La búsqueda de Oriente

 

  El estudio del arte del mundo islámico es un fenómeno europeo que se puede observar una y otra vez en diferentes formas desde los tiempos de los cruzados, y que está marcado por contactos hostiles aunque a menudo también fructíferos. En el siglo XIX, tras los grandes cambios en la vida intelectual que dieron lugar al nombre de "el siglo de las luces"; este fenómeno se volvió cada vez más importante. A mediados y durante la segunda mitad del siglo xix, alcanzó su punto álgido, determinado sobre todo porque se profundizó en el estudio de Oriente y -aunque menos- por el alcance del contenido. El fenómeno se resumió bajo el término "orientalismo"

 

    Ya en el siglo XVIII existía, como se ha reflejado en las figuras de la ópera, la típica costumbre de demonizar a los orientales otoma­nos de las guerras turcas como enemigos bárbaros. Por otro lado, existía también la idea­lización de los orientales como representantes del "buen salvaje'; el hombre noble en estado natural que las novelas de Voltaire habían po­pularizado. Totalmente diferente es el enfoque del siglo XIX, cuando llegaron a Europa muchas informaciones de primera mano sobre hechos y conocimientos del mundo oriental. Numerosos artistas y creadores de cultura pudieron hacerse una idea del arte oriental sobre el terreno, o bien a través de grandes colecciones europeas. Característico de la situación ideológicamente fraccionada de este periodo es que una serie de diferentes enfoques teóricos condujo también a un estudio del arte oriental. Estos enfoques tuvieron resonancia hasta entrado el siglo XX, y ejercieron en algunos sectores una decisiva influencia sobre el desarrollo de nuevas corrientes artísticas en Europa.

 

En primer lugar surgen algunas preguntas, cuyas raíces se encuentran ya en el siglo XVIII, sobre la manera adecuada de tratar la forma y el contenido del arte oriental, ya que ahora se puede observar una disociación de las partes "forma exterior" y "contenidos ideológicos". Aunque el malentendido entorno a los modelos orientales bien gracias a numerosos cafés, salas de fumar y baños del siglo XIX estructurados de modo otomano o morisco-, no se puede ignorar que ha tenido también efectos serios sobre el perfecciona­miento positivo y creativo del arte europeo de los siglos XIX y XX.

 

Esto se evidenció de una manera especial­mente impresionante en el ámbito de las artes aplicadas. Por un lado fascinaron la calidad téc­nica y la perfección artesanal de los productos de la artesanía artística oriental, aunque por otro la mayoría de los artistas no pudieron descifrar el significado de las inscripciones y los símbolos que también se encuentran con frecuencia (es decir, los caminos intermedios de transmisión de la cultura). Había sólo enfoques aislados que intentaban llenar las formas con contenidos (como, por ejemplo, observaciones e indicaciones repetidas sobre el simbolismo floral); sin embargo, en general, se puede observar que las artes europeas se vieron influidas casi exclusivamente por los aspectos más formales del arte oriental. Un llamativo ejemplo de ello son los trabajos del artista vidriero Philippe J. Brocard (desde 1869 fabricante de cristalerías en París), que recurrió formalmente a la cristalería de la época mameluca y al tan frecuente modelo de medallones con inscripción en varios de sus productos. Este artista, sin embargo, reemplazó estas inscripciones por ornamentos florales, o bien mostró -como en una lámpara colgante de mezquita que se en­cuentra en el Musée des Beaux Arts de Nancy- en lugar de una inscripción original, un trazo seudo oriental que visto de cerca da a reconocer la palabra latina "lux". En este caso exis­tía de forma clara la intención de animar también el significado de los trazos del arte oriental para Europa, pero este trazo tuvo que ser reemplazado por una característica espiritual europea, dados los conocimientos insuficientes de los artistas o de los espectadores y compradores que se habían fijado en ellos. Aparte de esto, Brocard tenía una clara preferencia por el arte oriental y por las formas de las vasijas y de la decoración elaboradas con una fantasía excepcional, mediante las cuales el arte oriental aventajaba a las tradiciones eu­ropeas. Este arte fue particularmente estimado por los artesanos europeos debido justamente a esta razón.

