EL OJO DEL CORAZÓN

 

INTRODUCCIÓN

 

         En árabe, el término general que se emplea para decir ojo es ‘áin, que también significa fuente, manantial, y da nombre a una de las letras del alfabeto. Pero hay otra palabra, sar, con la que se precisa que se habla del ojo físico (y también su función, la visión). Por último, basîra se emplea para denominar un ojo especial, interior, que está en el corazón. También se dice que la basîra es una luz (nûr) que Allah deposita en el corazón y que le permite ver y entender lo que está más allá de las formas. Es, por tanto, en principio y aunque solo sea para entendernos, una forma aguda de perspicacia, sagacidad y entendimiento.

 

         La basîra está estrechamente relacionada con el Îmân, la sensibilidad y la habilidad del corazón para reconocer a Allah. El Îmân se despliega si el corazón que lo genera cuenta con ese ojo, que es lo que confiere consistencia a esa sensibilidad. El mûmin, el dotado de Îmân, ve la realidad con ese otro ojo capaz de penetrar en lo más hondo.

 

 

I

El despertar, la resolución y la reflexión

 

         Puede decirse que el ojo interior (la basîra) se abre cuando antes han tenido lugar tres hechos:

 

Primero, el despertar (yáqaza). Este despertar espiritual  ha sido definido como “el sobresalto del corazón en medio del terror que produce el salir del sueño de los negligentes (inçi‘âÿ al-qalb li-ráu‘at al-intibâh min ráqdat al-gâfilîn)”.

 

El ser humano vive sumido en el sopor (raqda) de la negligencia, el descuido, la desatención, el olvido, la desidia, la dejadez (ideas que se concentran en la palabra árabe gafla, que también significa estupidez). El hombre vive agitado en medio de la insignificancia de sus afanes y sus esperanzas, en la inconsciencia del paso de tiempo y el sin sentido de su cotidianidad, inmerso en mentiras y autoengaños, y sin saber a dónde le conducen, ni el daño que le hacen ni la destrucción a la que lo condenan. A pesar de que sobre su existencia gravita una amenaza terrible (la muerte, el mensajero más eficaz de la verdad de la esencia humana, y que es su insustancialidad) y el Profeta se hace eco de esa resonancia interior dándole nombres inteligibles, el hombre no recapacita. Desde su nacimiento vive en el aturdimiento, con la atención puesta en el vértigo de sus sueños. Sus ilusiones absorben todo su ser, y no se apercibe que tanto él como cuanto le rodea es fantasmal, y la Verdad es el gran reto. Pero hay quienes sí salen de esa somnolencia. Son la excepción. Son aquellos que sí reflexionan sobre la condición humana y descubren su precariedad. Cuando en ellos se asienta esa idea, se estremecen de terror (ráu‘a). Ese terror es el signo del despertar, pero tiene más concomitantes.

 

Ese despertar es intibâh, darse cuenta de algo, apercibirse de una realidad. Y el sobresalto (inçi‘âÿ) que produce el verse al borde de un abismo es el síntoma de un terror especial que el autor de la definición llama ráu‘a. Este término es sorprendente, porque a la vez describe la belleza perturbadora de algo. Efectivamente, ráu‘a es también el esplendor único de una cosa, su magnificencia y el deslumbre que produce. Es como si, el que se asomara a la inconsistencia de su realidad, a la vez descubriera en su raíz un infinito que es la razón de ser de todo. El vértigo que produce esa conmoción es espanto porque su inmensidad es el contrapunto de la inanidad que el hombre presiente como lo único propiamente suyo. Es como si el que despertara se sintiera flotando en medio de una Belleza que se le presenta en toda su Majestad, envolvente y aniquiladora. Al igual que un recién nacido, el que despierta del sueño de los hombres intuye el trasfondo de su existencia y se siente en medio de la desmesura. Esa desmesura desasosegadora, sin embargo, no es perversa. Todo lo contrario, es pura bondad y hermosura, y es la madre de su existencia, el sostén de su ser, su verdad, que en árabe recibe el nombre de Allah y que reclama al hombre. Es a Allah a lo que el hombre está sujeto y de Quien tiene una necesidad imperiosa en todo momento, aunque, en el seno de su sueño, no se dé cuenta. Esa sujeción es llamada ‘ubûdía. Desentrañar su secreto -el de Allah y el de su dependencia respecto a Él- será el propósito al que ha despertado.

