El Corazón (Qalb, es decir, el ser humano en su
esencia) es como una habitación con muchas puertas, o bien como una diana
contra la que se lanzan flechas desde todos lados, o bien como un espejo ante el
que pasan toda suerte de objetos y reflejan en él su imagen, o bien es como un
estanque al que dan muchos ríos. Todo ello deja su impronta en el Corazón.
Hablamos con esto de la permeabilidad absoluta del hombre.
Los accesos por los que los estímulos llegan al Corazón son de dos
tipos. Hay puertas materiales, y son los cinco sentidos (hawass).
A través de ellos llega una constante información que influye en el ánimo del
Corazón. Y hay puertas inmateriales, como la imaginación (jayâl),
el apetito (shahwa), la ira (gádab) y los rasgos
del carácter que generan comportamientos (ajlâq) derivados del
humor de cada cual.
Cuando los sentidos perciben algo exterior, su consecuencia es que queda
registrado en el Corazón, dejando una marca (ázar). Igualmente,
el apetito -por ejemplo-, causado por la fuerza del humor, imprime en el Corazón
su sello, y la imaginación va de imagen en imagen, aun cuando no estén
presentes ante los sentidos.
En cualquier caso, la imaginación (jayâl) hace que el
Corazón esté en continua agitación, latiendo permanentemente, en todos los
sentidos. Por tanto, su naturaleza es la de esponjosidad (taázzur)
ante los estímulos y la alteración (tagáyyur), y de ahí le
viene su nombre, Qalb, que significa simultáneamente corazón y cambio,
mutación.
Una de las consecuencias más características de los dicho es el
nacimiento de la idea u ocurrencia (jâtir). Las
ideas u ocurrencias son los pensamientos y recuerdos constantemente renovados
que sobrevienen al Corazón. La palabra jâtir significa aquello
que tiene lugar en el Corazón y no es resultado de la premeditación. Es decir,
es una ocurrencia que lo asalta: una luz que se enciende en él o una tiniebla
que lo sumerge en la oscuridad. Hay, por tanto, ideas u ocurrencias iluminadoras
y otras, por el contrario, que ensombrecen al ser humano.
En el Islam -a diferencia del cristianismo- el musulmán no es
“culpable” por sus pensamientos, que escapan al dominio de la voluntad.
Allah ha dicho en el Corán: “Allah no hace responsable al hombre de lo que
está fuera de su control”. Lo que está bajo el “control” del hombre
son sus elecciones y sus acciones en función de eso que “ocurre” en su
Corazón.
Las ocurrencias son el motor de la acción. La voluntad (irâda)
sólo se pone en movimiento cuando antes el Corazón ha tenido alguna idea.
Respondemos constantemente a los acontecimientos que tiene lugar en el seno de
lo más íntimo de nosotros. El jâtir puede convertirse en deseo,
el deseo en intención y, por último, la intención activa al cuerpo. Este
esquema sirve para que tengamos una representación de nuestra existencia,
resultado exterior de procesos interiores, si bien hay una estrecha interrelación
entre todo, y, como hemos visto, lo que sucede fuera de nosotros nos marca en el
Corazón.
Las ideas u ocurrencias que asaltan al Corazón son de dos tipos si
atendemos a sus resultados en la eternidad. Unas, conducen al mal (sharr),
y me refiero con ello a un destino tortuoso tras la muerte, en la inmensidad de al-Âjira.
Otras, por el contrario, guían hacia el bien (jáir), es decir,
al gozo en al-Âjira. Estos matices son de gran importancia. Se trata de
dos categorías distintas (a las que damos nombres en función de su fruto en la
trascendencia), y cada una recibe un nombre específico.
Llamamos ilhâm (inspiración) a la ocurrencia que puede
engendrar actos que hacen a la persona digna de una recompensa en al-Âjira.
Por el contrario, llamamos wáswasa (sugestión) a la idea de la
que pueden surgir actos merecedores de castigo en al-Âjira.
Hemos dicho que la ocurrencia asalta al Corazón. El jâtir
es hâdiz, algo accidental, un suceso, algo sobrevenido
que antes no existía en la mente de la persona. Se proyecta sobre las imágenes
o marcas que las cosas y los acontecimientos han dejado en el Corazón, pero ¿cuál
es la causa de cada idea? Efectivamente, sabemos que todo lo que ocurre
tiene que tener una causa, siendo esta una ley constante en todas las cosas y
fenómenos. El Corazón no es quien fabrica las ideas, sino que estas vienen a
él inopinadamente y utilizan las ‘marcas’ dejadas en él por sus múltiples
experiencias y percepciones cotidianas, todo ello se conjuga y se mezcla con su
humor y sus apetitos.
