Los fatimíes

          El origen de los fatimíes no está claro y hasta hoy no ha podido explicarse de una forma convincente. Ellos mismos afirmaban ser descendientes de Fátima, la hija del profeta, y de su marido Alí, primo de Muhammad (s.a.s.). Hacia mediados del siglo IX se estableció la dinastía en Juristán, en el sur de Irak. Sus miembros pertenecen a la tradición chiíta de los ismailíes, que negaban la legitimidad de los califas omeyas y abasíes y sólo aceptaban como sus sucesores (imanes) a los descendientes de Alí, primo del Profeta (s.a.s.). Su objetivo era provocar la caída del califato sunní de Bagdad, que en su opinión había conseguido el poder ilegítimamente. Creían que un imán oculto, el Mahdi ("el Elegido") vendría algún día para destituir al califa y favorecer de nuevo la unidad del mundo islámico. Preocupados por estas profecías revolucionarias, los abasíes persiguieron a sus partidarios. Como los fatimíes también fueron forzados a abandonar Juristán, se dirigieron a Salamiyya, en Siria, donde siguieron difundiendo sus ideas. Desde aquel lugar salieron prisioneros hacia todo el territorio islámico. Uno de ellos fue Abu Abdallah al-Shií, que se estableció en Ifriqiyya a principios del siglo X y encontró un valioso apoyo en las tribus bereberes. Entretanto, el jefe de los fatimíes, Ubayd Allah, que tuvo que huir del general abasí de Salamiyya, se detuvo, en un principio, en Palestina y Egipto, desde donde avanzó finalmente hacia el norte de África. Cuando fue capturado en Siyilwasa, al sur de Marruecos, a causa de su gran actividad propagandística, fue liberado por Abu Abdallah al-Shií, el nuevo soberano de Ifriyiyya. Ubayd Allah entró triunfalmente en Raqqada en el año 910, se hizo llamar Mahdi y creó el califato chiíta de los fatimíes en Túnez. Sin embargo, su verdadero objetivo era la conquista del este: Egipto, Bagdad y Constantinopla.

        Del mismo modo que sus predecesores, los fatimíes tuvieron que superar una gran cantidad de crisis políticas internas y llegar a un acuerdo con las tribus bereberes y con los rustemíes y los idrisíes, que temían la independencia de su reino de Marruecos, lo que provocó que no reconocieran el califato. A causa de ello aparecieron en torno al Mahdi fuertes discrepancias, que tuvieron como resultado, primero, la expulsión y, finalmente, la ejecución de Abu Abdullah al-Shií en el año 911. Mediante una política eficiente, especialmente en el sector de los impuestos, se llenaron las arcas, lo que permitió al soberano llevar un modo de vida licencioso. Pero por el momento el sueño de Ubayd Allah de dominar Egipto no se cumplió, pues su lujo al-Qaim, que posteriormente sería su sucesor (934-946), fracasó en dos campañas, sucesivas e incluso en una posterior en el año 925. No obstante, en el ámbito mediterráneo, pudieron imponer su primacía sobre los musulmanes en Sicilia, que de entonces en adelante fue gobernada por un enérgico imán, Hassán ibn Alí al-Kalbi.

        La política fatimí estaba en conflicto con el sunnismo todavía predominante en el país, al igual que con los jariyíes, cuyos partidarios, al mando del bereber Abu Yazid, pretendían la caída del soberano chiíta. A partir de 943 o 944, Abu Yazid (apodado "el hombre del asno", porque tuvo un rucio, por cabalgadura durante un año) y sus hombres eran una amenaza para el régimen de Almanzor (946-953), sucesor de al-Qaim. Lograron someter ciudades tan importantes como Raqqada, Kairuán y Susa, pero después de muchos meses de asedio tuvieron que renunciar al intento de apoderarse también de Mahdiya. A causa de las crueldades y de las extorsiones de que eran culpables los hombres de Abu Yazid, muy pronto dejaron de encontrar protección entre la población, de modo que el movimiento fracasó tras la detención de su jefe en 947. Sin embargo, después de esta crisis, los fatimíes pudieron reforzar su poder en Ifriqiyya, y finalmente, durante el reinado de al-Muizz (953-975), fue­ron liberadas todas las provincias occidentales.

