UN PRODIGIO Y SUS PROLEGÓMENOS HISTÓRICOS

 

 

    A diferencia del Cristianismo, el Islam, Din “camino” de la evidencia y de la certeza, jamás ha dado importancia esencial a los milagros. Indudablemente, la tradición cuenta que Muhammad (s.a.s.) hizo muchos, pero él no tiene necesidad de acreditarse para ser verdaderamente el Mensajero de Allah investido de la posterior misión profética.

 

    El hecho central del Islam ha sido y será para siempre la revelación del Corán. Nadie hasta el presente ha podido explicar de manera razonable, cómo un caravanero analfabeto de comienzos del siglo VII hubiera podido, por sus propios medios, producir un texto dotado de una belleza inimitable, de una tal capacidad de remover las almas, así como de un saber y una cordura superando bastante los conocimientos y las ideas de los hombres de sus tiempos. Los estudios hechos en Occidente para tratar de determinar las fuentes donde pudo inspirarse Muhammad (s.a.s.) o de demostrar el fenómeno psicológico por el cual él pudo sacar su inspiración de su “inconsciente” no han podido probar más que una cosa: el prejuicio anti-musulmán de sus autores.

 

    Si una revelación sobrepasa forzosamente el entendimiento humano, en cambio el proceso por el que todos los pasajes del Corán han sido transcritos en su forma definitiva e indiscutible, es perfectamente evidente. Cada vez que un fragmento del texto coránico era revelado por el malaika Yibril, el Profeta (s.a.s.) llamaba a uno de sus compañeros y se lo dictaba indicándole cual sería su sitio en el conjunto del Libro. Enseguida se los hacía releer, para verificarlos, los versículos que acababan de ser anotados. Cada año, en el mes de Ramadán, él recitaba, para hacer la revisión, la totalidad de aquello que había sido revelado hasta entonces. Por eso permanece en tierras del Islam la costumbre de recitar el Corán entero durante las noches del Ramadán.

 

      Ante la ausencia de papel, los escribas habían utilizado el pergamino, el trozo de cuero, las tablas de madera, piedras planas, así como los omóplatos de camellos. Después de la muerte del Profeta (s.a.s.), estos objetos se encontraban repartidos en casa de algunos de sus compañeros y las variantes comenzaron a surgir. El califa 'Uzman las eliminó antes de que pudiesen ser fuentes de divergencias y, después de aquello, el texto coránico ha quedado inmutable en la forma en que fue revelado y que no ha sido objeto de ninguna controversia. Todavía hoy, los musulmanes por millares son capaces de recitarlo con  el corazón, expresión perfectamente adecuada, ya que es el corazón, más que la cabeza, quien se llena del Corán, puesto que la versión original árabe no podrá ser verdaderamente reproducida en ninguna traducción.

 

      Otro hecho increíble del Islam ha sido su expansión fulminante en los dos primeros siglos que siguieron a la misión del Profeta (s.a.s.). En efecto, la rapidez de la difusión del Islam, su inmenso alcance y sobre todo la escasez de medios puestos en acción con relación a los resultados obtenidos han llenado al mundo de estupor y desconcertado a los historiadores que a menudo han resaltado su aspecto “impenetrable y misterioso”.

 

      Existen seguramente otros ejemplos de grandes y repentinas expansiones, pero en general, todos los imperios rápidamente constituidos se han disgregados igual de rápido y no han sobrevivido apenas a su fundador. Sólo el imperio del Islam ha resistido a la prueba de los siglos y la gran mayoría de las tierras que se islamizaron durante las primeras fases de su expansión han quedado en su dominio hasta nuestros días, siendo los casos de España y Sicilia, conquistadas por la cristiandad en la Edad Media, figuras de excepción. Todos estos territorios musulmanes fueron sin duda alguna escenario de abundantes vicisitudes políticas, pero lo esencial permanece: El Islam, del que su unidad se funda principalmente sobre la adhesión de los corazones más que sobre la fuerza material, está profunda y definitivamente arraigado.

 

      Considerando estos sucesos prodigiosos que, en un siglo permitieron a los musulmanes de extender su poder de China a la  mitad de Francia, los cristianos enseguida han tachado al Islam de ser una “religión de la espada” y de hacer del Yihâd, erróneamente interpretada como “guerra santa”, una empresa de conquista y de conversiones forzadas. Ante esto, conviene de antemano dejar sentado que toda tradición espiritual posee un cierto carácter guerrero que se manifiesta más o menos según las circunstancias históricas y sobre todo cuando pesan amenazas sobre la comunidad de sus fieles. Una tradición espiritual llamada por la Providencia a ser para los pueblos enteros un camino hacia la verdad y la salvación no puede dejar de tener enemigos contra los que luchar para mantenerse. Los estados budistas mismos han tenido armas y han hecho la guerra. En cuanto al cristianismo, destinado a ser la religión  de toda una civilización y de grandes imperios, no se ha privado de luchar con la espada contra aquellos que han sido un obstáculo.  

 

      Según el ejemplo del Profeta (s.a.s.), que había impuesto a los combatientes del Islam el respeto hacia el enemigo vencido y desarmado, los musulmanes, mientras dure la guerra, se esforzarán en hacerla lo más humana posible. Su actitud moderada y tolerante contribuyó bastante a ganarse la simpatía de la población en los países donde sus ejércitos lucharon y, en algunas regiones, como ciertas provincias del Imperio bizantino, fueron acogidos como liberadores.