 

        El miedo, la angustia, el desasosiego -que están en el origen de la espiritualidad-,... son de inmenso valor. Nada tiene que ver con los miedos a los fantasmas y quimeras en que se debate el común de los hombres, que sólo son movidos por temores insustanciales. Quien presiente en sí el pánico que produce el despertar debe felicitarse: ha salido del círculo mediocre de los terrores comunes, ha salido de la embriaguez de la gafla, el peor de los enemigos del ser humano,  para lanzarse al vértigo del infinito que está en todas las raíces. En realidad, ese miedo es el anuncio de su felicidad. Es un terror que en realidad le está diciendo lo que expresó un poeta:

                   Ven a los Jardines del Edén, pues fueron tus primeras moradas.

 Ahí está el campamento...

Hemos sido raptados por el enemigo.

¿Acaso volveremos a nuestra patria? ¿Alcanzaremos la paz?

 

         El despertar es el primer momento de un largo viaje. Es su intención. Falta la resolución, que es el segundo hecho que debe tener lugar antes de que se encienda en el corazón la luz del ojo interior.

 

         Segundo, por tanto, la resolución (‘açm). Este término ha sido definido como “el compromiso firme de marchar, abandonando todo impedimento y obstáculo y haciéndose acompañar de toda herramienta auxiliar y todo elemento que permita acceder al objetivo (al-‘aqd al-ÿâçim ‘alà l-masîr wa mufâraqat kull qâti‘ wa mu‘áwwiq wa murâfaqat kull mu‘în wa mûsil)”. Dependiendo de la intensidad des despertar, será la firmeza de la resolución.

 

         Efectivamente, quien despierta del sueño en que vive la inmensa mayoría de la gente sabe que, inexorablemente, debe iniciar una marcha (masîr), un retorno a su propia Fuente, alejándose de todo impedimento que entorpezca su avance. Es a lo que el autor de la definición llama abandono (mufâraqa) del ti‘ (que es lo que corta o interrumpe un viaje, y es nombre que se da también a un salteador de caminos) y el mu‘áwwiq (lo que estorba y obstaculiza). Efectivamente, deben existir esos elementos que se interponen entre los hombres y la Realidad, y son la razón de su sopor. Esos salteadores de caminos son las aparente solidez del mundo (duniâ), los miedos del hombre (sus demonios) y el hombre en sí mismo (nafs). Pues bien, el despierto se propone superarlos. A la vez, sabe que debe hacerse acompañar (murâfaqa) de sus contrarios, a los que el autor llama mu‘în, herramienta auxiliar, ayuda, recurso, y sil, lo que permite alcanzar el objetivo, lo que está en contacto con la finalidad propuesta. Para empezar, el mismo despertar es signo de la existencia de cosas que permiten al hombre salir de su círculo cerrado. A la cabeza de esos recursos está la llamada que presiente en su interior y la enseñanza de los profetas, resonancias inteligibles de las premoniciones interiores. Pero la gran herramienta auxiliar y la ayuda que le viene de Allah mismo es la Revelación y el Camino (Sharî‘a) que describe.

 

         Lo esencial es que exista el compromiso, la decisión firme (‘aqd). Esta es la quintaesencia de la resolución (‘açm). El ‘aqd -esa disposición interior- es la base sobre la que queda cimentada la fuerza de la voluntad. Curiosamente, es la misma palabra con la que se designa a la Doctrina de la Unidad en el Islam (el ‘Aqd o ‘Aqîda). Y, en efecto, la Doctrina es el pilar sobre el que se sostiene toda la cosmovisión de los musulmanes, reuniendo el conjunto de ideas-fuerza que dan hechura al despliegue del Islam como vida. En realidad sucede que las enseñanzas del Islam toman asiento en el corazón, y se convierten en el detonante de su despertar y su marcha.

 

         Ahora bien, se trata aún de presentimientos e intuiciones que irán tomando forma. Esto da paso al siguiente hecho indispensable para que, por último, se abra el ojo interior. Ese tercer momento es la reflexión.

