El
respeto debido al Corán
El adáb forma parte del Islam, está unido a este dîn tan estrechamente que sin adáb podríamos decir que no hay Islam. El adáb supone en un sentido estricto que conocemos el valor de las cosas y por tanto, sabemos tratarlas en su justa medida. De esto se deriva que el musulmán tiene un trato íntimo con el mundo y consigo mismo. Establece relaciones únicas que le permiten ir tomando el pulso a la realidad que se le presenta actuando con la eficacia y energía necesarias, en esto consiste el adáb.
El mumin crea una estructura en relación con el adáb, o mejor, reconoce un entramado en el adáb que empieza por Allâh (s.w.a.), sigue con el Corán Karim, después con el Profeta (s.a.s.) y acaba impregnando todo acto de conocimiento, pensamiento y relación que establece en su vida.
Antes que nada hay que tener en cuenta que el Corán es kallamullah, es decir,
la palabra revelada al Profeta (s.a.s.) que proviene directamente de Allâh (s.w.a.).
Es un obsequio, un presente que emana de la fuente misma, de Aquel que nos hace
ser. Su origen extraordinario debería darnos una idea de la clase de adáb que
se requiere ante él. Pues si adáb es saber el valor de cada cosa, en el caso
del Corán Karim, se trata de una joya cuyo valor escapa a nuestra capacidad de
mesura. Nos encontramos ante un discurso infinito, sin principio ni fin, como
Allâh mismo. Un discurso en el que Allâh se nos muestra, se nos define con un
léxico afín a nosotros, condensando mares de conocimiento en unos pocos
vocablos que suponen un desafío continuo para cualquiera que se adentre en el
libro.
El misterio del Corán es el misterio mismo del mundo. Enciende la sangre del musulmán con un código que sólo Allâh sabe como y porqué llevamos escrito en nosotros y nos activa, nos devuelve a la vida.
La devoción y amor con que los musulmanes tratan el Libro empieza mucho antes de abrirlo, se besan sus tapas, se las acaricia y manipula con cuidado. El libro es tratado como algo vivo, frágil que no puede ser manoseado ni tirado en un rincón de la casa. Y cuando se abre, sus páginas nos asoman a un abismo espeluznante de infinitud y determinación, el llanto es lo único posible en estas circunstancias. Es irónico que nosotros, los seres de palabra, nos quedemos sin poder hablar ante la palabra de Allâh. Sólo las lágrimas de sobrecogimiento ante la belleza y fiereza de sus palabras nos sirven de justa respuesta.
Por eso el mismo respeto que se tiene ante Allâh, se debe tener ante el Corán.
Quien no tiene adáb con el Corán no sabe ante qué está.
Cada vez que escuchamos el Corán (incluso en grabaciones de cassete o cd)
debemos respetarlo con nuestro silencio interior y atención.
Es además, Kallam Qadim (palabra antigua), palabra antiquísima,
discurso eterno del que brota un océano de sabiduría. Un mar de conciencia sin
fondo, al que el musulmán se lanza con la confianza y la guía de Allâh, y la
sed de sabiduría, de proximidad a su Rabb, a su Señor.
Hay numerosos hadices del Profeta (s.a.s.) que nos describen el Corán como un
libro prodigioso. Porque en realidad, es así. El Corán Karim, es en si
mismo un auténtico prodigio o mu'ÿiça traído por Muhammad (s.a.s.).
En uno de ellos se nos dice: "Ante Allâh no hay intercesor a tu favor de
rango más elevado que el Corán, ni tan siguiera un profeta, un ángel o
cualquier otro". En otro nos relatan que Rasulullah (s.a.s.) dijo: "
Y
los corazones se oxidan al igual que el hierro". Le preguntaron: "Oh,
Mensajero de Allâh, ¿Cómo pueden ser pulidos?, y él (s.a.s.) respondió:
"Con la lectura del Corán y el recuerdo de la muerte".
