TODO EL ISLAM ES CORTESÍA

 

          Todo el Islam es cortesía”. Estas fueron palabras sabias de Sidnâ Muhammad (s.a.s.), de modo que así queda sentenciado que quien no sabe relacionarse cortésmente se aleja del corazón del Islam. El Islam entero es Ádab, cortesía, buenas maneras. Como consecuencia de ello, esta palabra -Ádab- ha cobrado en árabe diversas significaciones. Para empezar, Ádab es educación, una formación exquisita, y por ello ha pasado a designar a las Letras. Efectivamente, literatura y humanidades, en general, se dicen, en árabe, ádab (o âdâb, en su forma plural). Un literato es un adîb, alguien elegante en su formación, en su lenguaje y en sus maneras. También, una persona respetuosa, correcta y cortés es muáddab, alguien que tiene ádab. Toda forma protocolaria es ádab. En este sentido, el ádab es contrario a la rudeza, la tosquedad y los malos modos derivados de la ignorancia ante la relevancia de lo que se tiene enfrente.

 

          En segundo lugar, y en un sentido estrictamente islámico, Ádab tiene una connotación mucho más profunda. Es la actitud debida que se adopta ante algo cuyo valor se reconoce. El Ádab, cumplir con lo que algo exige, es un signo de sabiduría, y se lleva a todos los detalles de la vida cotidiana. Y puesto que todo tiene una realidad, ante todos las cosas hay que adoptar el Ádab que le corresponda. El desdén, la descortesía, la falta de respeto y consideración ante algo importante (y todo es importante), son signos de ignorancia, de desconocimiento de la naturaleza de las cosas. El Islam es minucioso a la hora de enumerar las reglas de comportamiento en todas las relaciones, como signo de apercibimiento de su calidad.

 

          La cortesía ante algo lo diferencia y resalta, y es signo, en quien adopta esa actitud correcta, de que ha reconocido la singularidad de aquello que lo mueve a mostrarse de modo deferente. El musulmán vive asomado a la trascendencia y gravedad de las realidades, y ello le hace adoptar ‘formas’ y ‘actitudes’ en correspondencia con su valoración de sí mismo, de su Señor, del Corán, del Profeta, de sus padres, hermanos, familiares, amigos, de sus vecinos, de la creación entera. El Islam le enseña a sentarse y levantarse debidamente, a acoger en su casa a los huéspedes, a vestirse, viajar, dormir, e, incluso, las reglas a seguir cuando desee satisfacer necesidades físicas o íntimas, etc., según normas que revelan una conciencia exquisita, basada, no obstante, en la sencillez.

 

          Con esos comportamientos, el musulmán adopta una actitud de deferencia gracias a la cual asume que cada uno de sus instantes tiene existencia gracias a algo poderoso que se le muestra a cada paso. Reconociendo hasta en lo más cotidiano la presencia de algo esencial que demanda la activación de su cortesía, pasa a entroncar con la fuerza que hace ser a las cosas, y lo hace en cosas graves y en otras extraordinariamente sencillas y comunes. Abandona así el desdén, el descuido y la tosquedad hacia las cosas, señales inequívocas de ignorancia y aislamiento. Por ello, el Islam enseña que la persona misma, y Allah, el Corán, el Profeta, los padres, los familiares, los vecinos, los compañeros, la humanidad entera, y hasta viajar, comer, beber, orinar o hacer el amor, son realidades y actividades sobres las que existimos y exigen nuestro reconocimiento, y con la cortesía entramos en una relación que da consistencia en nosotros a un saber que permite el acceso al secreto de la existencia, sin necesidad de recurrir a explicaciones metafísicas, sino viviéndola en la inmediatez. Cada Ádab es, pues, un pequeño despertar que nos sitúa ante la altura y profundidad de las personas, los acontecimientos y las experiencias, muchos de los cuales suelen pasar desapercibidos a los que no prestan la debida atención.