 

         Tercero, la reflexión (fikra). Ha sido definida como “la mirada escudriñadora del corazón dirigida al objetivo buscado (tahdîq al-qalb náhwa l-matlûb)”. El objetivo buscado (matlûb) es Allah. Él, la Verdad Creadora, el Sostén de la Existencia, es quien ha encendido en el corazón del buscador la necesidad de iniciar su peregrinación, es el que se ha dejado adivinar en el primer momento -y su Belleza y Majestad han producido el terror que activa al aspirante-, y Él es el Murâd, el Querido, aquello que el hombre se propone. Allah es quien está tras todas las apariencia, la Verdad que sostiene todas las cosas, el infinito en el que todo existe, y es la plenitud a la que aspira el despierto.

 

Esos primeros instantes han desatado la reflexión (fikra), y es con esa reflexión con lo que el despierto comienza a ser propiamente una persona, un califa (jalîfa), un ser soberano. Y es así porque su objetivo ahora es la Verdad, y no simplemente cómo componérselas en el mundo de las apariencias y las evanescencias. Hasta entonces, su reflexión era tan sólo instinto. A partir del despertar, será su principal recurso, su mu‘în, su herramienta auxiliar, a la vez que lo va a conducir hasta Allah mismo, siendo su sil, lo que lo va a comunicar desde su plena soberanía con el Absoluto.

 

El órgano de la reflexión es el corazón (qalb). El autor de la definición nos dice que esa viveza de la inteligencia humana consiste en una mirada escrutadora (tahdîq) que el corazón dirige hacia Allah buscando el modo de llegar a su Inmensidad. “Observar con el corazón” es lo que abre ese ojo interior al que llamamos basîra. Consiste en el anhelo por ver lo que hay detrás de las formas, por su razón más íntima y privada, haciéndolo con un deseo del que sólo es capaz el corazón, que tiene así una facultad para saber de una agudeza semejante al hierro que penetra en los objetos y no se detiene en su superficie.

 

 

II

La prefiguración

 

La basîra se ha definido como “una luz que hay en el corazón con la que ve la promesa y la amenaza, el Paraíso y el Fuego, lo que Allah ha preparado en el primero para sus aliados, y en el  último para sus enemigos (nûr fî l-qalb yúbsir bihi l-wá‘d wa l-wa‘îd wa l-ÿanna wa n-nâr wa mâ a‘adda llâh fî hádzihi li-awliyâihi wa fî hádzihi li-a‘dâihi)”. Observemos que el autor de la definición (veremos otras más adelante) inmediatamente nos sitúa en el Más Allá (al-Âjira): la basîra tiene la facultad de precipitar las cosas, desnudándolas de su momento actual y viéndolas desde la perspectiva de su eternidad en Allah, en la Verdad que las hace ser.

 

La basîra es una luz (nûr) que ilumina ante el corazón la parte de una realidad que no es visible para el ojo exterior (el sar). Se trata del destino sobre el que está forjada esa realidad y el que la aguarda fuera de su instante pasajero. En todo ello, hay una promesa (wa‘d) y una amenaza (wa‘îd), anunciadas por todos los profetas: la promesa de la plenitud y la amenaza del tormento. Son a lo que se llama paraíso (ÿanna) y fuego (nâr). En el primero hay gozo para los que se han aliado a Allah (los awliyâ) y en el segundo hay dolor para los que se han alejado de Él (sus a‘dâ, o enemigos, los distantes, los abandonados al sopor de la negligencia).

 

Ese universo del Más Allá (al-Âjira) es, en la eternidad, el trasfondo de la realidad inmediata. Es la verdad vista con los ojos de la sagacidad del corazón. Su estructura es tan simple como la de cada momento que vive el ser humano; la gran diferencia, es el sentido de trascendencia del que está dotado ese órgano de extraordinaria sensibilidad al que llamamos corazón, capaz de imaginar lo que entraña la existencia, de versa en su esencia:

 El que ha despertado contempla la llegada de Allah, cuyo Trono es erigido sobre todas las cosas, que antes veía vacías. Para ese corazón que empieza a ver la existencia con la ayuda de su perspicacia, las criaturas han salido de sus tumbas, convocadas por Allah para determinar el destino. La tierra resplandece con Su Luz, es desplegado el Libro, y acuden los profetas y los mártires. Se ha establecido la Balanza y las hojas del Libro vuelan. Se presentan los litigantes y cada cual se enfrenta a su rival. Resplandece el estanque y son dispuestos los recipientes para beber. Hay una gran sed, pero a pocos les es dado saciarla a pesar de la abundancia de agua. Y entonces aparece el Puente que recibe el nombre de Sendero recto, y la gente es empujada hacia él. Algunos pasan iluminados por la luz, a otros los arrastran las tinieblas que los hacen caer al abismo. Abajo espera un fuego violento, y en él cae la inmensa mayoría. Poco son los que avanzan sobre la Senda, al cabo del cual se abre el Jardín”.