Las luces y tinieblas que se forman en el Corazón, como todas las cosas
en este mundo, tienen sus orígenes. Llamamos Málak (Ángel) a la
causa del ilhâm, la inspiración -la ocurrencia que nos mueve al
bien, al placer tras la muerte-. Y llamamos Shaytân (Demonio)
a la razón de la wáswasa, la sugestión -es decir, la idea que
nos conduce al mal, al dolor en al-Âjira-. Con el término Málak
nos referimos a un ser creado por Allah cuya función es la de inducir al bien,
comunicar sabiduría, mostrar la verdad y aconsejar lo mejor; Allah lo ha creado
para ello y lo ha provisto de lo necesario. Por el contrario, Shaytân
es un ser creado por Allah para inducir al mal, difundir la ignorancia, ocultar
la verdad e insinuar al Corazón lo que le perjudique.
De otro lado, la predisposición por la que el Corazón tiende al seguir
la inspiración del Ángel, recibe el nombre de tawfîq, fortuna,
mientras que su inclinación a obedecer al Demonio es conocida bajo los términos
igwâ, hundimiento, o judzlân, ruina. Como
consecuencia de ello, una persona puede ser dichosa (sa‘îd) o desgraciada
(shaqí), según predomine en ella una u otra de las atracciones en medio
de las cuales existe.
Hay, por tanto, un conjunto formado por el ilhâm, el Málak
y el tawfîq, y otro compuesto por la wáswasa, el Shaytân
y el judzlân, que son opuestos, pues Allah ha creado todas las cosas en
pares contrarios, tal como Él mismo ha dicho en el Corán: “Con cada cosa
he creado su pareja”. Efectivamente, todas las cosas existentes tienen sus
contrarios, salvo Allah, que es el Uno-Singular, Creador de los pares.
El Profeta (s.a.s.) dijo: “En todo Corazón acontecen dos tipos de
asaltos que lo trastornan (lamma). Uno de ellos le viene del Ángel, que le
aconseja el bien y le ordena que dé fe de la verdad. Quien lo sienta en sí,
que sepa que proviene de Allah y le dé gracias. El otro asalto le viene del
Enemigo, y lo tienta para que haga el mal, niegue la Verdad y prohíba el bien.
Quien lo sienta en sí, que busque refugio en Allah contra el demonio. Allah ha
dicho en el Corán: Shaytân os amenaza con la pobreza y os ordena la
obscenidad”.
Y
al-Hásan dijo: “Dos preocupaciones (hamm) deambulan constantemente
por el Corazón. Una de esas preocupaciones se la provoca Allah, y otra su
Enemigo. Allah se apiada de todo hombre que analiza detenidamente sus
preocupaciones, y cumple con las que Allah despierta en él y combate las que le
insinúa su Enemigo”.
El Corazón vive en agitación permanente bajo el influjo y pugna de esos
polos de atracción, y fue por lo que el Profeta (s.a.s.) dijo: “El corazón
del musulmán sincero está entre los dedos del Misericordioso”. Allah no
tiene dedos de carne, huesos, nervios y venas. La palabra “dedos” alude a
aquello que alguien emplea para cambiar algo, para
darle la vuelta. Los “dedos” de Allah son esos ángeles y
demonios al servicio de Su Voluntad con los que inquieta al hombre, sometiéndolo
a una tensión en la que se decide su destino en al-Âjira.
En sí mismo, en su naturaleza primordial (fitra),
el Corazón, debido a su esponjosidad, es receptivo tanto ante el influjo del Ángel
como el del Demonio, y ambos tienen en él el mismo peso. En esto, el Corazón
es indiferente. Son otros componentes del universo interior del ser humano los
que intervienen a favor de uno u otro contrincante.
Y,
así, si en el ánimo de una persona prevalecen la inconsistencia (hawà)
y la subordinación a los apetitos y si se deja arrastrar por la ira y las
necesidades inmediatas, seguirá los dictados de Shaytân. Si por
el contrario esa persona tiene fuerza y es capaz de imperar sobre sus instintos,
logra que su Corazón sea la sede del Ángel.