 

      De forma general, no se pretenderá que los combatientes cristianos usaran su generosidad hacia los enemigos de cultura diferente. Muchísimos ejemplos históricos testimonian lo contrario, en particular durante las Cruzadas. Cuando la toma de Jerusalén por Godefroi de Bouillon, en 1099, sus tropas masacraron a casi toda la población musulmana y judía, al contrario que en el 638, el califa Omar había ocupado la ciudad sin derramar una gota de sangre. Y cuando Saladino la volvió a tomar en 1187, concedió salvar la vida a todos los cristianos.   

 

      En todos los países conquistados, el Islam siempre ha aceptado la presencia de numerosos e importantes grupos que profesan otras creencias. Pero en sentido inverso, cuando, por ejemplo, los cristianos fueron conquistando España, todos los musulmanes fueron masacrados convertidos a la fuerza o perseguidos.

 

      Antes del comienzo de la expansión del Islam a gran parte del mundo conocido, el estado musulmán fue sacudido por una crisis que amenazó su existencia misma. Fue la “apostasía” (ridda) que llevó a una serie de tribus árabes a sublevarse contra Medina bajo el mando de un impostor. Abû Bakr, el primer califa, confió la tarea de reducir la rebelión a Jalid ibn Walid, el mismo que tan brillantemente condujo la caballería mequinense a Uhud y que, después de unirse al Islam, fue llamado “la Espada de Allah”. El asunto fue ordenado rápidamente, restituidos los ejércitos musulmanes completamente disponibles para sus grandes correrías hacia el norte.

 

      Estas batallas, que habían de cambiar la faz del mundo, guardan un carácter asombroso que desafía el análisis de los historiadores. Los combatientes musulmanes eran inferiores en todo con relación a los imperios a los que se debían afrontar: efectivos, armamentos, conocimientos estratégicos, experiencia. Su superioridad residía en su fuerza espiritual y en su convicción de servir los designios de Allah. Es verdad también que muchos de sus jefes se revelaron como grandes capitanes dotados de cualidades excepcionales. Pero si el milagro es por definición aquello que escapa a las explicaciones racionales, entonces estos sucesos militares del Islam fueron milagrosos.

 

      Las primeras grandes conquistas fueron obra de Jalid, “la Espada de Allah”, que,  cuatro años después de la muerte del Profeta (s.a.s.), había conseguido una serie de victorias estrepitosas, poniendo fin a la dominación de Bizancio sobre Palestina y Siria, y abriendo del mismo golpe el camino trazado en Egipto. Damasco se rindió sin resistencia y Jerusalén, en el 638, ofreció su capitulación a Omar que había sucedido a Abû Bahr.  El califa llegó en compañía de un solo servidor pues nada les distinguía en apariencia y, una vez entró en la ciudad, dio el ejemplo del respeto al culto cristiano y a sus santuarios, testimoniando el más grande respeto a los santos lugares.

 

      Poco después, otro gran general del Islam, Amr ibn al-As, entró con 4000 hombres en Egipto, donde la población estaba cansada del régimen bizantino. El año 642, Alejandría capitula. Se debe aclarar a este respecto que la leyenda que acusa a los conquistadores musulmanes de haber incendiado la famosa biblioteca está falta de toda verdad. Esta, cuando llegaron los árabes, llevaba ya siglos dispersa.

 

      Entretanto la progresión del Islam en dirección el este había sido todavía más impresionante. Desde el 633, Jalid había ocupado ya una parte importante de los territorios dominados por el Imperio sasánida en Mesopotamia. El soberano persa reaccionó poniendo en marcha un potente ejército reforzado con elefantes. En Qadisiyya, el general musulmán Saad ibn Abû Waqqas, después de una batalla encarnizada de tres días, la puso en desbandada y penetró en el corazón de la meseta iraní. Los Persas reunieron un nuevo ejército, pero este fue su último arranque y Nu’man los aplastó en Nihavend donde él mismo dejó la vida. Qadisiyya, en el 637, había asegurado la dominación del Islam sobre Irak; Nihavend le da en el 642 la de Persia. En el 643, los jinetes musulmanes estaban en las fronteras de la India. Once años habían pasado desde la muerte del Profeta (s.a.a.)

 

      Esta primera fase de conquistas musulmanas representa el período más glorioso del Islam, el de su unidad sin fisuras y de su aplicación integral en la comunidad de creyentes. Es el Dar al-Islâm del que todas las generaciones musulmanas posteriores tienen que pensar con nostalgia. Dos califas, Abû Bakr y 'Omar habían estado a la cabeza del Estado musulmán. Con el tercero, 'Uzman, elegido en el 644, comenzaron a darse ciertas disensiones y los antiguos compañeros acordaron, por razones políticas, oponerse al califa, al que acabaron por asesinar (656).

 

      La tensión se agravó desde la designación de 'Ali como cuarto sucesor del Profeta (s.a.s.). Bajo su califato, un grupo se separa de la comunidad mayoritaria. Fue la disidencia de los Jârijites (Jawârij, los salientes), cuyos descendientes, relativamente poco numerosos, constituyen todavía una secta en cualquier país islámico.