 

Esta visión propia de la basîra es una poderosa intuición movilizadora. Mientras el común de la gente se asombra ante esa descripción, el despierto encuentra su sentido. Por ello, se ha dicho que el ojo interior es “una luz que Allah arroja en el corazón con la que ve la esencia de aquello que los profetas han notificado, como si lo contemplara con el ojo físico (nûr yáqdzifuhu llâh fî l-qalb yarà haqîqat mâ ájbarat bíhi r-rúsul kaánnahu yushâhiduhu raà ‘áin)”. Por tanto, la basîra es luz de Allah, presencia en el corazón de la infinitud sobre la que es templado el hombre. Con esa luz, el corazón ve la esencia (haqîqa), la realidad, la concreción, de lo que anuncian todos los profetas (los rúsul). No le sorprenden sus enseñanzas, porque ya está preparado para ellas. La basîra lo ha predispuesto para entender lo que rechazan quienes carecen de esa iluminación.

 

Los que carecen de visión interior interpretan lo que dicen los profetas como una alternativa a la existencia presente, pero los dotados de entendimiento ven en ello la significación de la existencia presente, su realidad esencial (haqîqa). En tanto que realidad esencial, al-Âjira, el Más Allá, es más real que lo que vemos con los ojos de la cara. No es sólo lo que nos aguarda tras la muerte, sino el entramado de cada instante. Se trata de una transfiguración. Al que le es dado verlo, su corazón está preparado para entender todas las enseñanzas de los profetas a la luz de esa perspicacia.

 

 

III

La basîra aplicada a la Doctrina

 

         El corazón, con la basîra, ve. Esta es una idea fundamental. Corresponde a la razón (‘aql) elaborar sistemas de pensamiento, pero el corazón, desde el principio, vivencia. La razón construye sistemas y discursos, pero el corazón funciona con imágenes y visiones y adopta actitudes. La diferencia no los contrapone necesariamente. El conflicto surge sólo cuando se producen confusiones. En cualquier caso, para lo que nos interesa aquí, la visión del corazón es, ante todo, sagacidad, perspicacia, habilidad para penetrar, personalmente, en las realidades, y, es, con ello y ante todo, un posicionamiento ante ellas. La basîra es la clave de la ubicación en el mundo del hombre de corazón. Pero, la igual que la razón fácilmente se pierde en divagaciones estériles y racionalismos fríos, la intuición del hombre está amenazada por la fantasía y la dispersión. En todas las circunstancias, para la razón y para el ojo interior, el peligro radica en la insustancialidad misma del ser humano, que contamina con sus frivolidades esos grandes ejercicios del espíritu.

 

         La guía que sitúa todas esas experiencias en la dimensión trascendente es la Revelación (el Corán y la Sunna). Los musulmanes han proyectado en ella los dos grandes recursos, el de la razón (‘aql) y el del corazón (qalb), estando la plenitud en su simultaneidad. La razón explica, mientras que la visión invita a la actitud adecuada exigida por los datos ofrecidos por el Corán y la Sunna. La razón  los desmenuza y los hace digeribles, pero el corazón se adhiere a la literalidad, que propicia emociones más profundas y propone rupturas emancipadoras. No tiene por qué haber desfases, y el Islam acabó por reencontrar su equilibrio original tras largas meditaciones y experiencias, pasando por el racionalismo de los mu‘tazilíes hasta aceptar el desafío ash‘arí y el literalismo hanbalí y zâhirí, que, a su vez, dieron el material necesario para la vivencia visionaria de los sufíes.