Ahora bien, no hay Corazón libre de apetitos, ira, avidez, ambición,
esperanzas y demás atributos propios de la naturaleza humana, que son los
constituyentes de su inconsistencia (hawà), y que llenan su ánimo
de fantasmas y quimeras. Este término, hawà, significa originalmente aire,
y su resultado es el carácter poco decidido de una persona, sus caprichos,
pereza, arbitrariedad, etc. El hawà es el arroyo interior por el que
fluye Shaytân.
El
hawà, es decir, el poco rigor, la falta de sustancia, hace vulnerable al
hombre ante su Enemigo. Por ello, irremediablemente, Shaytân
deambula por el Corazón del hombre sembrando en él la wáswasa. De
acuerdo a esto, el Profeta (s.a.s.) dijo: “No hay nadie que no tenga un
demonio”, y le preguntaron: “¿Y tú, oh Mensajero de Allah?”,
a lo que respondió: “También yo lo tengo, pero Allah me hecho vencerle;
se ha rendido, y ya sólo me ordena el bien”.
Shaytân fluye necesariamente con las cualidades de la
naturaleza humana, siguiendo el curso de ese arroyo interior al que llamamos hawà,
y su nave es el apetito (shahwa). Aquél al que Allah ayuda y se
sobrepone a sus apetitos (cuyos estímulos más importantes son el estómago y
el sexo) de modo que afloja sus riendas sólo donde debe hacerlo y dentro de los
límites razonables, entonces debilita al Demonio y lo somete a sus fines, como
sucedió al Profeta (s.a.s.), y así, incluso sus instintos y apetitos lo
guiaban hacia Allah.
Hay dos universos opuestos. El Duniâ o mundo inmediato,
que hipnotiza al hombre común y entretiene todo su tiempo. El Duniâ es
el conjunto de esperanzas mundanales del ser humano, su fascinación ante lo que
le rodea, su inmersión en las circunstancias y agitaciones de la cotidianidad.
En el extremo opuesto está al-Âjira, el Mundo de Allah, cuya
plenitud se expresa tras la muerte, en la eternidad. Shaytân nos
impone el Duniâ y busca atarnos a él, siendo nuestro destino entonces
el del Duniâ, que no es otro que desembocar en la frustración y la
aniquilación. Por su lado, el Ángel nos conduce hacia al-Âjira,
desapegándonos del mundo.
Podemos resumirlo diciendo que en el Corazón se desarrolla una batalla
entre un ejército de ángeles y otro de demonios, hasta que uno de los
contrincantes conquista la plaza y se asienta definitivamente en ella mientras
que el paso del derrotado ha sido insignificante para el Corazón, quedando
marcado su destino en al-Âjira, la existencia tras la muerte. La
mayor parte de los Corazones han sido dominados por el ejército de Shaytân,
y por eso están llenos de wáswasa.
La razón de ese éxito de Shaytân radica en la tendencia
del ser humano a acomodarse a las exigencias de sus apetencias e instintos
(shahwa), produciéndose lo que se llama ittibâ‘ al-hawà, seguimiento
del hawà, la subordinación a los propios caprichos, arbitrariedades e
inconsistencias. Para recuperar su Corazón, el hombre debe desalojarlo de
fuerzas demoníacas, abandonando el hawà, la inconsistencia y
debilidad de la condición humana cuando cede a su shahwa o apetito,
y llenando el espacio que queda con el Dzikrul-lâh, el Recuerdo de
Allah, teniendo presente a su verdadero Creador, Señor y Destino.
Tenemos por un lado el Dzikrud-Duniâ, el Recuerdo del Mundo,
y por otro lado tenemos el Dzikrul-lâh, el Recuerdo de Allah.
Consisten en tener presente el Duniâ o tener presente al-Âjira.
EL Profeta (s.a.s.) nos dijo: “Morid antes de morir”, es decir, traed
a vuestro mundo el Mundo de Allah, y con ello el hombre se eleva por encima de
sus circunstancias y no es arrastrado por el destino que aguarda al Duniâ.
En lugar de ello, se hace ya eterno en al-Âjira, se libra de ataduras y
desencadena misterios que hay en su espíritu.