 

      No obstante, los cuatro primeros califas generalmente son vistos por la tradición sunní como los “bien encaminados” râshidûn) y dotados de las más eminentes virtudes. Incontables musulmanes llevan desde entonces sus nombres y se inspiran en su ejemplo. Después de ellos, el Islam continúa sin duda alguna progresando e incluso a menudo de forma extremadamente espectacular, pero había perdido su unidad y su integridad iniciales.

 

      El conflicto que estalla entre 'Ali y Mu’âwiya, gobernador de Siria, se convirtió en el origen de la gran división del Islam en sunnismo y chiismo, división que subsiste todavía en nuestros días. El sunnismo es llamado así a partir de la expresión árabe sunnat an-nabî, “tradición del Profeta” (s.a.s.). En cuanto al chiismo, se designa a sí mismo como shîat 'Alî, “partido de 'Alî”. La principal divergencia que les separa atañe al modo de sucesión y a la función del califa. Los chiitas estiman que estos deben siempre pertenecer a la descendencia del Profeta (s.a.s.) y de su yerno 'Ali, al que les atribuyen la función mística de Imâm, o guía infalible conocedor del sentido oculto de la Revelación. Pero, aparte de esto, las diferencias son mínimas entre los dos grupos en la relación de la doctrina y de las prácticas islámicas.

 

      La muerte de 'Ali, asesinado por un Jârijite, y la ascensión a califa de Mu’âwiya, fundador de la dinastía omeya, no conlleva un fin al conflicto que había tomado los visos de una verdadera guerra civil. La supremacía sunnita se refuerza después de la batalla de Kerbela en Irak (680), ganada por Yazid, segundo califa omeya, y en el transcurso de aquella Husayn, hijo de 'Ali, perdió la vida, acontecimiento trágico del que la tradición chiita ha mantenido el recuerdo doloroso.

 

      Cosa notable, estas luchas internas no frenaron más que un poco el impulso de las armas del Islam que prosiguieron sus conquistas en casi todas direcciones. Desde Damasco, donde habían establecido su capital, los califas omeyas reinaron sobre un imperio que no cesaba de extenderse.

 

      A comienzos del siglo VIII, el Estado musulmán se había asegurado la posesión de una parte de Asia central, alcanzando las fronteras de China. Más al sur, había comenzado a instalarse en la llanura del Indo donde se prometía un futuro particularmente brillante.

 

      Así de impresionante fue también el empuje del Islam hacia el oeste. Desde el 643, 'Amr, conquistador de Egipto, había ocupado una parte de Cirenaica. Cuatro años más tarde, un ejército musulmán atravesó Tripolitania y penetró en Tunicia, la vieja provincia romana de  África, que los árabes habían llamado Ifriqiya. El país fue incorporado definitivamente al dominio musulmán por un sobrino de 'Amr, Uqba ibn Nafi, una de las figuras más prestigiosas de la historia militar mundial.

 

      Después de haber fundado Kairouan, llamada a ser uno de los principales centros culturales islámicos del Magreb, Uqba avanza hacia el poniente y, habiendo pasado por el interior de Argelia, atravesó el Rif y llegó a Tanger. Desde allí cogió en dirección a la antigua ciudad romana de Volubilis, cerca de la actual Meknés y, siguiendo hacia el sur, llegó al océano Atlántico, no lejos de Agadir. La tradición cuenta que él hacía avanzar su caballo en el mar y gritaba: “Yo te pongo como testigo, oh Allah que si hubiera un paso, continuaría todavía más lejos”. Después dio media vuelta y tomó la ruta de Oriente.

 

      Es evidente que la correría de Uqba no había sido una conquista que comprenda la ocupación de las tierras que había recorrido y en las que había vencido. Pero ello permitió a los musulmanes establecer numerosos lazos con los pueblos del Magreb donde, estos primeros contactos, dieron lugar a un cierto número de conversiones al Islam. Hicieron falta nuevas expediciones para someter definitivamente al África del norte. Esto fue obra de Hassan Ibn Un’man, conquistador de Cartago y vencedor de la famosa Kahina, sacerdotisa que había concentrado en la resistencia a la penetración árabe, y más todavía de Mûsâ ibn Nusaïr, también uno de los más grandes capitanes de todos los tiempos.

 

      Mûsâ había acabado una gran obra de pacificación en Africa del norte cuando el destino hizo del él el gran liberador de la península ibérica. Es por otra parte muy significativo el constatar que esta hehco, que iba asegurar la presencia del Islam sobre el suelo ibérico a lo largo de ocho siglos, fue en gran parte la obra de los propios habitantes de la Iberia turdetana, comenzando por Tarik ibn Ziyad, "primer jefe musulmán" en pasar el estrecho, que más tarde llevó su nombre; Gibraltar es derivado de Jabal al-Tarik, la montaña de Tarik.

 

      En esta época, un rey visigodo, Rodrigo, reinaba en España, pero su poder era fuertemente discutido ya que se había granjeado la hostilidad de un alto personaje de su administración, el conde Juliano. Este persuade a los aliados del norte de Áfroca, para que vengan a ayudarle a expulsar al rey, asegurándoles que la población les daría buena cogida, y en efecto, fue generalmente el caso en la mayor parte de las regiones que atravesaron hasta los Pirineos.