 

         El literalismo no significa superficialidad ni fanatismo, al menos en el Islam. Significa precisamente todo lo que hemos ido diciendo. En lugar de sustituir la realidad por divagaciones mentales, el literalismo obliga a encontrar el espíritu que anida en lo más material e inmediato. Ello fue lo que llevó a decir al gran maestro de los sufíes, y a la vez literalista (zâhirí), Ibn ‘Arabí, que “Allah no existe fuera del mundo concreto”. Encontrarlo ahí es el gran reto, el desafío que ha sido encarado por los musulmanes, y la basîra es su instrumento, un ojo penetrante que va del corazón del hombre al corazón de la realidad, sin apartarse ni dispersarse, tal como dice el Corán de la mirada del Profeta (s.a.s.): “Su mirada no se desvió ni fue más allá del límite”, y ello en el contexto clarificador de su experiencia visionaria durante el Viaje Nocturno (esta cita coránica es tenida por la “definición” que el Libro Revelado hace de la basîra), y como tal aparece en las exposiciones de este tema). Además, con la sensatez literalista se cierra la puerta tanto a la esterilidad de la metafísica como a la fantasía supersticiosa.

 

         En esta introducción a la sagacidad de los musulmanes y al empleo que hacen de la basîra, debemos detenernos primeramente en su aplicación a la Doctrina (‘Aqd o ‘Aqîda, el Fundamento del Islam), con el criterio del literalismo que fuerza al espíritu a enfrentarse con la realidad y no dejarse arrastrar por su propia fantasía. El Islam bosqueja unas ideas-fuerza iniciales que están firmemente asentadas en la cosmovisión de los musulmanes. La asunción definitiva de dichas enseñanzas modela la personalidad del mûmin, el dotado de Îmân, esa sensibilidad espiritual fecundada por la visión interior.

 

         1- La basîra en lo que respecta a Allah mismo, llamada también sagacidad en los Nombres y Atributos (al-Asmâ wa s-Sifât):

Allah se describe a Sí Mismo en el Corán y en la Sunna. Esa descripción, que es el núcleo de la ‘Aqîda, se propone proporcionar bases para una concepción que, a la vez, deje claro a los musulmanes la trascendencia absoluta de la Verdad (al-Haqq, Allah), por un lado, y, por otro, su imbricación en la realidad inmediata como Creador y Señor de cada cosa. Allah es el trasfondo impensable presente con toda su inmensidad en todo instante en cada molécula. Esto es expresado de modo sencillo, sin rebuscamientos ni mitología de ningún tipo.

 

Puesto que la ‘Aqîda es ofrecida a la razón y al corazón, es importante que no la contaminen ni la inclinación racionalista ni ninguna reducción simplificadora que la haga caer en interpretaciones inmaduras o supersticiosas. Para hacernos una idea, he aquí un modelo sencillo de ‘Aqîda que suscribiría cualquier musulmán:

La basîra consiste en que contemples (sientas presientas) con el ojo de tu corazón a Allah asentado sobre Su Trono, pronunciando sus órdenes y sus prohibiciones, observando con atención los movimientos del mundo, tanto el mundo superior como el inferior, viendo los cuerpos y las esencias de sus criaturas, oyendo los sonidos que emiten, vigilando sus conciencias y sus secretos. El gobierno de los reinos está sujeto a su gestión, y su orden desciende desde Él hasta las cosas y hasta Él vuelve a ascender, y ante Él están los ángeles, cumpliendo sus decretos en las diferentes regiones del universo.

 

Lo describen los Atributos de la Perfección y Plenitud, lo caracterizan los rasgos de la Majestad; es Puro sin contaminación de mengua y defecto, y no hay modelo al que Él se asemeje. Él es tal como se ha descrito a Sí Mismo en su Libro, y está por encima de lo que puedan decir de Él los seres humanos: Viviente que no muere, Subsistente que no duerme, Sabedor ante Quien no queda oculto ni un átomo ni en los cielos ni en la tierra; Vidente que ve cómo se arrastra una hormiga negra sobre una roca sólida en la noche oscura; y Él oye en medio del alboroto de las voces, a pesar de la pluralidad de lenguas y la diferencia de ruegos y necesidades. Su Palabra tiene cumplimiento inexorable, y es sincera y justa.