Su carácter, la quinta esencia de su maravilla no se percibe sólo por su
capacidad de acercarnos a Allâh, ponernos en el Siratal Mustaqim, sino
que también reside en que el hecho de ser relevado forma parte de su carácter
excepcional. Allâh se revela a cada pueblo usando aquello que forma parte de su
debilidad, de su fibra sensible, aquello ante lo cual su admiración se inflama,
y en el caso del pueblo árabe la palabra era ese punto de inflexión, su tesoro
más preciado. Es sabido que entre los pueblos del desierto los dotados de retórica,
los poetas o los que sabían fabular (contar relatos reales o fantásticos) eran
muy apreciados y queridos, no debe por tanto extrañar que en estos pueblos la
tradición oral se encontrara tan enraizada. Y así, Allâh (s.w.a.) usa aquello
que el pueblo de Muhammad (s.a.s.) más ama: la palabra. Es el Corán un
compendio de tal belleza y sabiduría que los contemporáneos de Rasulullah
(s.a.s.) quedan prendados, atrapados por el prodigio de un texto de semejante
calibre. No era posible que un hombre y menos un iletrado, como era el caso del
Profeta (s.a.s.) hubiera podido inventar un discurso de esa envergadura,
envuelto en seda tan fina y sutil. Un discurso que hablaba de mil cosas a la
vez, que no dejaba indiferente a nadie. El Corán se revela como un hecho
prodigioso, como un acto de generosidad de una belleza apabullante, arrolladora
que nos deja sin aliento. El Corán es el sonido que se prolonga en la noche de
los tiempos, que resuena como un eco de murmullos conocidos pero olvidados.
Pero el Corán es más, mucho más que un libro escrito con bellísima grafía, mucho más que un código lleno de signos o señales a seguir. El Corán es un mensaje para ser oído, recitado, debe resonar en nuestro interior, debe salir de nuestras entrañas como nos explicó Rasulullah (s.a.s.).
Y de él (s.a.s.) hemos aprendido que durante el recitado se debe estar en
estado de tahara o pureza y debemos adoptar una postura física adecuada
de pie o sentado, pero con seriedad y a ser posible mirando a la qibla.
En cuanto a su lectura se recomienda proceder a una lectura pausada
o tartil . Hay debe ser consciente de qué se te dice y de quién
lo dice. El Profeta (s.a.s.) recitaba lentamente letra a letra, consonante a
consonante. Es en esa lentitud, en el paladeo de cada palabra,
en su falta de precipitación donde reside el adáb.
También es señal de respeto y amor el decirlo con la mejor de las voces.
Embellecerlo con aquello que nuestra voz pueda dar, entonando con armonía, con
gusto, uniendo palabra y silencio en un gesto único en que deviene el Corán así
recitado.
En ocasiones, podemos recitarlo mentalmente si podemos molestar a alguien o
recitarlo a media voz. Pero también decirlo en voz alta es señal de respeto,
pues comunicas, transmites su mensaje a todo aquel que pueda escucharlo.
La recitación debe ir acompañada por la meditación, pues la reflexión en
esas circunstancias nos lleva a conclusiones, o mejor dicho, a sensaciones o
pensamientos inspirados.
La reflexión nos ayuda a desentrañar resortes propios y ajenos, a entender o en otros casos, a conocer reglas que debemos cumplir, de lo contrario la baraka del Corán se vuelve contra quien no lo sigue. Sólo un gafilin (tonto) podría dejar de notar la diferencia.
Y por último citar algunos hadices del Profeta (s.a.s.). Pues hermoso modo de
acabar este texto es citar las palabras
del hombre a quien Allâh reveló su magnífico libro:
Sidna Muhammad (s.a.s.) dijo: " Quien lea el Corán y después considere
que a alguien le ha sido dado hacer algo mejor, menosprecia lo que Allâh ha
enaltecido".
Y dijo: "La mejor devoción de mi pueblo es la lectura del Corán".
Y dijo: "Allâh recitó los capítulos del Corán Tâhâ y Yâsîn mil años
antes de crear el universo. Cuando los ángeles escucharon el Corán, dijeron:
¡Enhorabuena a la nación que le sea revelado! ¡Enhorabuena a las entrañas
que se conviertan en su depósito! ¡Enhorabuena
a las lenguas que lo pronuncien!
Y dijo: "El mejor entre vosotros es el que aprenda el Corán y lo enseñe".
Y dijo: "La gente del Corán son la gente de Allâh y los más allegados a
Él".