EL MÉTODO CONTRA LA VERDAD:

El orientalismo y los estudios coránicos

Parvez Mansur

 

La empresa orientalista de los estudios coránicos, aparte de otros méritos y servicios, fue un proyecto nacido del resentimiento, criado en la frustración y alimentado por la venganza: el rencor del poderoso hacia el débil, la frustración de lo “racional” hacia lo “supersticioso” y la venganza de lo “ortodoxo” contra lo “inconformista”. En el momento culminante de su triunfo mundano, el hombre occidental, coordinando los poderes del estado, la iglesia y la universidad; lanzó su asalto definitivo a la ciudadela del Islam. Las andanadas aberrantes de su arrogante personalidad –su racionalismo insensato, su fantasía de dominio mundial y su fanatismo sectario- aglutinados en una conspiración para arrancar al Corán de su posición firmemente arraigada como epitome de autenticidad histórica e inasibilidad moral. El trofeo al que aspira el hombre occidental con esta temeraria empresa, es la propia mente del musulmán. Occidente, para deshacerse de una vez por todas del “problema” del Islam, razona de la siguiente manera: hay que conseguir que la conciencia del musulmán desespere de la certeza cognitiva del mensaje revelado al Profeta. Sólo cuando el musulmán esté inseguro respecto a la autenticidad y a la autonomía doctrinal de la revelación coránica, renunciará a su responsabilidad universal y, por lo tanto, dejará de ofrecer resistencia a la dominación global de Occidente. Este parece haber sido el tácito, cuando no explícito, razonamiento del asalto orientalista al Corán.

 

Que el orientalismo no ha sido más que puro discurso de poder, y que su epistemología una charada de arrogante legitimación etnocéntrica, es algo evidente para cualquier estudiante de Islam o de historia contemporánea con un mínimo de preparación. Por lo tanto no debe resultar inapropiado ni chocante interpretar el proyecto orientalista como un ataque frontal, en ocasiones incluso traicionero, contra el Corán; la marca distintiva de la aproximación orientalista es su vengatividad y su odio. Rara vez, por no decir nunca, se ha abordado alguna escritura sagrada con la animosidad patológica con que los orientalistas manejan el Corán. Lejos de mostrar el más mínimo respeto que debe acompañar al rigor, el orientalista lanza su ataque “iconoclasta” con un fanatismo tal que, comparado con él, la furia de los cruzados desmerece en encono.

 

Hay que ser muy osado para defender hoy en día el método orientalista de estudio del Corán, como modelo de racionalismo. Y si así fuese, se trataría de un “racionalismo” cargado de arrogancia típicamente europea. Con todas sus ataduras emocionales, el método orientalista no ocultaba su revanchismo, parcialidad y estrabismo. De todos los textos sagrados existentes, han escogido la revelación coránica para llevar a cabo un acto insensato y vandálico que sorprende incluso a sus propios defensores. Por ejemplo, un académico como Ignaz Goldziher, al que no se le puede acusar precisamente de partidismo pro-islámico, ha protestado enérgicamente preguntándose “¿Qué quedaría de los Evangelios si se les hubiesen aplicado los mismos métodos que al Corán?”

 

Condenar el legado del orientalismo, por lo menos en lo referente a los estudios coránicos, como un arrebato de vandalismo patológico, puede sorprender, por su dureza, en los tiempos “ecuménicos” que corren. Tal rechazo de una sólida tradición académica corre el peligro en convertirse en un sustituto fácil del análisis crítico y riguroso. De hecho, eso es lo que parece que hemos hecho algunos de nosotros: descalificar al orientalismo de forma displicente y en su totalidad, más que estudiarlo y analizarlo. Cualquiera que sea la recompensa de ese escasismo, nuestra postura se opone diametralmente a cualquier sentimiento de autoindulgencia. En nuestra opinión, sólo en la batalla epistemológica se puede derrotar al orientalismo. Sólo dando jaque mate a la soberanía de las piezas cognitivas del orientalismo, permitirá a los musulmanes elegir las jugadas de su elección. Dicho esto, es evidente que para cualquier lector inteligente, musulmán o no, que soporte hasta el final las irreverentes necedades o las insignificantes controversias de su mediocre discurso, se percatarán de que hay algo de enfermizo y enervante en el odio de los orientalistas al Islam y a los musulmanes. Si no cambia, los musulmanes nunca podrán perdonar a los orientalistas el talante de su discurso.