 

Sus Cualidades se alzan majestuosas y no son análogas a las que describen, con las mismas palabras, a la de las criaturas: Él no tiene igual, ni semejante, ni nada equivale a Él. Su Identidad trasciende cualquier equiparación ni tiene, en absoluto, símil alguno en ninguna entidad.

 

Su Acto abarca a toda la creación, y es justo, y es sabiduría, misericordia, excelencia y favor. Le pertenece el acto creador y la orden en el universo. De Él viene todo bien y todo favor que alcanza a las criaturas. Suyo es el dominio y Él es digno de alabanza, elogio y glorificación.

 

         Él es el Primero, y no está precedido de nada; y es el Último, y tras Él no hay nada; es Manifiesto, y nada lo oculta; es Oculto, y nada hay bajo Él. Todos sus Nombres son Nombres de alabanza, elogio, enaltecimiento y glorificación, y por ello son los Más Bellos. Y sus Cualidades son todos Atributos de Majestad. Y todos sus Actos son sabiduría, misericordia, en interés de las criaturas, y son justicia.

 

         Todas sus criaturas aluden a Él y señalan en su dirección, y así es para el dotado de visión interior. No ha creado los cielos y la tierra banalmente, ni ha abandonado al hombre a su suerte y desprovisto de sentido. Ha creado a la creación para dar cuerpo a su propia Unidad y establecer el reconocimiento de Él, y ha derramado sobre ellas sus bondades y ha hecho de la gratitud de los hombres razón para aumentar el despliegue de su Generosidad.

 

         Se presenta a sus criaturas dándose a conocer de las formas más variadas. Ha mostrado sus Signos y los ha detallado. Ha diversificado los caminos que guían a Él. Ha reclamado a sus criaturas y las ha invitado a amarle y ha abierto ante ellos todas las puertas, y ha hecho del compromiso la forma más poderosa de acceder a Él, y con ello completa su Favor desbordado. Y, de igual modo, con ello ha dado forma al gran argumento contra la humanidad, de modo que nadie pueda escudarse en la ignorancia. Ha derramado sobre las criaturas su Favor y se ha preescrito a Sí Mismo la misericordia, y en su Libro se dice que su compasión vence a su ira”.

 

         La exacta comprensión de esta ‘Aqîda depende del conocimiento y comprensión de los textos proféticos, así como de la ciencia que rebate las objeciones y las sospechas en torno a su verdadero sentido. En todo ello, la herramienta eficaz es la basîra, la penetración en su significado como vivencia del corazón. Para ello no es necesario -es más, es contraproducente y opuesto a la sagacidad- perderse por divagaciones con pretensiones filosóficas, teológicas o metafísicas. En el Islam se considera que es indicio de debilidad del corazón la tendencia a justificar la ‘Aqîda con semejantes desarrollos. No es la sutileza de las palabras sino la del corazón lo que permite saborear a Allah. Y de lo que nos habla el fundamento del Islam es, precisamente, de lo que el ojo interior adivina de inmediato: Allah en su Majestad y Belleza, gobernando eficazmente la existencia desde su trascendencia impenetrable. Es más fácil encontrar esta poderosa intuición entre la gente sencilla. Ibn Qayyim dice:

Encontrarás que los más débiles en materia de basîra son los que se consagran a la ciencia del Discurso (la justificación racional de la ‘Aqîda) siguiendo el modo censurado por los miembros de las primeras generaciones del Islam y que ignoran los textos revelados y sus alcances. Las sospechas banales se han apoderado de sus corazones. Por otro lado, si te fijas en la situación de la generalidad de la gente sencilla -que no son “verdaderos musulmanes”, en opinión de esa élite-, verás que tienen un ojo interior más perfecto, una sensibilidad espiritual (Îmân) más poderosa, una confianza más resuelta en la Revelación y un camino claro hacia la Verdad”.

 

2- La basîra en lo que respecta a la orden y la prohibición (al-amr wa n-náhy); es decir, la sagacidad en lo relativo a la Ley Revelada (Sharî‘a):

Consiste en la forma apropiada de recibir las órdenes y prohibiciones que vienen de Allah, manifiestas en la Revelación a modo de Ley a seguir, constituyéndose con ello en Vía y modo de vivir. Esa forma apropiada de acoger las órdenes y las prohibiciones (al-amr wa n-nahy) tiene como centro de gravedad la rendición incondicionada al contenido de la Sharî‘a, de manera que nada en la voluntad se oponga a ella, sin interpretaciones subjetivas, sin adhesión ciega a una corriente jurídica ni seguir incondicionalmente a ningún maestro, sino buscando conocer con rigor lo que Allah desea y lo que detesta para realizar lo primero y evitar lo segundo.