El Recuerdo de Allah potencia al Málak, al Ángel, y ello
se traduce en una constancia del ilhâm, la inspiración que
conduce constantemente al bien último y muestra la verdad haciendo recto y
sabio al hombre, garantizando su destino junto a Allah tras la muerte. Mientras,
el Recuerdo del Mundo, la inmersión en las preocupaciones mundanales,
procurando satisfacer los apetitos y las fantasías, ello provoca la wáswasa,
la idea que conduce a la ruina, que hunde al hombre en la ignorancia y la
desesperación. El ilhâm no
sólo nos guía al Jardín tras la muerte, sino que es fuente de paz y sosiego
aquí, y la wáswasa no sólo conduce al Fuego eterno, sino que inquieta
al Corazón y lo hace desdichado en este mundo, siendo la razón de la
insatisfacción permanente del ser humano.
Para evitar la wáswasa es necesario vaciar el Corazón. Para
fomentar el ilhâm hay que llenar el Corazón con la luz de Allah con la
práctica de Su Recuerdo, que consiste en tenerlo constantemente presente.
Ŷâbir
ibn ‘Ubaida al-‘Adawi se quejó ante al-‘Alâ
ibn Ziyâd de los asaltos de la wáswasa, que enturbiaba su pecho.
Al-‘Alâ le dijo: “El Corazón es como una casa junto a la que pasan
ladrones. Si la casa está llena, se meten en ella y la saquean. Pero si está
vacía, pasan de largo”. Se refiere a que Shaytân no entra
en el Corazón vacío de hawà. En el Corán, Allah dice a Shaytân:
“No tienes ningún poder en Mis siervos”. Quien se somete a su hawà
es siervo de su propia arbitrariedad, de su capricho y de su inconsistencia,
mientras que el que se aferra a Allah, es ‘Abdullâh, siervo de Allah,
en quien Shaytân no tiene autoridad.
En
cierta ocasión, el Profeta (s.a.s.) dijo: “Las abluciones tienen un
demonio que se llama Walhân. Buscad refugio en Allah contra él”. Este
hadiz es revelador. Nos confirma que la wáswasa es sugestión,
una obsesión que amarga la existencia del hombre. Así, algo bueno como
las abluciones, imprescindibles para poder entrar en Presencia de Allah, pueden
convertirse en una obcecación por la pureza, atando al hombre a sus
formalidades e impidiéndole lograr el objetivo que se pretende al realizarlas,
y que no es otro que habilitarse para poder acceder a la Presencia. Así,
igualmente, el mundo entero es una antesala de al-Âjira, pero entretiene
y ofusca de tal modo al necio que lo hipnotiza y enloquece hasta el punto de
hacerle perder el objetivo de su existencia.
Ocurre que, cuando sobreviene al Corazón una idea u ocurrencia
nueva, el nuevo jâtir se superpone al anterior y lo borra. Toda
idea deja en el olvido -en la nada- a la que la precede. Por tanto, la wáswasa
de Shaytân debe ser combatida apartándola para sustituirla por
su contrario. Puesto que la wáswasa tiene como materia todo lo que no es
Allah o no esté relacionado con Él, su contrario -el ilhâm- la inspiración-
es fomentado con el Recuerdo de Allah y todo lo relacionado con Él. En
resumen, el Dzikrullâh no deja espacio a Shaytân.
Para que el Recuerdo de Allah sea efectivo, debe reunir dos condiciones:
en él debe haber intención de apartarse de Shaytân (isti‘âdza),
por un lado, y, por otro, simultáneamente, debe contener igualmente la intención
de apartarse uno de sí mismo (at-tabarrî ‘an in-nafs) dejando atrás
al ego y reservando todo el espacio interior para Allah Uno-Único, y ello se
logra profundizando en la conciencia de que no hay poder ni fuerza salvo en
Allah, es decir, que sólo Él tiene Eficacia, y todo lo que no es Él es
evanescente y sin relevancia alguna en el ser. Este es el secreto guardado en la
doble fórmula: a‘ûdzu billâhi min ash-shaytâni r-raŷîm
(busco refugio en Allah contra Shaytân el lapidado) y lâ háula
wa lâ qúwwata illâ billâh (no hay fuerza ni poder más que en Allah).
Estas dos frases son las consignas de una actitud que debe prevalecer en el ánimo
para que este se fortalezca ante los asaltos de Shaytân y su
principal aliado (el nafs, el ego).
El ego (nafs) carece de sustancia. Es un fantasma que
pulula por el ser humano, y es el primer aliado del Enemigo del hombre (Shaytân).