Los orientalistas han fracasado a la hora de conseguir sus principales objetivos. Si con su ataque frontal al Corán, buscaban abrir una brecha en la fortaleza del dîn de los musulmanes, han fallado miserablemente. Si con su epistemología “racionalista”, han pretendido hacer mella en la personalidad islámica, todos los indicios apuntan hacia la frustración de sus nefastos propósitos. Hoy en día los musulmanes se aferran al Islam con una voluntad más firme ante el ataque de los orientalistas. Si la buena voluntad de algunos orientalistas, lo que pretende es sintonizar la conciencia de los musulmanes con los cánones de la modernidad, su frustración será aún mayor, ya que los musulmanes de hoy constituyen un desafío a los fundamentos mismos de la moral y de la epistemología de la modernidad. Incluso si, con una observación desinteresada, se mantiene una equidistancia doctrinal, el orientalista que aspiraba a desentrañar el misterio de lo numinoso, debe reconocer hoy su humillación. Ni su método ni su racionalidad, aparecen como irrefutables, ni podrán resolver el enigma de la revelación. Pero lo más lastimoso de todo, es asistir al derribo del edificio del poder colonial, sustentado en el artificio orientalista. No hay lugar hoy en día, ni en lo intelectual ni en lo político, donde mantener el discurso orientalista. No es de extrañar que el orientalismo caduco esté haciéndose un lavado de cara y empiecen a admitir a musulmanes en sus cerrados círculos académicos. En resumen, nada de lo que los orientalistas han intentado, ha dado resultado. Gracias al desarrollo histórico, los musulmanes son ahora capaces de analizar los desórdenes cognitivos y emocionales de la personalidad de los orientalistas, en una atmósfera menos enrarecida que la que predominaba en los tiempos del auge del orientalismo.

 

Dejar a un lado las raíces históricas del orientalismo moderno, que nos retrotraería a las farragosas polémicas del cristianismo medieval; nos permitirá centrarnos en el siglo XIX, testigo de la aparición de numerosas biografías del Profeta, especialmente las de Gustav Weil (1843), Muir (1861) y Sprenger (1861-65). Como es natural, estas biografías se completan con algunos materiales introductorios  relevantes para el estudio del Corán. Estos materiales cristalizarían posteriormente en una disciplina autónoma. Sprenger y Weil pusieron las bases  para una cronología del texto coránico, lo cual fue desarrollado por todos los especialistas posteriores hasta agotarlo. Unos años antes, en 1834, la recensión coránica de Gustaf Flügel había provisto a estos especialistas de una de sus herramientas fundamentales. Pero en lo que respecta a los estudios coránicos, el acontecimiento esencial del orientalismo decimonónico fue la publicación del trabajo seminal de Nöldeke “Geschichte des Qorans”, en 1860. En 1857, la Académie des Inscriptions et Belles-Lettres, había convocado un concurso para seleccionar la mejor monografía sobre el Corán. De los tres estudiosos que presentaron sus trabajos: Aloys Sprenger, Michele Amri y Theodore Nöldeke; fue este último el que obtuvo la distinción, erigiéndose en la fuente imprescindible de los estudios coránicos del orientalismo.

 