 

Quien ha detectado que la Ley le viene de su Señor Verdadero no permite que sus enemigos (sus demonios, sus inclinaciones personales y la fascinación del mundo) se interpongan. En la Revelación es interpelado por Allah, y la afronta con la agudeza de quien escucha a su Dueño, Aquél del que depende su existencia y todo su ser.

 

La Sharî‘a es el camino que Allah establece para que el hombre pueda vivir en consonancia con Su Querer. Si la ‘Aqîda responde a la pregunta de quién es y cómo es Allah, la Sharî‘a expone abiertamente su Voluntad. El corazón dotado de visión interna no convierte los imperativos de su Señor en ocasión para hacer prevalecer su opinión: ni la pasión ni el apetito ni la comodidad lo apartan de la claridad del mensaje que se le dirige, ni encuentra obstáculos ni justificaciones que se opongan a su seguimiento estricto de la Ley, ni la confianza en los maestros le estorba a la hora de buscar directamente en las fuentes originales de ese saber.

 

 Hay, pues, un conocimiento teórico (la ‘Aqîda que resume lo que es posible saber acerca de Allah) y un conocimiento práctico (el Fiqh que se propone ahondar en su Ley) que son los temas de la Ciencia (‘Ilm). Ambas ramas -la del fundamento y la de sus derivados- son las fuentes de las convicciones y de las acciones del musulmán. Todo ello lo libera de la ignorancia y de la perplejidad. Con el despertar, sale de la somnolencia en la que está sumida la gente, y en la Ciencia encuentra las bases para una existencia acorde con la Verdad Creadora que ha despuntado en él desatando inquietudes. Con esto debe quedar clara la diferencia entre las gentes de la Ciencia y los que vagan a su antojo por el universo del espíritu.

 

3- La basîra en lo que respecta a la promesa y a la amenaza (al-wa‘d wa l-wa‘îd); es decir, la sagacidad en lo relativo al premio y el castigo.

 

La promesa (wa‘d) y la amenaza (wa‘îd), es decir, el premio y el castigo de Allah, son los concomitantes de la subordinación de cuanto existe a Su preeminencia. La promesa de Allah consiste en que Él ofrece al ser humano Su riqueza; y su amenaza se manifiesta en que lo hunde en la miseria de la frustración. Este es el Qiyâm de Allah, su predominio en las realidades, tanto en el bien como en el mal, recompensando el bien de las criaturas y castigando su mal.

 

La basîra contempla lo dicho: “Consiste en que el corazón vea el Qiyâm de Allah prevaleciendo sobre cada ser concreto con lo que su vida adquiere en cuanto a bien o mal, realizándose ese predominio inmediatamente o quedando aplazado, es decir, respondiendo a la acción del hombre o aguardando a su muerte y posterior resurrección. Ello se deriva de la esencialidad y dominio de Allah, de su justicia y de su misericordia. La ceguera en esta cuestión es duda sobre la esencialidad y dominio de Allah; es más, es duda sobre su existencia, pues es imposible imaginar que fuera de otra manera. No puede atribuírsele que deje en el abandono a su creación, o que ésta exista al margen de lo que la hace ser... ¡Allah se alza infinitamente por encima de esta consideración!”.

 

El Ma‘âd es el retorno a Allah, en la concreción de cada instante y en lo infinito. Todo está sumido en su Señor. La retribución de los actos del ser humano (el ÿaçâ), aparece con el acto o es aplazada para la eternidad, y está íntimamente relacionada con la Unidad-Unicidad de Allah (Wahdânía).

 

La Resurrección anunciada a la humanidad es el corolario de la Wahdânía, la manifestación de su esplendor y de su verdadero sentido. Por un lado, es el centro del Señorío de Allah, y, por otro, es la demostración de la inutilidad de todo aquello a lo que el hombre se subordina al margen de su Verdadero Señor. La Resurrección es el despertar en medio de la eternidad.