 

De este modo, en el ámbito del arte de la cerámica se intentó también estudiar y resucitar las técnicas de cocido y de esmalte propias de la cerámica turco-otomana de Iznik y la cerámica de reflejos metálicos morisca. La posibilidad de adornar los objetos artísticos de tal manera que la decoración no tuviera nada en común con el naturalismo de los adornos del estilo Biedermeier y con el estilo victoriano fue considerada como fascinante. Así, después de los inicios de la teoría inglesa del arte y la arquitectura, a mediados del siglo XIX se buscó un nuevo estilo que fuera adecuado para las artes aplicadas.

 

        El primer camino que se abrió a los artesanos artísticos europeos fue el de las decoraciones geométricas del mundo islámico. Fueron sobre todo las estilizadas decoraciones florales bidimensionales de las cerámicas otomanas las que ejercieron en la segunda mitad del siglo una influencia dominante y decisiva. Los pro­ductos de sesenta empresas y manufacturas europeas, que reflejan claramente el trabajo intensivo con modelos otomanos, explican lo muy propagado que estaba el interés por estas decoraciones en los diversos países europeos. En el ámbito de la artesanía artística alemana se centra especialmente el debate principal sobre la forma correcta e ideal de la decoración de los objetos de uso cotidiano, que debía surgir del arte oriental y contribuir decisivamente a nuevos caminos en las artes aplicadas en las postrimerías del siglo XIX y en los comienzos del siglo XX. Algunos ejemplos del siglo XIX en los que se desarrollaron los principios para la decoración de las artes aplicadas reflejan claramente el acuerdo con los motivos y conceptos del arte islámico. En los azulejos de la empresa Villeroy y Boch se unieron motivos otomanos a una clara y premeditada policromía llena de contrastes en superficies de colores aplicados bidimensionalmente y claramente definidas con una decoración floral superficial. El consiguiente perfeccionamiento de estos nuevos pasos condujo finalmente en el siglo XX a la com­pleta sustitución de la decoración figurativa. A través del estudio de las decoraciones geométricas de cerámicas de los países islámicos occidentales, así como de las telas y alfombras del mundo islámico, los representantes de los fabricantes que se ocupaban de diferente manera e intensivamente del arte oriental (por ejemplo Richard Riemerschmid y Margarete Willers) consiguieron desarrollar un arte cotidiano de decoración abstracto.

 

En el desarrollo de la pintura europea se puede observar un camino propio. A diferencia de los oficios artísticos, en la miniatura se inició el debate sobre la forma, es decir, sobre el estilo bidimensional de la miniatura oriental. Los lienzos del siglo XIX, cuyos pintores escogen temas orientales, conservaron de forma total las antiguas tradiciones estilísticas de la pintura de academia europea. Éstas representan la fascinación de los artistas europeos por un mundo extraño, lo que por una parte representaba el típico lugar común de nostalgia por la lejanía y añoranza de las ideas de libertad, y por otra representaba la posibilidad de expresar en un revestimiento exótico los propios deseos, impulsos y sentimientos reprimidos. Esto se puede percibir en los lienzos de los artistas franceses como Eugéne Delacroix, que están fuertemente marcados por las confrontaciones militares con las colonias francesas en el norte de África y que, sin embargo, transmiten una imagen romántica de libertad y disposición para la lucha.

 

Por otro lado, este enfoque se evidencia sobre todo mediante el gran número de la representación orientalista de temas de bazar, de harén y de esclavas, que ofrecían simultáneamente a los pintores europeos una bienvenida posibilidad de transformación para los contenidos del cuadro con tintes eróticos. Incluso en un artista como John Frederick Lewis, cuyas representaciones permanecieron más reservadas y disimuladas, domina siempre el interés en la reproducción de un mundo extraño e incomprensible que permite al espectador europeo una mirada casi voyeurista en apartados privados. Los lienzos de Jean León Géróme evidencian cómo un cuadro aparentemente cercano a la realidad puede representar ambos aspectos del trato con lo extraño: Géróme muestra en un óleo en estilo europeo -casi fotográfico en la reproducción realista de los detalles- un grupo de hombres haciendo el salat en una habitación. Para el versado espectador, esta habitación se identificará claramente como la mezquita Amr de El Cairo.

