EL DIÁLOGO CON EL ISLAM

 

          Parece que la oportunidad que existía hace algunos años de un auténtico “diálogo entre civilizaciones” se esfuma para dejar paso a la materialización de un “choque entre civilizaciones”, deliberadamente buscado y estratégicamente diseñado. Los seres humanos parecemos abocados a un absurdo enfrentamiento: ni nos escuchamos, ni nos entendemos. Parecía que el “progreso”, la “universalidad”, el nuevo espíritu de tolerancia y respeto a los derechos humanos y culturales, las ciencias exactas, las conquistas terrestres y espaciales, dejaban atrás los encarnizados temores supersticiosos de otras épocas en que los “adeptos de Mahoma” eran tenidos por hijos del demonio. Sin embargo, no sólo no se han superado estereotipos y prejuicios, sino que estos reaparecen reforzados en medio de la uniformización que imponen los nuevos modelos de dominio sobre el planeta.

 

          El Islam es una de las grandes cuestiones en los primeros años de este milenio. Lleva ya mucho tiempo ocupando el centro de interés. Todo el mundo tiene conciencia de ello. Los observadores y analistas que siguen la evolución que sufren los países musulmanes, y también los que están atentos al desarrollo de las minorías musulmanas en occidente, ven con estupefacción el progreso del “movimiento islámico”, que poco a poco se organiza y lentamente se construye. Saben que la fuerza de una civilización no reside en sus técnicas, en su confort; que el progreso, si no está orientado por un ideal que eleve a los hombres al nivel de su humanidad, no es más que un modo de acelerar su regresión. He aquí una de las razones del triunfo del “movimiento islámico”, su éxito entre los musulmanes, su imparable ascendente. El Islam aparece como polo opuesto a la definitiva anulación de lo humano en aras de los intereses mezquinos de unos pocos capaces de arrastrar a los demás. Es el antídoto poderoso contra el diseño de un destino para el género humano basado en el engaño y el robo, en la “distracción” que deja las manos libres a verdaderos monstruos que sólo buscan medrar.

 

          Hoy, se destruyen millares de vidas humanas en un instante. El hombre sigue siendo el mismo. La voluntad de exterminar, la intención de dominar, son las mismas de siempre. Pero el “progreso”, concebido como herramienta para llevar a cabo esos fines, es un factor multiplicador de los efectos de la inclinación del hombre hacia su propia destrucción. ¡Cuántas ciudades bombardeadas, cuántos pueblos masacrados, son testigos hoy de la monstruosidad!

 

          El mal que sufrimos actualmente, y que afecta a nuestra vida activa y nuestras relaciones humanas, viene de la pérdida de un ideal común. Ni la ecología, ni los derechos del hombre, ni nuestras pretensiones democráticas, nada de ello es suficiente para disimular la corrupción de nuestros sistemas. A pesar de la extensión de la “solidaridad”, a pesar de nuestras convicciones democráticas, a pesar de los sueños sobre nuestro alto nivel humano y la calidad de nuestra cultura, el hombre sigue abusando ciegamente de su medio vital, seguimos respaldando y defendiendo -como si no nos diéramos cuenta- los intereses de élites privilegiadas que saben orientarnos “en el buen camino” de la democracia y el progreso, en el mayor de los desprecios hacia millones de vidas humanas; sostenemos regímenes totalitarios o monárquicos en el resto del mundo, para asegurarnos nuestra “democracia”, nuestro “nivel de vida”, y nuestra forma “correcta” de entender la justicia y la igualdad.

 

          ¿Damos a nuestros hijos nociones elementales de civismo? Seguimos sospechando de nuestros vecinos, desconocemos todo acerca de ellos. El extranjero, el “otro”, sigue siendo causa de paranoias. Es cierto, no puede negarse la riqueza de los avances que la civilización moderna y occidental ha conquistado. Pero la medicina, que ha hecho más dulce la vida, no nos da un sentido para la vida. Y vista desde la luna, la tierra no nos explica por qué da vueltas.

 

          ¿Está claro ya para nosotros que, a principios de este nuevo milenio, la sabiduría sobrepasa infinitamente al saber y que sin el retorno a valores esenciales y universales, la humanidad está condenada al declive y la ceguera?

 

          Es por lo que el diálogo entre civilizaciones, entre la sabiduría y la modernidad occidental, es un imperativo vital en nuestros tiempos. Ni las “discusiones de salón”, ni las obras de los orientalistas o los estudios de los especialistas, ni el sensacionalismo de los informativos, ni las maquinaciones de los interesados en un mundo determinado, nada de ello va a permitirnos remontar los obstáculos que representan las ideas preconcebidas sobre los “otros”. No; es más bien la mirada objetiva que cada uno de nosotros debe posar sobre los “otros”, en la calle, en el trabajo, en todo lugar de encuentro. Y, sobre todo, debemos cuestionarnos seriamente la televisión, y estar despiertos a la hora de leer periódicos.

 

          Desgraciadamente, los discursos mediáticos y la prensa están lejos de estar a la altura de esta exigencia. La actualidad, percibida a través del prisma de los prejuicios, difunde tinieblas que no dejan presagiar lo bueno. “El Islam es el terrorismo”: desde Argel a París, se meten en un mismo saco a los protagonistas de actos salvajes y a los musulmanes. “El Islam es la barbarie”: los actos de injusticia y brutalidad de algunos regímenes sostenidos por los intereses de occidente o llevados a cabo por grupos sospechosos se convierten en representativos de los musulmanes. “El Islam es el oscurantismo”, los intelectuales condenados por sistemas totalitarios son la prueba, la persecución contra ellos por parte de grupos sospechosos hace responsables a todos los musulmanes del mundo.

 

          Raros son los periodistas que se resisten a la tentación del sensacionalismo. La inmensa mayoría se somete sin problemas a los prejuicios que no necesitan justificarse ni exigen investigaciones. Discursos superficiales condimentados con imágenes impactantes sin explicar, afirmaciones gratuitas sobre prácticas inhumanas, generalizaciones cómodas, todo se mezcla en una olla que se sirve caliente a consumidores que se satisfacen en sabores picantes. Pocos se proponen conocer realmente el Islam.

 

          Los periodistas no son inocentes. Hay discursos que matan, tanto como las armas. Son bombas de relojería. Generaciones de hombres y mujeres están creciendo en un clima mediático malsano, que rompe y destruye el avance de un verdadero diálogo y que nos conduce hacia una “lógica de confrontación”.

 

          Hay que luchar contra el “oscurantismo de los tiempos modernos”, que roba información a las mentes y asfixia toda reflexión sana y serena. Veríamos entonces que no sólo  los musulmanes son perfectamente capaces de convivir en comunidades europeas que respeten la diversidad de la ciudadanía, sino que, además, el Islam puede aportar a la modernidad la espiritualidad que le falta, y que está  fundada en la virtud, la sabiduría y el amor.