Efectivamente, el nafs consiste en la representación que una persona
tiene de sí misma, y es sólo una imagen, carente de toda objetividad. No tiene
fuerza ni poder alguno. Quien se deja atrás y se confía a su Creador, se acoge
a lo que realmente tiene Poder, y ahí es donde solidifica su ser. El at-tabarrî
‘an in-nafs, liberarse del ego, estar uno libre de sí mismo,
es signo de una sabiduría que sitúa al ser humano en coordenadas correctas.
Por un lado, con la isti‘âdza, ha reconocido a su Enemigo, y con el tabarrî
renuncia a combatirlo con sus fantasías vacías y, por el contrario, se confía
a su Señor.
Se llama muttaqî a la persona consciente de las acechanzas de su
Enemigo y, por otro lado, se desapega de sí misma entregándose a Allah. Es la
que cumple con las condiciones descritas en los párrafos anteriores. Su virtud
recibe el nombre de Taqwà, que es la de estar atento, en alerta,
recordando a Allah en todo, teniéndolo presente antes de realizar cualquier
acto para evitar en lo posible las sugestiones de Shaytân.
Ahora bien, ya hemos adelantado que nadie está libre de Shaytân
porque éste acompaña necesariamente a la vida. Pero mientras que, en los demás,
su influencia es ininterrumpida a causa del olvido en el que están sumidos, en
el caso de los muttaqûn, Shaytân sólo irrumpe en sus
existencias en los momentos de distracción (falatât), a modo de
intruso silencioso que aprovecha un descuido (en esta situación, Shaytân
recibe el nombre de Jannâs, el que murmura a los corazones desde un
escondite y cuando es percibido sale huyendo). Allah lo describe en el Corán
diciendo: “Aquellos que tienen presente a Allah, cuando los roza el
fantasma de un demonio, vuelven a recordar a Allah y se dan cuenta”.
Shaytân está presente hasta en el Corazón de los más
puros, pero ahí su presencia está constantemente amenazada por el Recuerdo de
Allah. Ibn Mas‘ûd dijo: “El demonio del sincero es flaco”. Qáis
ibn al-Haŷŷâŷ dijo: “El Demonio me dijo. ‘Entré en ti
siendo como un borrego de grande, y ahora soy del tamaño de un pájaro’. Le
pregunté por el motivo y me dijo: ‘Me has derretido con tu Recuerdo constante
de Allah’...”. Ello, como veremos, obliga a Shaytân a ser más
astuto, y el muttaqî debe estar alerta a insinuaciones y sugestiones más
terribles. En cualquier caso, cuentan con un arma siempre eficaz, y es el Dzikrullâh.
En el seno del hombre, la pugna entre la luz y las tinieblas es una
constante y se suceden como la noche y el día. Esto es algo que debe ser tenido
en cuenta. Nadie está libre de ello en ningún momento, porque tiene que ver
con la esencia misma de la vida. El Profeta (s.a.s.) dijo: “Shaytân
tiene colocada su trompa sobre el corazón de los hijos de Adán. Cuando una
persona recuerda a Allah, el demonio se retira entre murmuraciones. Cuando esa
persona olvida a Allah, el demonio aprovecha la ocasión y devora su corazón”.
Para comprender esto tenemos que tener en cuenta que existe una estrecha
relación entre Shaytân y los apetitos e instintos del ser humano
que se someten fácilmente al hawà, a la inconsistencia de su ánimo
y acaban arrastrándolo a la ruina. Mientras subsista ese peligro -y acompaña
necesariamente a la vida- está expuesto a la destrucción de lo más noble de
su ser: su espíritu. El Profeta (s.a.s.) lo expresó al decir: “Shaytân
fluye por el ser humano al igual que su sangre. Estrechad sus vías con el
hambre”. El hambre, en la práctica del ayuno, efectivamente, quiebra las
fuerzas de los apetitos, obstruyendo el paso al Enemigo.