 

Tarik había realizado ya, en 710,  una incursión al norte del estrecho, pero el primer ataque verdadero tiene lugar el año siguiente. Cerca de Cádiz, 7000 partidarios de los arrianos de Vitiza derrotaron a los 25000 guerreros del católico Rodrigo. El reino visigodo prácticamente no ofreció resistencia y se derrumbó. Dos años más tarde, la península ibérica, aparte de una banda de tierra al noroeste de la península, estaba totalmente liberada.

 

      A continuación de estos sucesos fulminantes, los ejércitos arrianos aprovecharon el impulso  y penetraron en Francia. En el 714, sus primeros destacamentos hacen el reconocimiento del norte de los Pirineos, haciendo avanzar los puntos hasta delante de Aviñón y Lyon. Estos que los europeos llamaron los Sarracenos, se instalaron sólidamente en Narbona y se apoderaron de diversas ciudades de Aquitania y Provenza. Pero, en estas distancias tan enormes de sus bases y con menos tiempo, su impulso no pudo tener el mismo vigor. En el 732, tuvo lugar la famosa batalla de Poitiers, ganada por Charles Martel, que marca la parada del avance "musulmán" en Occidente.

 

      Este acontecimiento célebre tuvo ciertamente una importancia capital tanto sobre el plano militar como por su valor simbólico. Pero es preciso pensar que provoca el retroceso rápido y la desaparición del suelo de la Galia de todas las fuerzas "árabes-musulmanas". Durante dos siglos los sarracenos residieron en diversas regiones del Mediodía y de la cuenca del Ródano. No es hasta final del siglo décimo cuando cayeron los últimos puntos de apoyo que ellos ocupaban todavía en Valais y en La Garde-Freinet, sobre la costa provenzal.

 

      Historiadores y filósofos cristianos y musulmanes han especulado bastante sobre los acontecimientos que conformaron la batalla de Poitiers y el fin del período de expansión militar del Islam. Es innegable que la Cristiandad no estuvo muy lejos de ser totalmente relegada. Evidentemente, no estaba en los designios de Allah de permitir que se realizara el gran sueño musulmán de unificación de toda la humanidad en una sola comunidad de creyentes. Por tanto, hasta el viraje del 732, todas las esperanzas parecían permitir y, los combatientes del Islam tenían razones para creerlo, que la dominación aquí abajo les estaba asegurada al mismo tiempo que la promesa del Más Allá. Sea lo que sea, cuando fueron forzados a pasar de la ofensiva a la defensiva, los musulmanes eran los dueños de inmensos territorios, puesto que las conquistas no tenían parangón en la historia universal quedando claro que desafía a la razón y justificando el calificativo de milagroso.  

   

      A la fase de expansión sucede la de estabilización. El Islam hizo todavía nuevas "conquistas" pero, como en el caso de Sicilia, fueron efímeras. A veces también, las pérdidas fueron compensadas por las ganancias.

 

      Así, cuando los musulmanes, a finales del siglo XV, fueron "expulsados" de España, se habían asegurado la posesión de Asia Menor y penetrado en los Balcanes, con tropas que no eran árabes, sino turcas.

 

      Sin embargo, ante la ausencia de acontecimientos militares, el progreso, bastante importante, se pudo producir bajo otras formas. El “reino” del Islam, tradición espiritual del equilibrio, es tanto de este mundo como del otro, pero cuando las condiciones de aquí abajo se oponen a su acción sobre el plano temporal, no para necesariamente su avance, porque su influencia la ejerce entonces principalmente sobre las almas.

 

      Por eso el Islam ha penetrado de forma perfectamente pacífica en numerosos países asiáticos, como Indonesia, actualmente la primera nación musulmana del mundo. En el subcontinente indo-pakistaní, tanto por conversiones espontáneas como por acciones militares ha ganado también grandes masas humanas. En cuanto a África, sus progresos, que continúan todavía año tras año, no son debidos más que a su poder de atracción y a su irradiación.

 

      Se debe reconocer igualmente que el Islam, en tanto que tradición profética practicada por la masa de creyentes, se ha visto relativamente poco afectada por los acontecimientos que la han marcado y a menudo trastornado la vida política del mundo musulmán desde sus orígenes a nuestros días. Conviene a este propósito de hacer una vuelta al pasado y mirar brevemente cual fue la evolución de la institución califal.

 

      Después de su instalación en Damasco en el 661, el califato omeya conoció un período de esplendor, no sólo por el hecho de sus sucesos políticos y sus conquistas militares, sino también gracias a una súbita y notable expansión de la cultura y de las artes. Sin embargo, una oposición permanecía contra esta dinastía proveniente de la aristocracia mequinense beneficiada del apoyo creciente de las masas de nuevos convertidos, que reprochaban a los califas de hacer una política demasiado árabe e insuficientemente musulmana. Surge una sublevación  en nombre de la fraternidad de todos los creyentes sin distinción de origen y, en el 750, lleva al poder al Al-Saffâh, descendiente de Ibn’ Abbâs, tío del Profeta (s.a.s.). La familia del califa destituida fue degollada. En cuanto el primer Abasida,  se instala en Bagdag, donde su dinastía, que dura más de cinco siglos, vino a dar su más vivo impulso al imperio y a la civilización del Islam. Al mismo tiempo, es de destacar que el califa rival de Córdoba tuvo en la misma época un desarrollo igualmente brillante en todos los dominios del arte y del saber, en contraposición a aquella Europa cristiana singularmente tosca y atrasada.