Desde su génesis, los estudiosos del Corán se fijaron como tarea primordial el establecimiento de una cronología del texto coránico. Fue con Nöldeke que esta aspiración “científica” de los estudios coránicos occidentales, cristalizó plenamente. Siguiendo a Weil, Nöldeke propuso un esquema cronológico, dividiendo la revelación en tres periodos: tres mecanos y uno medinense; división que tuvo una amplia aceptación desde entonces. Junto a esta cronología estándar, convivían otros sistemas, entre los cuales destacaban el propuesto por Muir (5 fases mecanas, incluyendo una “pre-profética”, y una medinense) y los de Grimme y Hirschfeld. A pesar de sus diferencias con las dataciones islámicas, las tempranas cronologías europeas no eran más que variaciones de los esquemas tradicionales. Más radical, y descabellado, fue la reordenación de texto coránico propuesta más tarde por Richard Bell. Siguiendo el ejemplo de Hirschfeld, cuya datación del Corán se basa en versículos sueltos más que en suras completas, Bell emprende un examen versículo a versículo, intentando incluso una reorganización del Corán a su gusto personal. La peculiar teoría que el desquiciado escocés trató de demostrar durante toda su vida, se refería a la revisión del texto por el Profeta en Medina. Una de las sugerencias más quijotescas era que, mientras estaban siendo revisados algunos pasajes, el Profeta dio instrucciones a sus escribas para que anotasen por detrás los versículos que estaban siendo reemplazados. Los redactores posteriores, no queriendo desechar nada de lo revelado, insertaron los textos tal como estaban originalmente. En consecuencia, Bell intentó explicar cualquier posible ruptura en el texto a costa de algunos “fragmentos” desechados que se habían introducido en el Corán por error. Paradójicamente, su ingenuidad en la reconstitución del orden original, llevó al intento occidental de establecer una cronología textual del Corán a una situación de impasse total. Todo lo que se puede afirmar hoy, según la autorizada opinión de la Enciclopedia del Islam, es que “no es posible ordenar las suras completas cronológicamente ni determinar el orden exacto de los distintos fragmentos.

 

No es necesario buscar mucho para encontrar las razones de la obsesión de los orientalistas por la datación del Corán. La cronología es una categoría de la Historia que suministra una serie temporal, y por lo tanto causal, de explicaciones acerca del “fenómeno” coránico. Esta sucesión “natural” de eventos, no sólo soslaya la necesidad de un agente sobrenatural y trascendente, tal como lo percibe el musulmán, sino que, al introducir la categoría del “devenir secuencial”, la noción de relativismo, tanto histórico como del conocimiento, se instala en el centro de nuestra capacidad cognitiva. Si es posible concebir el Corán como una sucesión de acontecimientos, cualquier verdad proclamada en él no es más que un producto temporal y, por lo tanto, falible. Aplicar la categoría del tiempo “secular” el acontecimiento “sagrado” de la Revelación no conduce más que a “confundir” temporalidad con eternidad. No es un hecho casual el que los musulmanes, plenamente comprometidos con la “historicidad” de la Revelación (Nuçûl), jamás hayan confundido ambas realidades. La Revelación sucede en un tiempo histórico pero se trata de una irrupción que transforma radicalmente la historia y su temporalidad. Por lo tanto, para los musulmanes la naturaleza del tiempo y de la historia es fundamentalmente diferente durante el acontecimiento de la Revelación, cuando se desarrolla la misión del Profeta, ya que es Allâh el que guía en un sentido determinado los destinos de la comunidad. Desde el momento en que los orientalistas niegan la posibilidad de una injerencia tal, su cronología no intersecta con la percepción que de ese tiempo tienen los musulmanes, sino que corre paralela, por lo que, a lo más a que pueden aspirar es a establecer una categoría de “historia” que rodea sin penetrar en el núcleo de la experiencia de la Profecía. Por lo tanto, el método orientalista es incapaz de afrontar la cuestión de la “verdad histórica” respecto a la cual, lo único que puede obtener es la confusión entre ambas realidades. Dado su compromiso ideológico, no nos parece arbitrario afirmar que el objetivo final del ejercicio cronológico orientalista, no es pronunciar juicios acerca de la “verdad” del Corán, sino extender la confusión respecto a su temporalidad y, de camino, confundir al musulmán poco avisado.

 