 

También en la representación de personas, Géróme intenta conservar esta proximidad a la realidad. Si bien lo consigue claramente en los detalles de los vestidos y en la fisonomía, hay que poner en duda el contenido realista de toda la imagen. Al espectador europeo se le ponía delante un cuadro de un guerrero bárbaro vestido exóticamente, que fascinaba y asustaba al mismo tiempo, en un entorno aparentemente realista durante un rito de oración extraño; se ofrecía la posibilidad de la distancia y la identificación, pero también de proyección de los propios deseos y del potencial de sentimientos reprimidos.

 

Esta admiración por lo extraño diferencia de los periodos anteriores el trato de Europa con el Oriente islámico en el siglo XIX. En una proporción nunca antes conocida se posibilitaron viajes y auténticas experiencias del Oriente y de su cultura para personas con interés cultural y artistas europeos. El número de estas personas que viajaron a Oriente para entrar en contacto sobre el terreno con el mundo extraño es casi incalculable.

 

Desde la edad media existía en Europa, sobre todo a causa de las cruzadas y los viajes de peregrinación, un interés ininterrumpido por los países que aparecen en la Biblia. Un gran grupo de viajeros cultos, científicos y artistas viajó además a la zona mediterránea oriental con la intención de experimentar sensaciones propias y genuinas, con la garantía de autenticidad que suponía encontrarse en los escenarios reales. Aparte de eso, los países islámicos occidentales eran esencialmente más fáciles de visitar debido a su situación geográfica. Los últimos años del siglo XIX están marcados por el deseo de realizar viajes lejanos con los que se relacionan conceptos paradisíacos; sin embargo, tales viajes debieron también servir para el desarrollo de una identidad propia en un proceso de demarcación de lo extraño. En este punto podríamos recordar la literatura de via­jes de Karl May o los viajes de Paul Gauguin, que muy conscientemente perseguían tales objetivos. Los artistas a la búsqueda de tal mundo extraño llegaban con un coste mínimo a los países del Oriente islámico; y de ahí que no deba sorprender que determinados países, lugares y rutas de viajes fueran preferidos y pudieran convertirse en una especie de "Grand Tour del siglo XIX. Lo que los artistas buscaban en estos viajes -y la que esperaban encontrarse- se refleja de una forma especialmente clara en las ilustraciones del pintor americano R. Swain Giffords, que en 1870/1871 viajó junto con L.C. Tiffany por los países de Europa y del Magreb. Éste describió detalladamente a su familia que Tánger era la ciudad más bella que había visto en su viaje. Su relato, pensado para ser publicado, coincide con la imagen del mundo islámico que desde un principio tenían los artistas y pintores europeos, de tal manera que aparece como una explicación de los cuadros -surgidos casi al mismo tiempo- de su amigo L. C. Tiffany, en cuyas aguadas y lienzos al óleo se retienen justamente estos aspectos apasionantes de la vida oriental. A pesar de todo el interés y toda la fascinación, lo extraño tan sólo se conoció de manera superficial; continuó siendo extraño y continuó fascinando sobre todo por su otredad.

 

Esta clase de estudios del arte oriental tuvo lugar en una primera fase en la que tampoco en Europa el contenido y la forma del propio arte constituían ya una unidad, pues, por ejemplo, la pintura había cedido su función interpretativa de ilustración a la fotografía, y la arquitectura, por su parte, disponía libremente de fórmulas de tiempos pasados con independencia de su función original -fórmulas reunidas de manera adicional en edificios nuevos-. En tal fase, la mirada a la forma exterior de un arte extranjero mostraba la distancia hacia el contenido del propio arte. Y quizás fue este el periodo en el que el arte de los países islámicos tuvo su mayor y más duradera influencia sobre el posterior desarrollo de la modernidad europea. En este aspecto ofrecen un ejemplo impresionante las obras de la arquitectura moderna. Arquitectos como Walter Gropius o Le Corbusier consiguieron desarrollar en las primeras décadas del siglo xx un lenguaje de formas que rompía radicalmente con las tradiciones encontradas y se orientaba hacia nuevos principios formales. Ambos arquitectos, en efecto, habían trabajado intensivamente con el arte oriental: Gropius estuvo entre 1907 y 1908 casi un año en España para estudiar el arte morisco, y Le Corbusier viajó en 1911 por Turquía para realizar unos estudios de arquitectura intensivos. La arquitectura otomana le presenta­ba una reserva de formas y de ideas para la configuración espacial y la enseñanza de proporciones.