El Dzikrullâh tiene que ir acompañado de un acatamiento estricto
de la Sharî‘a, que repele a Shaytân, junto a una
existencia austera. Todo esto junto da forma definitiva a esa virtud a la que
hemos dado el nombre de Taqwà, la atención vigilante del que está
alerta contra su Enemigo. Y sólo está verdaderamente alerta el que sabe que
las acechanzas de Shaytân pueden provenir de los lugares más
insospechadas. El Corán relata que Shaytân dijo a Allah en el
principio de los tiempos: “Aguardaré (a los hombres) apostado sobre Tu
Sendero recto, y me acercaré a ellos por delante, por detrás, desde la
derecha, desde la izquierda”. El Profeta (s.a.s.) describió así a los
primeros musulmanes: “Shaytân se acercaba a cada uno de ellos
cuando tenía la intención de hacerse musulmán y le decía: ¿Vas a hacerte
musulmán abandonando tus tradiciones y las
tradiciones de tus padres? Pero esa persona lo desatendía y se hacía
musulmana. Luego, cuando llegó la hora de emigrar de Meca a Medina, Shaytân
volvía y le decía: ¿Es que vas a abandonar tu tierra y tu cielo? Pero ese
musulmán lo desatendió y emigró. Más tarde, cuando hubo que combatir a los
idólatras, de nuevo Shaytân acudió y le dijo: ¿Vas a luchar poniendo
en peligro tu vida y tus bienes? Pero ese musulmán se negó a obedecerle, y
luchó. Quien actúa así, cuando muera, Allah le hará entrar en el Jardín”.
De lo anterior deducimos que Shaytân siempre está
apostado contra el hombre, y hay que estar vigilante para evitar sus asaltos.
Por mucho que se avance sobre la vía espiritual, el peligro siempre estará
presente. A cada una de esas acechanzas la llamamos wáswasa, sugestión,
que sugiere al hombre retirarse del Camino de Allah hacia el camino del ego, que
lo conduce hacia su perdición. Y como hemos dicho, no hay corazón
completamente a salvo de la wáswasa. En esto, todos los seres humanos
somos iguales. La diferencia estriba en la respuesta que cada uno da a esas ideas
y ocurrencias que pretenden guiarlo hacia su destrucción. Todo esto
autoriza a llamar a Shaytân Enemigo (‘Adúw) del hombre,
pues busca su ruina. Es su enemigo por antonomasia, y así es como lo llama el
Corán. Este término está en la base de la imagen de una guerra interior que
cada persona debe afrontar, pudiendo salir de ella vencedora o derrotada. Puesto
que hay una guerra, cada Corazón debe trasformarse en un guerrero (muŷâhid)
y no echarse atrás.
El Corán llama a Shaytân ‘Adúw para que el hombre sea
consciente de que tiene un enemigo y debe combatirlo irremediablemente si
no quiere verse sometido al destino que le imponga quien desea su mal: “Shaytân
es vuestro enemigo, ¡tenedlo por enemigo! Busca a los suyos, para que sean
alimento del Fuego”. Y Allah nos advierte a través del Corán: “¿Es
que no os he advertido, oh hijos de Adán, para que no os sometáis a Shaytân?
Es vuestro enemigo manifiesto”.
El inteligente combate a su enemigo y lo expulsa de su territorio. Sólo
el necio, en lugar de afrontar la lucha, se enreda en disquisiciones. No es
relevante saber qué es Shaytân ni cuál es su naturaleza. Todos
intuimos en nosotros esas tinieblas que guían al hombre a la perdición. El Corán
llama Shaytân a su origen -oscuro y ambiguo-, de modo que, al dar
un nombre al enemigo, lo personifica ante nosotros para hacer eficaz nuestra
lucha. Basta saber su nombre para tener claro que se trata de todo aquello que
escapa a nuestro saber pero que distinguimos en su globalidad, y lo esencial es
utilizar los recursos de los que disponemos para evitar su victoria.
Por tanto, los debates en torno a su naturaleza no incumben a los que
inician el camino hacia la purificación de sus corazones. Para ellos,
semejantes cuestiones se parecen al caso de quien siente que una serpiente se le
ha colado por debajo de la ropa. Lo que debe preocuparle es cómo expulsarla,
sin importarle antes cuál sea su color, su longitud o su forma. Detenerse en
esos momentos en cuestiones de ese tipo sólo lo haría el necio que descuida su
salud y se va por las ramas. Según esto, cuando se presienten en el Corazón
las influencias de Shaytân, lo que hay que hacer es buscar la
manera de eliminarlas. Esto es de especial importancia cuando uno se inicia en
los principios del Islam, siendo de primer orden la Ciencia de los
Comportamientos (‘Ilm al-Mu‘âmala), que es la Ciencia del Camino
que pone acento en lo práctico y no lo sustituye por lo que pueda distraer la
atención dirigiéndola a lo superfluo o secundario.