 

      Entre los diversos factores que favorecieron el debilitamiento, y la posterior decadencia de esta gran civilización, los ataques e invasiones del exterior fueron sin duda los más decisivos. Al-Andalus estuvo bajo la presión constante de fuerzas venidas de los más importantes reinos de Europa que, a final del siglo XV, acabaron finalmente la “Conquista”. Las Cruzadas, aunque acabaron como un fracaso para la Cristiandad, contribuyeron de forma notable al declive del Islam. Pero fue la invasión mongola la que dio los golpes más funestos.

      Sobre el flanco oriental del imperio turco, la dinastía chiita de los Safavides, constituía desde comienzos del siglo XVI, En Irán, un poderoso Estado de quien la influencia y resplandor, particularmente  en el dominio de las letras y las artes, fue considerable en ciertas épocas más allá de sus fronteras. Fue el fundador de la dinastía safavide, Shâh Ismâ’îl, quien hizo de Persia el principal centro del chiismo en el mundo musulmán, y sigue siéndolo hasta hoy.

 

      Más al este, un gran conquistador, Bâbur, descendiente de Tamerlan por su padre y de Gengis Khan por su madre, primero del ilustre linaje de los “Grandes Mongoles”, estableció su poder sobre Afganistán y el norte de la India. El imperio indo-musulmán que él fundó conoció un esplendor que deslumbró a los viajeros europeos. Se mantuvo, al menos jurídicamente, hasta la proclamación del Imperio británico de las Indias, a mediados del siglo siguiente.

 

      Al fin, en el extremo oeste del mundo musulmán (Al-Magrib al-aqçâ), un estado de un cierto poder, Marruecos, tenía buenas relaciones con los vecinos de Europa. En el siglo XVII, la dinastía de los Alauitas tomó el poder que conserva hasta hoy. Particularmente brillante fue el reinado de Muley Ismâ’îl (1672-1727), que expulsa a los europeos de todas las tierras marroquíes que ellos ocupaban todavía, con excepción de Ceuta, dejando algún que otro de los mejores monumentos del arte magrebí.

 

      Es corriente, entre los historiadores y orientalistas, afirmar que desde el fin de la Edad Media, el Islam cayó en un estado de letargo del que no ha despertado más que en la época contemporánea, al contacto con Occidente. Semejante opinión se justifica, más o menos, si se tiene en cuenta el declive político y militar de la mayor parte de los Estados musulmanes, así como el decaimiento general de la actividad intelectual, científica y artística, pero no coincide con la evidencia de que el legado del Profeta (s.a.s.) no ha parado, después de los comienzos de los Tiempos Modernos, de progresar y de ganar la adhesión de numerosos pueblos, sobre todo en Asia y África.

 

      Los hechos muestran claramente que estas conversiones al Islam no fueron, por regla general, por efectos de la fuerza, sino más bien resultado de una poderosa atracción que emana de la misma comunidad musulmana y de algunos de sus representantes. Diversas táriqas sufies animadas por los shaijs considerados como íntimos de Allah, ejercerán también su influencia sobre numerosas almas en busca de la verdad.

 

      A este respecto, es particularmente interesante resaltar este contraste: en el vasto dominio balcánico que habían anexionado a su imperio, los Otomanos respetaron generalmente la exhortación coránica “Nada de coacción en el Islam” (II, 256) pues las conversiones quedarán sin consistencia. En cambio, en un país como Indonesia donde la presencia del Islam no tomó nunca un aspecto militar, al contrario fue traída por pacíficos comerciantes venidos de Arabia meridional y de la India, los progresos fueron enormes, haciendo hoy de esta nación la primera del mundo musulmán.

 

      Se expandió entre todos los pueblos malayos, El Islam llegó desde finales del siglo XIV hasta Filipinas, donde progresó sobre todo en las islas del sur. Y cuando los españoles, en el siglo XVI, llegaron al archipiélago, se esforzaron en combatirlo como habían hecho en su propio país y en el Magrib. De otra parte, las expediciones y conquistas coloniales emprendidas desde esta época por las potencias europeas en Oriente y en África apuntaban, entre otros objetivos imperialistas, al debilitamiento del Islam que dichas potencias buscaban atacar por la espalda.

 

      Sin embargo, incluso en el mayor período de su expansión colonial, los Occidentales no llegaron jamás a obstaculizar seriamente aquello que se llamó la “infiltración” musulmana en las nuevas áreas geográficas. El Islam, que había incrementado su influencia en China desde los comienzos de los tiempos modernos, ganó terreno también en Birmania y en la península de Indochina. Penetró de forma igualmente pacífica en Ceilán, donde sus adeptos forman una importante y activa minoría.

 

      Sin embargo, si la situación parece relativamente estabilizada en Asia después de un siglo, no ocurre lo mismo en África, donde el Islam puede hacer progresos realmente espectaculares y, en vastas zonas se extiende más y más hacia el sur, tiene verdaderamente puesto en jaque los esfuerzos de las misiones cristianas, a pesar de la posesión de medios materiales incomparablemente más poderosos. No es posible arriesgar las cifras concernientes a un fenómeno que escapa a toda estadística, pero este avance musulmán está suficientemente atestiguado por las mismas fuentes cristianas como para ser determinadas sobre su carácter general y su amplitud.

