Definición de Îmân
Lamentablemente, la palabra árabe Îmân, fundamental en el Islam, suele ser
traducida por ‘fe’, ‘creencia’. Según esto, los musulmanes ‘tenemos fe’ en
Allah, ‘creemos’ en el Profeta, etc. Pero las palabras no son inocentes ni
asépticas; tienen su historia y un cúmulo de connotaciones que las hacen o
no adecuadas para expresar ideas determinadas. Consideramos que la
traducción por ‘fe’ o ‘creencia’ falsea y traiciona completamente la idea
que subyace en Îmân. Es más, estamos seguros de que nos impide la
posibilidad de entender lo que significa en realidad, nos desvía y,
finalmente, esa traducción nos lleva a ideas opuestas radicalmente al Islam.
La ‘fe’, en su
significación más genuina, es simplemente la afirmación de que lo ‘absurdo’,
lo ‘inaceptable’, es ‘real’ y ‘admisible’, como decir que tres y uno son lo
mismo, o que Dios -lo Infinito y Absoluto- encarnó en un hombre -finito y
transitorio-, o que se instala en una ostia, o que Dios necesita un
representante, la Iglesia. Hay que tener ‘fe’ para tragarse eso, de ahí que
la ‘fe’ y la ‘razón’ sean irreconciliables.
La teólogos
cristianos, muy hábilmente, han camuflado ese sentido original de la palabra
‘fe’ recubriéndola con otros, más nobles y atractivos, y
‘tener fe’ se ha convertido también en sinónimo de ‘confiar’, ‘tener
esperanza’, con lo que sus enemigos (los ateos, los agnósticos, los
racionalistas) pasan a ser personas de ‘corazón duro’. Esta sutil treta no
pretende sino confundir e identificar creyente con buena persona, confiada y
con esperanzas. No hay más que fijarse en el notable giro en la estrategia
de la Iglesia que, en su apostolado, ha dejado de insistir en los dogmas
(inadmisibles para quien piense un mínimo) para predicar la bondad, la
caridad y otros valores que muy pocos se atreverían a discutir. El
cristianismo quiere hacer de los ‘buenos sentimientos’ su monopolio. Dios es
cada vez menos ‘trino’ para ser cada vez más ‘amor’ y ‘camarada’ en el que
hay que ‘confiar’. Los no-cristianos casi hemos dejado de ser infieles para
pasar a ser casi terroristas bárbaros, porque el cristianismo es definido,
no ya como la Verdad, sino como el Bien.
Si los cristianos se
detuvieran un momento a reflexionar se darían cuenta de que, en realidad, no
se les está invitando a confiar en Dios -del que no saben nada- sino a
‘tener fe’ en la Iglesia y cerrar los ojos ante sus fraudes y maquinaciones.
Se les está engañando y manipulando, como siempre, para mantener incólume el
edificio de una institución siniestra. Quienes rechazan esa estratagema se
hacen ateos o, bien, una vez se ha descubierto que el monte es orégano,
todos tienen derecho a decir majaderías sobre Dios, e inventar sus propias
Iglesias y religiones, ‘y tonto el último’.
Ningún musulmán
entiende que el Îmân sea considerar ‘real’ lo ‘absurdo’ ni acepta que lo
contrario al sentido común sea sensatez, del mismo modo que en el zoco no
aceptaría que le dieran una moneda a cambio de tres iguales. El musulmán no
se deja estafar. Sólo la dejadez y la comodidad nos hacen seguir utilizando
una traducción tan aberrante. El Îmân puede explicarse aproximadamente
diciendo que es la ‘capacidad’ del corazón y su ‘actividad’: es su carácter
abismal, sus honduras, y es sensibilidad, su esponjosidad ante lo que le
viene de Allah, su Señor Verdadero. Y, además, ese latido se expande
externamente, se desborda y crea un mundo reunificado en la percepción del
Uno. No es la aceptación de una locura, sino nuestro saboreo de lo Infinito
y nuestra integración en lo Eterno.