 

El Ádab islámico nunca es exagerado ni artificial, sino una exacta correspondencia con las dimensiones de las circunstancias. Debido a su naturalidad, muchas veces el Ádab islámico incluso puede resultar chocante a la mentalidad occidental, para la que la cortesía y la educación son, más bien, distintivos sociales fundados en refinamientos alejados de la espontaneidad, y no actitudes vitales. La educación occidental rehuye la naturaleza; es más, está cifrada sobre la artificialidad, las relaciones de poder y clasistas, las convencionalidades y las formalidades. Por otra parte, las diferentes valoraciones de lo que debe ser la cortesía y las maneras educadas muchas veces arrastran a confusiones.

 

          Por todo ello, no debe extrañarnos que los tratados islámicos sobre Ádab se inicien con una reflexión sobre el respeto que el ser humano debe sentir, para empezar, por sí mismo. Esa introducción suele llevar por título Ádab an-Niyya, la Cortesía para con la Intención. Analicemos, aunque sea brevemente, su contenido.

 

          Todo musulmán sabe que lo que valida y hace meritorio cualquier acto suyo es la intención (niyya) que tenga detrás. Efectivamente, el propósito de algo es su causa y su oriente, de tal modo que el Derecho islámico (el Fiqh) dicta que es necesario un recogimiento previo antes de emprender cualquier acción y en el cual el musulmán debe sincerarse consigo y declarar, en lo íntimo de su corazón, cuál es su intención. Sólo ello da una finalidad a su acción posterior, sacándola del mecanicismo de los actos involuntarios para iluminarla con la luz de lo que es hecho a conciencia. Ése acto, si su intención es recta, es lo que Allah pasa a tener en cuenta. Los actos espasmódicos no tienen valor que ennoblezca al ser humano. Es decir, y yendo al fondo de la cuestión, el ser humano es capaz de hacer que sus actos tengan un mérito que Allah reconoce, por lo que su intención es un asunto grave digno de un respeto sobre el que es imprescindible reflexionar.

 

          Lo que el Fiqh enseña acerca de la relevancia de la intención tiene su fundamento en innumerables testimonios recogidos del Corán y la Sunna. Por ejemplo, el Corán dice: “A los seres humanos no se les ha ordenado otra cosa más que reconocer como único Señor a Allah, haciéndolo con sinceridad pura, estableciendo sobre esa intención la Senda (Dîn) en la que cumplen con Él”. Y el Profeta (s.a.s.) dijo: “innamâ l-a‘mâlu bin-niyyât (las acciones valen lo que sus intenciones) wa innamâ li-kúlli mriin mâ nawà (y cada hombre alcanza aquello que se ha propuesto)”, y este hadiz es considerado uno de los textos esenciales sobre este tema.

 

          Es más, la simple intención, si las circunstancias después no permiten realizar la acción que el corazón se ha propuesto, vale por el acto no cumplido. El Profeta (s.a.s.) dijo: “Es valorada (por Allah) como una acción bella la de aquél cuyo corazón se la ha propuesto y después no ha podido llevarla a cabo”.

 

          La intención (es decir, el trasfondo de la voluntad humana) es la conciencia del hombre, y tiene tal relevancia que determina su destino junto a Allah. De ahí que sea la primera condición para la validez y mérito de cualquier acto. Es más, cuando es intensa, la intención pasa a ser himma, aspiración, y la aspiración tiene el poder de mover montañas. Nos encontramos, pues, ante algo extraordinario que merece un respeto extraordinario. Lo primero ante lo que tiene que ser cortés el musulmán es frente a su propia intención, a su propia capacidad para dar espíritu y vida a sus actos. Un acto sin intención está muerto. Por lo tanto, la intención es el corazón de lo que el hombre se proponga.

          El Ádab que corresponde ante la intención es el Ijlâs, la sinceridad pura. El autoengaño y la falsificación de los verdaderos sentimientos son la descortesía que desdeña la importancia capital de la capacidad que tiene el corazón de dar vida a las cosas. El Ijlâs, en su nivel más bajo, es una actitud de responsabilidad. El sentido de responsabilidad obliga al musulmán sincero a ser consecuente con las verdaderas inclinaciones de su corazón, anulando sus malas intenciones. No finge que todos sus propósitos son buenos, y así tiene la posibilidad de sanear su fuero interno. No se engaña a sí mismo y busca sus defectos para superarlos. Esta es la cortesía que demanda la importancia que tiene el corazón de cada persona, y quien carece de esa deferencia hacia sí mismo está sumido en una ignorancia que le impide crecer como persona. Los frutos de esa ignorancia son la maldad o la hipocresía.