 

      Hay que señalar finalmente que el Islam no está completamente ausente de las tierras americanas. El grupo más compacto reside en Surinan (Ex-Guayana holandesa) donde la cuarta parte de los 340000 habitantes está formada por musulmanes de origen indonesio, hindúes o africanos. Un número relativamente importante de musulmanes sirio-libaneses viven en Brasil y en Argentinas, mientas que en Estados Unidos un movimiento de conversión se manifiesta en la población de color (Black Muslims y otras agrupaciones).

 

      Un acontecimiento de primera importancia en la historia del Islam cabe todavía resaltar. El sultán otomano llevaba también, como se ha hecho notar, el título de califa. Ahora bien, después del descalabro de 1918 y que la revolución de había desatado, la Gran Asamblea nacional turca suprimió de entrada la monarquía, después decretó la abolición del califato (1924). El acontecimiento tuvo una repercusión considerable y provocó movimientos de protesta, particularmente en India, donde los musulmanes hacían a los occidentales responsables de la destrucción de esta institución islámica tradicional. La tentativa hecha poco después por el rey Husayn de Hiÿaz de restituir el título califal fracasa y queda sin futuro.

 

      Así se puso fin a la larga serie de califas que se había sucedido desde los comienzos del Islam. Muchos musulmanes experimentan todavía su pesar y, aunque, sobre el plano estrictamente islámico, la desaparición de la función califal no ha arrastrado las graves consecuencias que se habrían podido temer, algunos no han renunciado totalmente a la idea de restaurarlo.

      Ciertamente si esta institución se está vaciando de contenido, su fin tiene, de cualquier manera, consumado el descenso político del Islam que, después del siglo XIX, sufre en numerosas regiones la dominación colonial de potencias europeas de origen cristiano. Efectivamente, la agresión de que son víctimas los pueblos musulmanes no tiene nada que ver con el espíritu de las Cruzadas, ya que sus móviles son únicamente las preocupaciones materialistas de civilización secular moderna.

 

Es esto por otra parte lo que lo vuelve particularmente pernicioso, ya que no se limita a los ataques frontales y directos como en otras veces los Cruzados y los Mongoles, pero propaga el veneno insidioso de las ideas “progresistas”, fundamentalmente opuestas, a pesar de ciertas apariencias, al Islam en tanto que senda de la Verdad y camino de salud. Si en otra época, como en la Edad Media los enemigos del Islam mataban los cuerpos y perpetraban masacres físicas, son ahora, en la época contemporánea, sobre todo atacadas las almas.

 

Las observaciones que preceden pueden ayudar a comprender por qué los movimientos  modernos de “renacimiento” musulmán  generalmente son algo ambiguo y equívocos. Se ponen voluntariamente la etiqueta de nahda (despertar, resurgimiento), ellos apelan a la gloria pasada del mundo del Islam puesto que quisieran poder restaurar su esplendor, pero al mismo tiempo sus promotores tienden a creer que la ideología actual de “progreso” elaborada fuera del Islam puede favorecer sus propósitos, yendo a veces hasta someter totalmente sus pensamientos a las concepciones históricos-sociológicas del Occidente post-cristiano.

 

Indudablemente, el fin de los imperios coloniales y del régimen de protectorados, justo resultado de las prolongadas y dolorosas luchas por la libertad, ha regocijado los corazones de todos los musulmanes, aunque los cambios que lo han acompañado o seguido no han hecho más que acentuar la preponderancia ideológica de este Occidente de quien se hace legítima la dominación psíquica y política. Por otra parte, la liberación está bien lejos todavía de estar acabada y, en el continente asiático, grandes territorios de antigua cultura islámica han quedado sometidas a un sistema colonial implacable por parte de potencias occidentales.

 

Es difícil evaluar los efectivos de la población musulmana de la ex-Unión Soviética. En todo caso la cifra de 30 millones manejada la mayoría de las veces representa un mínimo, y es más que probable que el momento actual la realidad sea netamente superior. Pero se podría preguntar si, más bien que musulmanes en el pleno sentido del término, no será más justo de hablar de “personas de ascendencia musulmana” que, en más o menos fuerte proporción, están forzados a abandonar toda práctica del Islam. Porque el régimen ex-soviético no ha dejado jamás de perseguir al Islam directa y violentamente, a pesar de la tolerancia de la que se beneficia teóricamente por parte de las autoridades. Por otra parte, el encarnizamiento obstinado de la propaganda oficial dirigida contra él parece testimoniar su vitalidad. Sin embargo, la comunidad musulmana mundial no se preocupa lo suficiente de estos pueblos “hermanos” de Asia central ciertamente tan dignos como otros de suscitar  su conmiseración y su solidaridad.

 

En cambio, el problema palestino acapara más su atención, y es verdad que las razones no faltan para ello. El movimiento sionista, en efecto, ha sido siempre más o menos anti-musulmán y el estado que tiene constituido es no solamente un foco de propaganda y de intrigas hostiles al Islam sino que, con su temible máquina de guerra forjada por la industria americana, representa una amenaza directa contra los países y los pueblos que lo integran, y principalmente contra sus Lugares Nobles.