Junto a la cronología, el otro gran tema con pretensiones “científicas” de los orientalistas es aquél cuya denominación más extendida es la de “estudios textual y lingüístico”. Ya que el pilar fundamental de la tradición exegética musulmana ha sido el análisis y explicación lingüística, sería de esperar no sólo que los musulmanes encontrasen sugestiva para su genio tradicional, la aproximación del orientalista moderno; sino que además, que el esfuerzo occidental fuese asimismo capaz de enriquecer la auto comprensión de los propios musulmanes. Y de alguna manera, así ha sucedido. La investigación moderna posee un más amplio conocimiento de la filología semítica comparada, y de otras lenguas clásicas; por no hablar de los sofisticados métodos de análisis lingüístico a su disposición, que les coloca en una posición aventajada a la hora de arrojar luz sobre los “oscuros” términos y palabras que han desconcertado a los comentaristas tradicionales. En muchos casos, el conocimiento moderno constituye una ventaja. Nos ha provisto de explicaciones más plausibles, estableciendo unas más sólidas etimologías y ha seguido el rastro de un número mayor de palabras foráneas del que estaba al alcance de los estudiosos tradicionales. Sin embargo, se mantiene un aspecto polémico y despreciativo en el esfuerzo orientalista. No solamente asume un vacío cultural total en la Arabia pre-islámica, sino que trabaja bajo el prejuicio de que el punto de vista musulmán tradicional, influenciado por consideraciones de tipo teológico y dogmático, debe ser descartado. Invariablemente, entre dos o más explicaciones plausibles, los estudiosos occidentales escogen compulsivamente aquella que esté más alejada de la aceptada por la opinión musulmana. Desgraciadamente, no existe otra explicación para esto que la islamofobia de carácter patológico que padecen los orientalistas.

 

Indudablemente, dentro del patrón de los estudios cronológicos y textuales, el proyecto más ambicioso de los estudios orientalistas era la elaboración de un texto “crítico” del Corán. Para un musulmán, condicionado indefectiblemente por la autoridad de la tradición mutawatir (transmisora del Corán), esta pretensión le parece suicida, cuando no puramente blasfema. Sin embargo, ese es precisamente el objetivo de tal aproximación “crítica” del orientalismo, donde todo aquello que es normativo y axiomático para la tradición musulmana tiene que ser desechado impunemente, aún a costa de traicionar el espíritu de imparcialidad o de “investigación”. El iniciador y fuerza motriz de este proyecto fue Arthur Jeffery que, de forma temprana, siguió esta línea de investigación vigorosamente. Junto a un equipo de académicos alemanes y sobre la base de manuscritos supervivientes de los primeros tiempos, Jeffery estaba concentrado en la preparación del “texto crítico del Corán” cuando su proyecto fue interrumpido por el bombardeo aliado de Munich durante la II Guerra Mundial. Dichos manuscritos, y otros materiales que habían sido reunidos con una meticulosidad obsesiva, fueron totalmente destruidos. Charles Adams lamentaba la pérdida con estas palabras: “La dimensión de la pérdida ha sido tal, que va a ser imposible retomar el esfuerzo realizado, máxime cuando la mayoría de las personas implicadas en él han desaparecido. Por lo que sé, el trabajo crítico del Corán está siendo acometido actualmente tanto en el mundo musulmán como en el occidental, pero no de forma exhaustiva”. A pesar de la validez del tal sentimiento de pérdida, tenemos que advertir que la tan elogiada dimensión del proyecto de Jeffery no consistía más que en la documentación de todas las variaciones textuales –normalmente divergencias dialectales o de vocalización, que en nada afectan al sentido y significado de la “Vulgata”- que, de forma más o menos expresa, ya se encontraban en los tratados musulmanes sobre el Corán. Obviamente, el principio fundamental de la “razón” orientalista es el escepticismo. Desconfiar vengativamente de todo lo que se atiene al consenso y a la tradición musulmana, abrazando apasionadamente lo anómalo e insólito, tal es el epítome de los sagrados cánones del “criticismo” orientalista.

 

Es evidente que la investigación filológica y léxica no es posible sin contextualizar, histórica y culturalmente, los términos y expresiones lingüísticos. Y es aquí, donde la ingenuidad, la polémica, la mofa, la ironía y la proverbial islamofobia (con escasas excepciones), del esfuerzo orientalista campan a sus anchas. Así, dentro de este paradigma, la mayor parte del trabajo orientalista se centra en descubrir “los orígenes del Corán y las fuentes de sus enseñanzas”. El motivo de esta concentración de los recursos del orientalismo en este proyecto es, sin lugar a dudas, profundizar al máximo en la polémica. Epistemológicamente, se basa en un materialismo metafísico que no reconoce la posibilidad de la intervención trascendente en la historia humana, ya que, de forma dogmática, se niega la posibilidad de que Dios hable a no ser que se trate de “su propio pueblo”. Dada esta unión fortuita entre el escepticismo y lo bíblico, no nos debe sorprender, en el estudio de la revelación coránica que, hasta el más acérrimo teísta de entre la Gente del Libro, lleve la máscara del escepticismo. Los estudiosos, radicalmente opuestos a cualquier consideración del misterio de la revelación desde un punto de vista racional, se aproximan al Corán con premisas ideológicas y prácticas metodológicas que son estrictamente tabú en su propia casa. Es la duplicidad de la personalidad bíblica, léase cristiana, que Goldzinger encuentra objetable. Para el musulmán, sin embargo, el desmedido orgullo del Elegido se aleja poco del prejuicio del Salvado.