Sólo así
comprenderemos lo que significa que en árabe se diga que el Îmân es ‘con
Allah’ (billâh, donde la
partícula
bi- significa ‘con’). No es ‘fe en’
Allah, sino ‘fluir con’ el Único Real, no cuestionado porque es el Puro
Poder del que el universo entero es testigo con su simple ser. El musulmán
expande su Îmân ‘con Allah’, ‘con sus ángeles’, ‘con los Libros Revelados’,
‘con los Profetas’, ‘con la expectativa de la Resurrección’, ‘con el Destino
para bien o para mal’, tal como lo expresó Rasûlullâh (s.a.s.):
al-îmânu an tûmina billâhi wa malâikatihi wa kútubihi wa ráusulihi wa bil-yáumi
l-âjiri wa bil-qádari jáirihi wa shárrih. No hay nada más alejado que
eso de la ‘fe’ o la ‘creencia’, simples actos mentales de aceptación crédula
que no tienen mayor trascendencia.
Pero, ¿no es cierto
que los musulmanes ‘creemos’ en Allah?, ¿es que no ‘creemos’ en el
Profeta’... Para empezar, Allah no es un absurdo. La humanidad entera lo
intuye, lo presiente, y explica la existencia como resultado de un Poder
Absoluto origen de todas las cosas. Los musulmanes sabemos que ese Poder,
para haber creado, tiene que ser radicalmente distinto de lo creado, es
impensable porque carece de límites, y es inabarcable porque escapa a todas
las medidas. Se trata de algo ‘lógico’ y no violenta para nada la ‘razón’,
no es contrario a lo ‘deducible’ por medios naturales, no va más allá de lo
que somos capaces de asumir sin negar nuestro sentido común. Podemos
escabullirnos, darle la espalda a ese presentimiento, vivir como si tal
cosa, como si no tuviera importancia, pero Allah no deja de inquietarnos en
nuestras profundidades. Los musulmanes aceptamos el reto y orientamos
nuestras vidas en esa dirección, en la de lo Único real, lo Hacedor, sin
convertirlo en un galimatías.
En cuanto al Profeta,
no lo aceptamos como tal sin más. Él ha dejado entre nosotros sus ‘títulos
de Profeta’ y las garantías de su sinceridad: el Corán y la Sunna. Hemos
constatado que nos han llegado fielmente, y son signos que ‘nos han robado
el corazón’, ‘nos han cautivado’ y no podemos negarlo, y eso es nuestro Îmân
en lo referente a Sidnâ Muhammad (s.a.s.). Nos hemos rendido a su argumento.
El Profeta no es un desconocido de quien se nos ha dicho que tenemos que
‘creer’ en él porque hiciera milagros. Está absolutamente presente y su
‘milagro’ no deja de sorprendernos y turbarnos. Por otro lado, su enseñanza
no va contra lo que podemos admitir e, incluso, verificar intensificando
nuestra espiritualidad, como han hecho tantísimos musulmanes. En realidad,
el Profeta es quien ha dado palabras a nuestros presentimientos, y por esa
consonancia nos hemos abierto a él y lo hemos hecho nuestro maestro.
Por ello, el Islam no
conoce ‘los problemas existenciales’ propios de los occidentales. Los
musulmanes no comprenden ‘las crisis de fe’ ni ‘los conflictos espirituales’
de los cristianos. Son impensables o patéticos para alguien que se haya
criado en el Islam. Sólo quienes han tenido contacto con Occidente repiten
entre nosotros esas ‘poses’ con las que muchas veces sus protagonistas no
pretenden más que rodearse de una aureola de bohemia, intelectualidad o
modernidad.
El Islam va a la raíz
de las cosas. Es mucho más telúrico de lo que podemos imaginar. El Islam
coincide y se confunde con el pulso de la vida y de la espiritualidad. No es
un simulacro, sino pura esencia. Ser musulmán es vibrar con eso, de lo
contrario sólo estamos fingiendo ‘ser musulmanes’. No debemos esperar que el
Islam resuelva nuestras dudas, apacigüe nuestros conflictos o nos haga
superar ‘crisis de fe’: todo eso hay que dejarlo atrás, abandonarlo sin más
donde debieran quedar todas nuestras tonterías. Sólo así podremos activar en
nosotros el Îmân que nos expansione con la Verdad que gobierna los cielos y
la tierra. Sólo así podremos afrontar el Gran Reto y encontrar a nuestro
Señor.