 

En su Anuario del mundo musulmán, publicado en 1954, Louis Massignon estimaba en 365 millones el efectivo total de la comunidad musulmana mundial. Escribiendo cerca de un cuarto de siglo más tarde otro orientalista afamado, Louis Gardet  (El Islam, ayer-mañana, publicado en colaboración con Mohammed Arkoum), sitúa la cifra en 800 millones. ¿El número de musulmanes en el mundo tiene realmente más del doble en tan corto período? Ello es difícil de creer y estamos más inclinados a pensar que la evaluación de Massignon había subestimado la situación de hecho. De otra parte buen número de musulmanes estiman la cifra de 800 millones como inferior a la realidad actual. En el entorno de la Liga musulmana mundial, de la que la sede central está en La Meca, la estimación considerada como la más justa está próxima a los mil millones.

 

Sea lo que sea, esta aritmética es de muy poca importancia, pues el Islam y la mentalidad que conlleva insisten siempre sobre el aspecto de la calidad de todas las cosas, a diferencia de la civilización moderna de la que una de sus principales características es la de ser cuantitativa y complacerse en las estadísticas. Esto es lo que hace prevalecer sobre todo, esto es por lo que la tradición espiritual procedente de la última Revelación del ciclo cósmico conoce en nuestros días una expansión conforme a su vocación providencial. Haciendo resplandecer en la “edad oscura” las últimas luces del día se debilitan, esta es expresión de la Rahma, la Misericordia de Allah, que permanece accesible a los hombres hasta el fin.

 

En todo caso, si el Islam aparece hoy en progreso en lo que concierne al número de sus seguidores, permanece irreconciliablemente contrario a “este mundo”. Constituye probablemente la más importante fuerza de resistencia a los movimientos subversivos de la civilización secular moderna.

 

Bajo este punto de vista, y por otra parte, los musulmanes no deben hacerse ilusiones en cuanto a la influencia que ellos pueden ejercer sobre el curso de los acontecimientos, pues un hadiz refiere una advertencia del Profeta (s.a.s.): "Al final, había dicho él, el Islam estará muy debilitado en el mundo. -Pero, le preguntaron entonces, ¿los musulmanes serán tan reducidos en número?- Al contrario, respondió él, serán extremadamente numerosos, pero sin poder de cara a sus enemigos".    

      

Según otro hadiz, el Islam, al final, será raro en el mundo como lo había sido al comienzo. Pero, agrega el Profeta (s.a.s.), bienaventurados estos extraños que subsanaron los daños causados por los hombres.

 

 

           REFERENCIAS Y TESTIMONIOS

 

    Combatid: A aquellos que no creen en Allah y en el último día; a aquellos que no proclaman ilícito lo que Allah y su Profeta (s.a.s.) han declarado ilícito; a aquellos que entre la gente del Libro, no practican la verdadera tradición.

    Combatidlos hasta que ellos paguen directamente el tributo después de ser humillados.

                                                (CORAN IX, 29)

    ¡Oh vosotros que creéis!

    Cuando vosotros encontréis a los incrédulos preparados para la batalla, no les deis la espalda. Cualquiera que vuelva la espalda en ese día –a menos que se aparte para otra batalla o para unirse a otra tropa- encontrará la cólera de Allah; su refugio será Yahannam. ¡Que detestable retorno final!                    

(VIII, 15-16)

 

    No digáis de aquellos que han muerto en el camino de Allah: <<Ellos están muertos>> No, ellos están vivos, pero no tenéis conciencia.

(II, 154)

 

LA LLAMADA A LA GENTE DEL LIBRO

(judíos, cristianos, sabeos)

 

    Di: ¡Oh gente del Libro! Venid a una palabra común entre nosotros y vosotros; nosotros no adoramos más que a Allah; nosotros no le asociamos nada; nadie entre nosotros es tomado como señor en lugar de Allah.>>

    <<Sed testigos de que nosotros somos verdaderamente los sumisos (musulmanes).>>

(III, 64)

     

    Discutid con la gente del Libro  de la manera más cortés –salvo con aquellos de entre ellos que son injustos.-

    Decid: <<Nosotros creemos en lo que ha descendido sobre nosotros y en lo que ha descendido sobre vosotros.

    Nuestro Allah, que es vuestro, es único, y nosotros le somos sumisos.

                                                  (XXIX, 46)

 

    Hay, entre la gente del Libro, hombres que creen en Allah, en lo que os ha sido revelado y en lo que ha sido revelado a ellos. Son humildes delante de Allah, ellos no han vendido a bajo precio los signos de Allah. Ellos encontraron su recompensa cerca de su Señor. Allah es, en verdad, diligente en sus cuentas.

                                                         (III, 199)

 

      LA MEJOR COMUNIDAD

 

    Vosotros formáis la mejor comunidad creada para los hombres: vosotros ordenáis lo que es conveniente, vosotros prohibís lo que es censurable y vosotros creéis en Allah. Si la gente del Libro creyesen, le sería mejor para ellos. Hay entre ellos creyentes, pero la mayor parte son perversos.