 

          La envidia, el rencor, el fanatismo, los excesos, las obsesiones,... son móviles en el ser humano que es necesario detectar para que no sean las verdaderas intenciones en nuestros actos, pues entonces los llevan por el peor de los caminos, y aquello que podría alzar al hombre ante Allah en realidad lo hunde, pues lo que Allah valora en el ser humano es la calidad de su intención. Es un acto de responsabilidad indagar en nuestros corazones por las causas de nuestras decisiones para corregirlas. Ahora bien, esas razones ocultas se agazapan y exigen una gran agudeza y capacidad para afrontar nuestras imperfecciones, y normalmente el amor propio opone resistencia. Pero no se trata de caer en ningún sentido de culpabilidad, que es otro vicio que tiene su origen en la pereza y el masoquismo. De ahí que digamos que el Ijlâs es responsabilidad que incita a una lucha con la que se avanza en la conciencia de sí mismo, de las obligaciones que pesan sobre nosotros, de nuestra capacidad de rendir cuentas y asumir desafíos. Todo esto es la seriedad (y la cortesía) que solicita con urgencia la esencial trascendencia que tiene la voluntad humana, certificada por el Islam cada vez que la cita como condición imprescindible en cada acto que quiera ser válido y meritorio.

 

          Una cosa importante, la sinceridad de la que estamos hablando no consiste en hacerse a uno mismo concesiones. Por ello tiene en la responsabilidad a su mejor aliado. El Islam nos invita a un denodado esfuerzo por superar  las mezquindades, y no entronizarlas en aras de una falsa sinceridad. Ser consecuente con uno mismo no invita al musulmán a comportarse de acuerdo con inclinaciones bajas que pudiera haber en él, sino reconocerlas para combatirlas y avanzar hacia lo mejor.

 

          Más adelante, el Ijlâs se trasforma en algo más profundo. La sinceridad pura, a ese nivel, consiste en que la única intención en el musulmán sea Allah en Sí Mismo. Y esta es la esencia del Ijlâs, el verdadero respeto debido a la intención. Quiere decir que el musulmán sincero sólo pretenda en sus actos cumplir con Allah y agradar a Allah, desechando cualquier otro interés. Esto implica un absoluto vacío en la intención, siendo el grado más elevado de la sinceridad. Se trata de un alejamiento absoluto de todas las vilezas y ruindades. Es entonces cuando lo que mueve al musulmán sincero es lo que activa a la creación misma. Su móvil, su intención, su propósito, son Allah, y no ningún otro afán ni objetivo solapados bajo el cúmulo de justificaciones, autoengaños y confusiones en medio de los cuales vive el hombre común. La intención debe ir siendo constantemente educada hasta alcanzar ese grado en el que la voluntad queda liberada de todo y se emancipa en la eternidad. El absoluto desinterés es la cumbre a la que puede ser alzada la intención teniendo lugar entonces la cortesía más absoluta de la que es acreedora.

 

          Para el primer paso -el de la responsabilidad-, es necesaria la corrección de los comportamientos, vigilando los sentimientos que se ocultan detrás de cada intención, puliendo los propósitos, mejorándolos en lo posible, tomando decisiones en función de esa progresión en la lucidez espiritual. Libramos así al mundo de nuestra maldad. Más adelante, esa responsabilidad debe convertirse en sinceridad pura, de modo que Allah, la Voluntad Absoluta, pasa a ser el motor en el que subsumimos nuestra existencia, en consonancia con la realidad esencial de nuestro ser, que es vivir en el seno del Poder Creador del Uno-Único. Seguramente, este grado está reservado a muy pocos, los que son capaces de renunciar a todo en el proyecto de su absoluta liberación de todos los condicionantes. Está bien que la conquista de ese horizonte esté entre los objetivos que se marque todo musulmán, pero no debe convertirse en una obsesión, pues es necesario recordar que más importante que el éxito es el esfuerzo, y la lucha diaria por depurar el mundo interior frente a las maquinaciones del ego es más importante que cualquier rango místico. El valor anida en el proceso.