Quien está interesado en purificar su Corazón, y sabe que esa es su
tarea principal, necesita conocer lo que hemos dicho a lo largo de este escrito,
y pulir su entendimiento hasta hacerse capaz de diferenciar las inspiraciones
del Málak de las sugestiones del Shaytân, y educar su
voluntad de modo que haga suya la inspiración y se abstenga de lo que la
sugestión le ordena. Y, como hemos dicho, puesto que todo tiene una causa,
llamamos Málak, Ángel, al origen de la inspiración, y Shaytân,
Demonio, a la causa de la sugestión. El Corán nos ordena seguir al Ángel
y apartarnos del Enemigo (‘Adúw), aquello que sabemos que nos
conduce a la destrucción de nuestro espíritu.
El inteligente (‘âqil) es aquél que pregunta por las
armas de su enemigo (y son las ideas o ocurrencias a las que
llamamos wáswasa) y por las suyas propias para oponerlas a las
estrategias de su Enemigo (y sus herramientas son la inteligencia y la
voluntad). En cuanto a la esencia del Ángel y el Demonio, corresponde a la
Ciencia de las Develaciones (‘Ilm al-Mukâshafa), distinta de la
Ciencia de los Comportamientos (‘Ilm al-Mu‘âmala), y tiene a sus
expertos que son los ‘ârifîn, los conocedores a través de lo
que Allah manifiesta directamente a los corazones. Es la Ciencia de los
Comportamientos la única que incumbe a los principiantes, siendo nociva para
ellos la Ciencia de las Develaciones, porque la convertirían en tema para
controversias banales, pues los que empiezan el Camino carecen aún de la finura
de espíritu necesaria que les hiciera comprensible sus desarrollos.
En resumen, lo que conviene al aspirante es conocer lo que es el jâtir
(idea, ocurrencia), y que es un suceso en su Corazón, un
estímulo que a veces lo conduce al bien (el jáir, y es bueno,
como hemos dicho, aquello que le reserva un destino feliz tras la muerte) y
otras veces le sugiere una acción que es mala (el sharr, que, al
igual que en el caso anterior, lo es teniendo en consideración el destino que
le marca tras la muerte). Llamamos ilhâm, inspiración, al primer
caso, y decimos que su origen está en un Málak. Por el contrario,
llamamos wáswasa, sugestión, al segundo, y su causa es el Shaytân.
Con ello, el Corazón queda eximido de responsabilidad, pues no es la razón de
una cosa ni de otra, como sucede en la realidad, pues las ideas y ocurrencias
tienen lugar al margen de toda premeditación. Esto es así de tal manera para
que el ser humano sepa que, en el mundo del espíritu, tiene un Aliado y un
Enemigo. El Ángel es su Aliado (Walí), mientras que el Demonio
es su Enemigo (‘Adúw). Es decir, aquello de lo que el hombre sí
es responsable es de sus elecciones y sus acciones premeditadas. El aspirante a
la felicidad en la eternidad debe educar su inteligencia y reforzar su voluntad,
la primera para distinguir entre el ilhâm y la wáswasa, y la
segunda para seguir la inspiración y dejar atrás la sugestión.
Ahora bien, el inteligente también tiene que saber que Shaytân
es astuto, por lo que siempre debe estar en guardia. Efectivamente, con
frecuencia le propone algo malo bajo la apariencia de un bien. Aquí es donde el
espíritu debe afinarse hasta el extremo el posible, y es donde yerran muchos.
El Demonio sabe que no puede engañar al inteligente invitándole a un mal
evidente, y sus estratagemas van por otro lado, y contra ello el Islam nos
previene con especial énfasis. Ya hemos visto un ejemplo cuando el Profeta
(s.a.s.) habló del Demonio que acompaña a las abluciones.
Y, así, con frecuencia se ve a los sabios caer en una soberbia que los
desvía completamente del Camino y los aparta de la verdadera purificación que
hasta entonces habían seguido iluminados por el Ángel. Shaytân
se acerca a ellos, y les sugiere que se dediquen a la enseñanza antes de estar
preparados para ello. Les urge diciéndoles: “¿Es que no ves que la gente
te necesita, que están muertos espiritualmente, viven en el olvido de Allah y
su destino es el Fuego? Sal de tu retiro, apresúrate y comunica todo lo que
sabes para salvar a los que puedas”. Y ese sabio obedece a su demonio
creyendo hacer un bien. Cuando lo hace, Shaytân empieza a
insinuarle que debe dar importancia a las formas para hacerse aceptable ante la
gente, y el sabio comienza a preocuparse por el tono de su voz, la elocuencia de
sus palabras, los vestidos con los que se presenta ante la gente, hasta que se
olvida de lo esencial, y todo lo hace al principio por el bien de los demás,
pero el mundo no tarda en apoderarse de su Corazón y se convierte en rehén de
todas las bajezas.