                                                         (III, 110)

 

      EL CORÁN, HECHO HUMANAMENTE INEXPLICABLE

 

    Teniendo en cuenta la distancia que separa la realidad del Islam de la imagen que se ha hecho de él en nuestros países occidentales, experimenté una viva necesidad de aprender el árabe que yo no conocía, para estar en condiciones de progresar en el estudio de una tradición tan apreciada. Mi primer objetivo radicó en la lectura del Corán y en el examen de su texto frase por frase, con la ayuda de los comentarios indispensables en un estudio crítico. Yo lo abordé prestándole una atención muy particular a la descripción que da de una multitud de fenómenos naturales: la precisión de ciertos detalles del libro, solamente perceptibles en el texto original, me llama la atención en razón de su conformidad con las percepciones que se pueden tener en nuestra época, pero que un hombre de la época de Muhammad (s.a.s.) no podía tener la menor idea. Yo leí a continuación muchas obras dedicadas por autores musulmanes a los aspectos científicos del texto coránico: me aportaron elementos de apreciación muy útiles, pero no he descubierto todavía un estudio parecido efectuado en Occidente sobre este tema.

 

     Lo que llama la atención al principio en la mente de quien está confrontado con un texto tal por primera vez es la abundancia de temas tratados: la creación, la astronomía, la exposición de ciertos temas concernientes a la tierra, el reino animal y el reino vegetal, la reproducción humana. Así como se encuentran en la Biblia monumentales errores científicos, aquí yo no he descubierto ninguno. Esto me obligaba a preguntarme: ¿si un hombre era el autor del Corán, como habría podido, en el siglo VII de la era cristiana, conocer aquello que se aprueba hoy conforme a los conocimientos científicos modernos? Ahora bien, nadie duda  que no sea posible: el texto que poseemos hoy del Corán es seguro el texto de la época, yo me atrevo a decir(...) ¿Qué explicación humana dar a esta comprobación?. A mi parecer, no hay ninguna, pues no hay razón en particular para pensar que un habitante de la península Arábiga pudo, en los tiempos en que en Francia reinaba el rey Dagoberto, poseer una cultura científica que había debido, para ciertos temas, estar por adelantado una decena de siglos sobre la nuestra.

 

                         Maurice Bucaille, op.cit.

 

 

LOS PUEBLOS NO HAN SIDO CONVERTIDOS POR LA ESPADA

 

    La idea del Islam difundido por la espada (al menos para los primeros tiempos de la diáspora árabe, se entiende) ha sido abandonada después de largo tiempo –después de que el estudio crítico de las fuentes ha mostrado que los árabes vencedores no dieron jamás a los vencidos la alternativa de aceptar el Islam o ser exterminados-. Después de la Revelación, en efecto, tal elección no se le hacía a los <<pueblos del Libro>>, los Judíos y los Cristianos con los que los árabes entraron en contacto, y a los que obligaron solamente a una sujeción de derecho y a una imposición fiscal. Y a los de Siria, de Palestina, de Egipto y de África las casualidades de la guerra hicieron pronto incorporarse los zoroastrenses de Persia y un poco más tarde los Hindúes de Punÿab (budistas e hinduistas) tierras en las que los árabes victoriosos hicieron una incursión. Sólo los paganos idólatras, a los que los musulmanes raramente tuvieron en cuenta al principio, fueron obligados a elegir entre el Islam o la muerte. Es por lo que la mayor preocupación de los conquistadores no parece haber sido la catequización de los vencidos, pero sí el establecimiento de su propia hegemonía y la organización del pago de un tributo que es la consecuencia inmediata.

               Francesco Gabrieli,

               MAHOMET ET LES GRANDES CONQUÊTES ARABES.

               Hachette.

 

EL RESPETO DE LOS PUEBLOS VENCIDOS

 

    La conducta del califa Omar en Jerusalén nos muestra con qué dulzura los conquistadores árabes trataron a los vencidos, contrastando singularmente con el proceder de los Cruzados en la misma ciudad, algunos siglos más tarde. Omar no quiso entrar en la Ciudad santa más que con un pequeños número de compañeros. Él le pidió al patriarca Safronio que le acompañara en la visita que quería hacer en todos los lugares consagrados por la tradición profética, declarando enseguida a los habitantes que estuviesen seguros, que los bienes y las iglesias serían respetados,  y que los seguidores de Muhammad (s.a.s.) no podrían hacer sus rezos en las iglesias cristianas.

 

La conducta de Amrou en Egipto no fue menos benevolente. Propuso a los habitantes una libertad religiosa completa, una  justicia imparcial para todos, la inviolabilidad de las propiedades y la sustitución de los impuestos arbitrariamente excesivos de los emperadores griegos por un tributo anual. Los habitantes de las provincias se mostraron ciertamente satisfechos de estas propuestas que ellos se apresuraron de incluir en el tratado, y pagaron por adelantado el tributo. Los árabes respetaron tan escrupulosamente los convenios aceptados, y se volvieron tan agradables a los pueblos sometidos, otras veces vejados por los agentes cristianos del emperador de Constantinopla, que todo Egipto adoptó con diligencia el Islam y su lengua. Esto es, yo lo repito, uno de los resultados que jamás se obtienen por la fuerza. Cada uno de los pueblos que habían dominado Egipto antes de los árabes no lo había obtenido.

    

   Gustave Le Bon, LA CIVILIZACION DE LOS ARABES, 1884