 

Desafortunadamente, la promesa “ecuménica”, derivada de “los antecedentes judeo-cristianos del Corán”, es vehementemente ignorada en los anales del orientalismo. Las pasiones sectarias son bendecidas bajo el nombre de “método” y toda búsqueda de la “verdad”, expulsada de sus recintos académicos. Más lejos aún apuntan en su afán por “probar” que el Corán es una pobre réplica de la Biblia, y que el Profeta no era más que un confuso “plagista” de la revelación judeo-cristiana. Si los doctores judíos se esforzaron en probar “los fundamentos judíos del Islam”, los clérigos cristianos se sintieron en la obligación de pujar más alto en la demostración de sus “orígenes cristianos”. Esta perspectiva, está ligada a una sensibilidad racial que ha sido consagrada en el nombre del exclusivismo religioso. Dios habla únicamente a los hijos de Israel y, desde el momento en que el Profeta árabe es considerado como un arribista, Dios no ha podido dirigirse a él directamente. Esta es la esencia de esta postura (Incluso los raros intentos “conciliadores” expuestos por Jomier, Massignon o Mubarac, no son más que una descarada reventa del fundamento “racial”).

 

Solamente desde un sentimiento tal de exclusividad religiosa, pueden justificarse los reproches de los orientalistas al Corán y al Profeta: el arribista árabe se “apropia” de la verdad de la Biblia para plagiarla en su propia revelación. Todo lo que en el Corán corrobora a las antiguas escrituras, es considerado como un “préstamo” mientras que, todo lo que le distingue se rechaza como “desviación” y “distorsión”. Si se aceptase (fenomenológicamente, no doctrinalmente) que el “fundador” del Islam está al final de una larga cadena de personalidades religiosas, más consistentemente descritas como “profetas” según la tipología cercano-oriental, el edificio del orientalismo bíblico se desmoronaría por completo. En este caso, sobraría hablar de “préstamos”, “derivaciones”, “distorsiones”, incluso de “malos entendidos”, ya que el Corán también sería reconocido como una exposición de la verdad del “monoteísmo” (de acuerdo a la opinión musulmana, aunque se la juzgue) más que como la “invasión” del coto judeo-cristiano. En el corazón de la visión orientalista se detecta con claridad la convicción de la no-conformidad de la revelación coránica y de la “herejía” racial del Profeta del Islam. A todas luces, se trata de una convicción dogmática que no tiene nada que ver con ningún supuesto método.

 

En el discurso histórico del orientalismo, se pasa de puntillas sobre el hecho incómodo de que el Corán proclama categóricamente su afinidad con las revelaciones anteriores, incluyendo la bíblica y que, para el musulmán, convencido tanto de la unidad de contenido como de que es fuente de todas las revelaciones, la evidencia de los antecedentes judeo-cristianos de los temas coránicos le causa cierta desazón. La superposición de temas y motivos, incluso en sus expresiones lingüísticas, que presentan el Corán y otras escrituras, se explica por la identidad de la Fuente Trascendente de su conocimiento y no es atribuible al capricho de sus receptores humanos. Negar la externalidad de la Fuente propia, como de la ajena, equivale a negar el mismo “principio de toda revelación”. Equivale a rechazar la existencia de un orden trascendente del conocimiento y a la reducción de la revelación a las ocurrencias de la mente humana. ¿La verdad del judaísmo (o del cristianismo) procede de Dios o no es más que un producto del genio judío (o cristiano)? Al afirmar que la verdad del Corán es una verdad humana prestada, mientras que la judaica o cristiana es una verdad divina revelada; los orientalistas ponen al descubierto un partidismo dogmático en favor de la tradición bíblica. En su celo por privar al libro de los musulmanes sus lazos trascendentes, acaban por negar la posibilidad de un conocimiento revelado extra-humano. Por todo ello, a pesar de su afición a correr con la liebre y cazar con el perro al mismo tiempo, los orientalistas deben reconocer la validez de todas las revelaciones históricas o negárselas a todas. Negar el principio de la revelación en el caso del Corán y confirmarlo en el bíblico, cuestiona la “cientificidad” del método orientalista. En el fondo, y tras la máscara de la respetabilidad académica, los orientalistas se posicionan en el dogmatismo o en el ateismo. En ambos casos su metodología violenta la realidad islámica, lo cual les invalida como jueces en la cuestión de la verdad islámica.