Se cuenta que Shaytân ordenó a Jesús decir lâ ilâha illâ
llâh (no hay más verdad que Allah), y Jesús le respondió: “Esa
es la verdad, pero no lo diré por que tú me lo digas”. Es por ello por
lo que encontramos a auténticos seres malvados enseñando verdades que son
falsedades en sus lenguas. Estas son formas con las que Shaytân
convierte en perverso lo que es bueno en su naturaleza, y el avisado debe estar
prevenido contra ello para no dejarse arrastrar por el mal, sin dejar de
escuchar lo bueno. A estas estrategias de Shaytân se las llama Talbîs.
El término Talbîs significa literalmente acto de revestir
algo, ocultar algo bajo una buena apariencia. De ahí que Shaytân
reciba también el nombre de Iblîs, aquél que confunde al ser humano
haciéndoles irreconocibles el bien y el mal. El Talbîs Iblîs, el
engaño de Iblîs, afecta especialmente a los que se consagran al bien: los
sabios, los ascetas, los devotos, los que se consagran a la pobreza, los que
combaten en la Senda de Allah, etc. Son los que combaten los males evidentes
pero están expuestos a los males ocultos.
Cuando la inteligencia (‘aql) se afina de modo que se
hace capaz de diferenciar a ese nivel, se convierte en visión interna (basîra).
El aspirante necesita al principio diferenciar claramente entre el bien y el
mal, pero según progrese en el Camino deberá despertar en sí esa visión
interior que lo ponga en guardia frente al Talbîs. Para ello es
necesario profundizar en la virtud a la que llamábamos Taqwà, la vigilancia
con la que se tiene presente siempre a Allah, en una constante entrega a Su
Verdad, tal como dice el Corán: “Aquellos que tienen presente a Allah,
cuando los roza el fantasma de un demonio, vuelven a recordar a Allah y se dan
cuenta”. Ese “darse cuenta” se realiza con la visión interna propia
de los dotados de la virtud de la Taqwà. Y, ello, en la historia del
Islam, ha llegado a convertirse en una ciencia. El aspirante tiene que acudir a
esa ciencia y beber de la experiencia de los que han seguido el Camino.
No sirve de nada cerrar los cinco sentidos para evitar la wáswasa.
Hay quienes se han retirado en cuevas, apartándose de sus familias y riquezas,
dejando atrás el mundo. Al hombre siempre lo acompaña la imaginación (jayâl),
capaz de poner en su presencia todo lo que abandone. La imaginación es una
puerta interior por la que Shaytân llega hasta el mayor de los
ascetas. Por ello se insiste en la práctica del Recuerdo de Allah, de modo que
la imaginación sólo se represente al bien. Junto a ello, un constante esfuerzo
(muŷâhada) que consiste en una auténtica declaración de guerra a Shaytân
y a sus recursos. Esto es lo que va limpiando al hombre por dentro y purifica su
Corazón. Quien olvide que mientras esté vivo está expuesto a su Enemigo es el
que cae en la soberbia (gurûr) que anula todos sus afanes
anteriores y lo hace caer en las trampas sutiles, muy difíciles de sortear por
el que no está extremadamente atento.
Allah dice en el Corán: “Este es Mi Camino, un Camino Recto.
Seguidlo y no sigáis los caminos”, y el Profeta (s.a.s.) lo aclaró en
cierta ocasión dibujando en la arena una línea recta y dijo: “Este es el
Camino de Allah”, y luego trazó rayas a la izquierda y a la derecha de
esa línea principal, y dijo: “Estos son los caminos de Shaytân”.
El Camino de Allah es el Islam, es decir, la absoluta e incondicionada rendición
a la Verdad Creadora, sin dejar espacio ni a Shaytân, ni al ego ni al
mundo. Es el Camino Recto que empieza en la Verdad, sigue a la Verdad y culmina
en la Verdad. Allah es su soporte.
Los caminos de Shaytân son todos los que apartan de esa claridad. Para evitar esas desviaciones se hace precisos la Taqwà, el Dzikrullâh y el ‘Ilm, la ciencia. La conjunción de todo ello da forma a la basîra, la visión interior gracias a la cual la sensatez más absoluta se apodera del ser humana y se convierte en su guía.