularistas que no favorecen a la sociedad sino exclusivamente a las miras del Estado (religión particular, eco­nomía particular -proteccionismo-, ética particular, historia particular), en una palabra, patriotismo, nacionalismo. Y así, el Estado, trabajando sobre la realidad social, fragua un fantasma, La Nación. La Nación no es más que una mentira del Estado. Un medio, una materia, un apoyo a los intereses, que personifican al Estado Político (subr. él). Porque este Estado no es una abstracción. Es la forma de concretos intereses que, para nutrirse arbitrariamente de los jugos sociales, han inventado una justificación fingiendo la existencia de una realidad viva y palpitante cuya representación se arroga: La Nación».

 

        «Esta operación la viene realizando el Estado desde que, mediante la Revolución, la sociedad llegó a apercibir que el pueblo (la junta concordada y unánime de la multitud; Escipión, según San Agustín) se definió como una soberanía (subrayados todos de Infante) sobre la del Estado de derecho divino, denominando nación a este aspecto de su existencia. El Estado político tuvo que apoyarse entonces sobre este aspecto de la existencia popular; lo estatificó (subr. él); lo erigió en sustancia viva permanente, en una palabra, creó la nación y en su nombre siguió ejerciendo el Poder social. Es decir, el Estado no se transformó esencialmente. Siguió personificando los mismos intereses. Fue una nueva vestidura o un trance más de una nueva justificación. Primer trance: Derecho Divino de los Reyes. Se­gundo trance: Derecho Divino de Reino. Tercer trance: Derecho Divino de la Nación. Tres derechos distintos y uno solo en realidad: la arbitrariedad de los intereses que personifica el Estado sofista impidiendo así el advenimiento del Estado natural».

 

        El análisis de Infante -en una prosa difícil- es agudísimo. Desde ahora y ya, pueden ser juzgadas algunas afirmaciones sobre Infante como estas:

    «Es inútil buscar caminos de soluciones para los problemas andaluces en la obra escrita de D. Blas». «Fue un soñador para un pueblo», sin «títulos idóneos para colocarle en el panteón de hombres ilustres por la fuerza de su pensamiento», «por el escaso vigor de su planteamiento», «por la minúscula irradiación de su pequeña cruzada» (Combates para Andalucía, Cuenca Toribio, Córd., 78, pp. 142-144, passim). Afirmando esto y llamándole «abnegado, noble, sucedáneo de georgista» etc. (Andalucía, una introducción histórica, Córdoba, 79, pp. 86-87), parece que no nos encontramos ante el Padre de la Patria Andaluza, y se comprueba cómo por mucho tiempo, hemos caído en incompletas, injustas, precipitadas, etc. síntesis del pensamiento infantiano.

 

3ª parte