 

El principio dogmático de la singularidad de la tradición bíblica, tan caro al método orientalista, no puede mantenerse en la naciente disciplina de la fenomenología de las religiones. Si acaso, el punto de vista fenomenológico, tiende a postular una afinidad tipológica y taxonómica entre todas las religiones “semíticas”, “proféticas” u “occidentales” (lo cual está próximo a las nociones coránicas acerca de las tradiciones abrahámicas). En cierta forma, una de las refutaciones más convincentes al método orientalista, ha surgido (inconscientemente) en el seno de la cosmovisión occidental. No es de extrañar pues, que en el estudio del Islam, el orientalismo bíblico deteste utilizar la metodología fenomenológica, donde se pone más en evidencia la islamofobia del orientalismo. Ninguno de los estudios fenomenológicos del Islam que se han realizado bajo la órbita de la tradición orientalista, están libres del sello bíblico. En ocasiones han sido incapaces de superar el llamamiento bíblico a polemizar contra el Islam. La nueva disciplina de la fenomenología de las religiones, comprometida con la recuperación del significado de lo religioso, tiene futuro académico y, si se maneja adecuadamente, debería proveer de ideas que, mutatis mutandis, enriquecerán la auto percepción de los propios musulmanes. Este potencial, sin embargo, permanece totalmente inexplorado hasta el momento.

 

A pesar de la aparición de ciertos tratados neutrales desde el punto de vista dogmático, sino ideológico, incluso conciliadores; el temperamento “académico” de los orientalistas se ha hecho más escéptico con el paso del tiempo. En la actualidad, la demanda más radical de revisión del legado orientalista, proviene del campo de la cronología y afecta a la autenticidad del propio Corán. Ya hemos visto como con Richard Bell las campanas de la rama cronológica del orientalismo doblan a muerto. A partir de entonces, sólo un Éxodo puede salvar a los elegidos de su fe pura de la maldita cautividad de la cronología en la Arabia histórica y llevarlos a la Tierra Prometida, la Jerusalem Liberada, del análisis literario. El nuevo salvador del orientalismo parece ser John Wansbrough. La novedosa metodología y su rechazo a gran escala del marco cronológico tradicional es, por su franqueza, un reconocimiento de la derrota de parte del orientalismo consagrado en su ruptura unilateral del contrato entre las fuentes musulmanas y la metodología moderna. La esencia de la sorprendente tesis de Wansbrough descansa es la consideración del Corán como un documento “tejido” con los hilos de las polémicas sectarias judías, y cuya forma y estructuras definitivas cristalizaron en el siglo IX de la era cristiana, pudiendo o no, incorporar algo de la inspiración del Profeta o de la Revelación. Evidentemente, una conjetura tan truculenta sólo puede sostenerse violentando el orden de la historia del Islam. No es de extrañar por lo tanto, que Wansbrough tuviese que desechar totalmente el corpus historiográfico musulmán para cerrar un trato con los mercaderes del “análisis  literario”. Sólo un salto cuántico de este calibre asegura al orientalismo alcanzar la órbita del nivel superior de polémica.