        Después de unas relaciones tensas con Bizancio a lo largo de medio siglo, los fatimíes y el emperador bizantino Nicéforo Focas firmaron un acuerdo de paz en el año 967. El sueño de Ubayd Allah se hizo realidad con al­Muizz, quien se aventuró en una campaña contra Egipto. El país contaba con considerables recursos, pero se encontraba ante una grave crisis a causa de las reiteradas malas cosechas. Los fatimíes aguardaron el momento propicio antes de que le fuera confiada una expedición a Yauhar, un oficial eslavo. Un importante despliegue propagandístico preparó su llegada y la población empezó a hablar de libertad política y de reformas. En el año 969, Yauhar conquistó Fustat, donde, suspendiendo los acuerdos ya cerrados, se comportó de modo tolerante con sunníes, cristianos y judíos. Este clima de convivencia fraterna marcó los dos siglos que duró la dominación chiíta en Egipto, y solamente se vio interrumpido durante el reinado del caprichoso y violento califa al-Hakim (996-1021), que durante algún tiempo persiguió a cristianos y judíos. Tras su reinado se formó la comunidad religiosa de los drusos, que le profesaban adoración como a una encarnación de Dios. La autonomía concedida a las diferentes comunidades contribuyó al notable apogeo económico de Egipto. Yauhar mandó construir una nueva ciudad allí donde había establecido su campamento, en las cercanías de Fustat: al-Qahira (El Cairo), "la muy victoriosa". El Cairo se convirtió en capital del imperio en 973, cuando al-Muizz trasladó la sede del gobierno de Ifriqiyya a Egipto y confió la responsabilidad de Ifriqiyya al bereber zirí Buluggin (muerto en 984), a quien nombró emir.

        En 970, Meca y Medina se pusieron bajo la protección de los fatimíes, que lograron ampliar su poder hasta el Yemen; sin embargo, se encontraron con una gran resistencia al intentar extenderse a Siria y Palestina. Al parecer, Ubayd Allah consiguió su objetivo en 1058, cuando el califa abasí huyó y Bagdad fue ocupada por breve tiempo. La ocupación de Bagdad y el reconocimiento del califa al-Mustansir (1036-1094) supusieron al mismo tiempo el apogeo y la crisis del reinado de los fatimíes, pues volvieron a perder las provincias de las zonas fronterizas del reino. En el oeste, en el año 1048, los ziríes norteafricanos se negaron a reconocer la supremacía de El Cairo, se unieron a los abasíes y regresaron a la tradición jurídica sunní. Al-Mustansir envió tropas nómadas árabes del alto Egipto -los Banu Hilal y los Banu Suleimán- al Magreb, donde devastaron campos y ciudades. Esto perturbó definitivamente el equilibrio político de esta región y, con ello, se inició la decadencia de los antiguos centros. La situación en las provincias del norte no era mejor y, en 1076, Siria se perdió para siempre. Esto no sólo produjo problemas económicos -los fatimíes perdían una importante fuente de ingresos-, sino que también debilitó las zonas fronterizas, lo que se acentuó más cuando se intensificó la amenaza de los cristianos.

        Las malas cosechas, la hambruna y la anarquía apremiaron al régimen que se hundía. Así, en el año 1068 las arcas del Estado estaban vacías y la guardia y los funcionarios del califa, que ya no cobraban, saquearon el palacio. Para frenar la caída, al-Mustansir pidió ayuda al general armenio Badr al-Yamali, que se había distinguido como gobernador en Siria y Palestina. Con sus reformas, Egipto recuperó de nuevo su esplendor. Las ganancias de los productos agrícolas y artesanales, así como del comercio de las especias, fueron inmensas, y una sólida moneda basada en el oro estimuló el comercio. Pero las crisis económicas y las luchas sucesorias, las intrigas de palacio y el peligro cristiano provocaron finalmente el fin de los fatimíes. En el año 1169, Saladino tomó posesión de El Cairo, al servicio del soberano sirio Nur al-Din, que derrocó al califato fatimí y restauró la supremacía de los abasíes.