 

Un desarrollo comparable se encuentra también en la evolución de los oficios artísticos. La teoría de la evolución de la decoración bidimensional hacia una decoración abstracta, de principios del siglo XX, también afectó de forma intensiva al estudio del arte oriental. Y tanto fue así que cada vez hubo más arte morisco e islámico occidental que, con sus abstractas y complicadas decoraciones geométricas y su coloración, se convirtió en una pauta a seguir. Que los representantes de la Bauhaus ahondaran de forma intensiva en los principios del arte islámico aplicado, pero también en la pintura islámica, explica enérgicamente los comentarios de Johannes Itten, que en 1921, debido a su examen de las miniaturas islámicas, analizó los principios básicos de sus estructuras de colorido y de su composición formal y desarrolló sobre esta base nuevos principios formales para los temas clásicos de la pintura europea.

 

Pero también aquellos artistas que a principios del siglo XX estaban completamente comprometidos con la pintura moderna cambiaron en las dos primeras décadas del siglo al arte islámico y a sus características de estilo. La famosa exposición "Obras maestras del arte musulmán" en 1910, en Múnich, que tuvo un impacto nacional e internacional de gran alcance y que encontró eco en la pintura europea -por ejemplo en figuras de la talla de Robert Delaunay, August Macke, Edvard Munch y Wassily Kandinsky-, constituyó el punto culminante de este desarrollo.

 

Estos nuevos artistas ya no estaban interesados, como sus predecesores del siglo XIX, sólo en los contenidos exóticos del arte oriental; la concepción bidimensional de la pintura islámica, especialmente en la representación de figuras, que coincidía con sus propios anhelos de una nueva pintura, les fascinaba de igual modo. Desde entonces, el cuadro debía ser sobre todo un objeto percibido como bidimensional. Pero, además, estos artistas estaban también entusiasmados con las formas y los colores de los países islámicos, y fascinados igualmente por sus edificios, sus telas y sus ob­jetos artísticos. Sin el intensivo estudio precedente de los principios del arte islámico, como se puede documentar mediante los apuntes conservados en los diarios y cartas de los si­guientes pintores, no se pueden explicar trabajos como las acuarelas tunecinas de Macke, con sus luminosas superficies de colores reducidas a formas geométricas y con las figuras estilizadas en dos dimensiones, que rompen con las tradiciones precedentes de las interpretaciones de cuadros impresionistas, o los lienzos del norte de África de Matisse y Kandinsky.

 

Mientras que el arte islámico de las primeras décadas del siglo XX contribuyó así de forma decisiva al encuentro de un nuevo lenguaje artístico verdaderamente moderno en Europa, paralelamente existía también un segundo aspecto del estudio del oriente islámico que se puede observar casi sin interrupción al menos hasta finales del siglo XX. El examen europeo del arte oriental estaba decididamente marcado por la alegría en el recuerdo y por la posibilidad -independientemente de las normas de estilo de la estética moderna- de coleccionar como documento para las propias experiencias de viaje lo que era extravagante, lleno de colores, inusual y extraño; también existía la posibilidad, por supuesto, de unir los elementos de estilo más diferentes. La habitación árabe en la villa del banquero berlinés Herbert Gutmann, en la Potsdam de los años 20 del siglo XX, en la que en un ambiente oriental compuesto por decoraciones murales en los estilos islámicos más diferentes se combinaron objetos artísticos de Oriente con otros de China y del sureste de Asia, es quizás característica de tal trato con lo extranjero.

 

De esta manera, el estudio de Oriente por parte del arte europeo está marcado desde el siglo XIX por la búsqueda del propio camino en confrontación y delimitación de lo extraño; por la posibilidad de estudiar otro arte y otras cul­turas en una intensidad hasta entonces no existente y en una proporción hasta entonces imposible. Del estudio sólo se valoró lo que proporcionaba una respuesta a la problemática encontrada en el propio círculo cultural. El arte y la cultura oriental han permanecido, a pesar de toda la fascinación, como la expresión de un extraño mundo exótico en el que, si bien uno se instruía, jamás podía penetrar de forma comprensible en su sentido más interior y más verdadero.