 

Con Wansbrough, el triunfo del método sobre la verdad es absoluto. Junto con el agua del baño de la cronología orientalista, se tira al bebé de la historia islámica. El Corán, liberado así de sus ataduras históricas, deviene susceptible de aplicársele cualquier tipo de tortura metodológica y, el académico orientalista, que absuelto de cualquier responsabilidad cronológica, puede desechar en su totalidad la historia formativa del Islam como engañosa, aún más, verse libre de la carga de tener que aportar la más mínima prueba de este colosal autoengaño. Puede planear cualquier clase de charada académica y, mientras pueda seguir sacando el conejo del método de su chistera académica, sus malabarismos no tendrán fin y no habrá reprimenda para sus bufonadas. Sin embargo, el divorcio entre historia y método, sembrado por el análisis literario de Wansbrough, está produciendo una cosecha ambigua a la, en gran parte abandonada, mansión del orientalismo. Mientras se está produciendo, por una parte, un asalto frontal para convertir el edificio de la historia del Islam en las ruinas de la “historia de la salvación”, especialmente en los trabajos de Patricia Croone y Michael Cooke; por otra, también está poniéndose en evidencia cada vez más la fiabilidad de la tradición musulmana. Por extraño que parezca, el propio discípulo de Wansbrough, John Burton, va más allá de lo que cualquier musulmán tradicional reivindica, al afirmar que el Corán, en su disposición textual definitiva, es responsabilidad del mismo Profeta. Comprensiblemente, el aparato orientalista ha reaccionado con cautela, circunspección y escepticismo ante la provocativa, más bien tendenciosa, hipótesis de Wansbrough. La Enciclopedia del Islam, por ejemplo, resume el punto de vista mayoritario de los orientalistas como: “Ninguno (Wansbrough o Burton) ha aportado argumentos convincentes en apoyo de sus respectivas hipótesis, ni para la afirmación compartida por ambos, de que los textos musulmanes deben ser rechazados en bloque”. No han faltado tampoco otras críticas más directas a las atrevidas tesis de Wansbrough. R. B. Serjeant, por ejemplo, expresa lo esencial de las objeciones a Wansbrough: “Una evento tan públicamente notorio no puede haber sido inventado”.

 

Dentro del vasto corpus del orientalismo, sólo unos pocos trabajos se ocupan del contenido del Corán, considerados además periféricos dentro de ese corpus. Aparte de algunos recientes trabajos cristianos, que están lejos de revisar la islamofobia, hay un estudioso cuyo trabajo es altamente recomendable para los musulmanes. Contra todos los cánones del academicismo occidental, el japonés Izutsu, externo al orientalismo y por lo tanto, extraño a los prejuicios históricos o a las fobias emocionales, ha permitido al Corán hablar por sí mismo. El resultado también habla por sí mismo. El impulso moral de la cosmovisión coránica, enmascarada por el método orientalista, emerge con luminosidad deslumbrante. El trabajo del profesor Izutsu constituye el argumento más convincente contra la afirmación de que la verdad de una escritura sólo es accesible para aquellos que están dentro de su tradición sagrada.

 

Al final, permanecen las incómodas preguntas a las que se ha de enfrentar cualquier crítico musulmán serio del orientalismo: ¿Ha aportado algo de valor al Islam? ¿Hay algo en su vasta producción académica que nos permita obtener alguna orientación de nuestra situación actual o de nuestro papel colectivo en la historia? Crítico, irreverente y patológicamente islamofóbico, sin embargo se han podido ocupar de nuestra herencia, ¿No tienen nada que aportar a nuestra autocrítica? Hasta ahora, hemos ignorado el reproche orientalista. Debido a su origen extranjero, sus engaños misioneros y sus designios coloniales, lo hemos desechado como falacia patológica de la megalomanía religiosa, política y cultural de Occidente. No obstante, no podemos permanecer eternamente inmunes ante las conclusiones de su método, proferidas en el nombre de la razón “universal”. Tarde o temprano, el esfuerzo musulmán tendrá que acercarse al Corán desde presupuestos y parámetros radicalmente distintos de los consagrados en nuestra tradición. Si no queremos seguir los pasos del occidental hacia el erial del escepticismo, la incredulidad y la desesperación; será mejor que aprendamos de la Némesis del orientalismo, que el único método correcto para el estudio del Corán es aquél que permite hablar a su verdad por sí misma.

 

 (Parvez Mansur: pensador, escritor y crítico musulmán, residente en Suecia)

Fuente: Islamonline.org

Traducción: Musulmanes Andaluces