ARGELIA, AL-YAÇAIR

 

         Cuando a comienzos del s. XIII el gran imperio almohade se derrumba, Tlemcén (Tlimsân) se convirtió en la capital de los Banû ‘Abd al-Wâd, antiguos nómadas zanâta (bereberes). Este nuevo reino conoció una auténtica prosperidad económica, pero vivió bajo la amenaza de los marîníes de Marruecos y será, a comienzos del s. XVI, anexionado por los turcos de Argel.

 

         Lo que determinó la intervención de los turcos en el país medio de África del Norte e hizo de Argel el centro de un estado vasallo de la Puerta, fue la presencia de los españoles frente a ese pequeño puerto bereber. Durante cerca de tres siglos, la piratería, una forma más que adoptó el Yihâd, procuraba a la regencia turca de Argel ingresos importantes. En cuanto al país en sí, la futura Argelia, dividida en tres provincias, escapaba en parte al control de sus señores orientales, y sus poblaciones nómadas o sedentarias, más o menos independientes, seguían una vida arcaica cuya historia no es todavía y seguirá siendo, sin duda, durante mucho tiempo, desconocida.

 

La Argelia turca

 

         La instalación de los turcos en Argel no fue el resultado de una política de expansión deliberada, concebida y ejecutada por los otomanos. Fue, al contrario, al menos en sus principios, una empresa privada, obra de dos corsarios intrépidos, conocidos en las fuentes occidentales bajo en nombre de los hermanos Barbarroja, ‘Arûÿ y Jair ad-Dîn. Uno y otro, tras haber adquirido en el Mediterráneo un sólido renombre de bravura dando caza a las naves cristianas, acudieron en socorro el Islam africano que salvaron de las campañas españolas.

 

         En 1516, los habitantes de Argel recurrieron a ‘Arûÿ y lo proclamaron sultán, y a continuación adhirió a su capital las ciudades de Miliana, Medea, Tenes y Tlemcén. En esta última ciudad encontró la muerte tras haber resistido en ella un asedio de seis meses contra la armada española (1518).

 

         Jair ad-Din reestableció la situación en un momento comprometido por la desaparición de su hermano. Hizo acto de acatamiento a el sultán otomano Salîm, lo que le valió ganar en prestigio así como el apoyo militar y financiero que necesitaba. Extendió su dominio por Collo, Bône, Constantina y Cherchell y obtuvo en 1529 la rendición del Peñón de Argel, fortaleza que los españoles habían erigido sobre un islote a unos trescientos metros de la orilla.

 

         Convertido en comandante en jefe de la flota otomana en 1533, Jair ad-Dîn fue reemplazado en Argel por Beylerbeys que administraron el país hasta 1587, sea directamente, sea por la intercesión de lugartenientes. Las veleidades de independencia de algunos de ellos incitaron al gobierno otomano a reemplazarlos, en 1587, por pashas nombrados para tres años. Estos últimos fueron relegados desde 1659 a la sombra por los aghas de las milicias, hasta que un nuevo poder se impuso en 1671, el de los deys, que subsistió hasta la toma de Argel por Francia.

 

         Pashas trianuales, aghas y deys fueron con frecuencia juguetes en manos, bien de la milicia (oÿaq) reclutadas sobretodo entre la población de las ciudades de Anatolia, bien de la Tâifa de los raîs (tâifat ar-ruasâ), corporación de capitanes corsarios, que durante tres siglos procuró al tesoro argelino sus mejores ingresos. Los cuatro aghas que se sucedieron entre 1659 y 1671 murieron todos asesinados. En cuanto a los deys, catorce de veintiocho tuvieron la misma suerte.

 

         La organización interior de la administración argelina es mal conocida. Los pocos datos precisos de los que se dispone actualmente en su mayoría se refieren a la época de los deys. El dey, cuando logra mantenerse en el poder, gobierna como soberano asistido por un consejo (dîwân).

 

         A excepción de la zona de Argel que formaba el dâr as-sultân y estaba dividida en siete regiones (watan) administradas bajo el control directo del dey por qâid-s turcos, el conjunto del territorio estaba dividido en tres provincias (beylik), cada una de las cuales tenía a su cabeza un bey, anunciando lo que iba a ser después los departamentos franceses: la provincia de Titari con Meda como capital, la del este con Constantina por centro, y finalmente la provincia del oeste que sucesivamente tuvo como capital Mazuna, Mascara y Orán a partir de 1792.

 

         Los beys, nombrados y revocados por el dey, gobernaban sus provincias ayudados por qâid-s. Pero, por lo demás, la dominación turca era más teórica que real, y las guarniciones del interior del país se mantenían sirviéndose de las rivalidades entre las tribus, verdaderas dueñas del terreno.

 

El Islam en Argelia

 

         Es fácil constatar que en el mundo musulmán, que va de las costas atlánticas de Marruecos al Pacífico con Malasia e Indonesia como países extremos en esta extensísima geografía, casi todo acontecimiento se asocia inmediatamente a un denominador común que es el Islam. El Islam es un trasfondo constante que emerge siempre acompañando cualquier noticia. Una interpretación reduccionista quiere hacernos creer que tal coincidencia no es más que el fruto de la incapacidad propia de pueblos atrasados para salir de un estadio medieval de su historia, casi el fruto de una incapacidad congénita para diferenciar convenientemente religión de política. Y así, la asociación de Islam y acontecimientos actuales también va acompañada de  juicios de valor entre los que los más frecuentes son los de fanatismo, integrismo, barbarie, ausencia de respeto a los derechos del hombre, y un largo etcétera de lugares comunes ejemplificados ampliamente por un constante recurso a la descripción de las insuficiencias y contradicciones de un universo que se debate por salir de un impasse histórico originado por un frustrante encuentro con el llamado mundo moderno que quiere arrogarse una exclusiva histórica. Los análisis más frecuentes de la situación, los que llegan al gran público, están plagados de alusiones rayanas en una especie de etnografía precolonial donde se busca más el colorismo folklorista, la alarma y el sensacionalismo que la seriedad y el rigor. Con excesiva frecuencia se repiten los clichés propios de los estudios decimonónicos entorno al Islam. Hay mucho de atávico en la imagen que Occidente tiene y reproduce constantemente del Islam. Pero sobre todo hay una grave incomprensión hacia un fenómeno que desborda ampliamente los esquemas con los que nos explicamos el mundo.

 

         Efectivamente, la historia reciente demuestra una y otra vez que algo muy mal definido, el Islam, es un factor activo que genera situaciones y tensiones. Ese Islam siempre inconcreto aglutina a pueblos enteros por lo que no puede ser obviado sin más. También es una aberración pensar que es algo que deberá ser superado para que las aguas de la historia sigan su curso natural. Hay mucho de redil en esa concepción de la historia. Y desde luego el Islam es un valor en alza que no sólo hace imprevisible el futuro de gran parte de la humanidad sino que también hace poco probable que la historia vaya a seguir un curso determinable de antemano.

 

         Me propongo en esta introducción al debate perfilar ese trasfondo de los acontecimiento al que llamamos Islam y que se presenta con toda su radicalidad en Argelia. Aunque quizás se haya alcanzado un punto en el que se comienza a dudar con fundamento de la veracidad de las noticias que nos han llegado hasta ahora sobre la tragedia argelina, la cuestión de fondo sigue siendo la fuerza del Islam como detonante de un sinfín de reacciones trastornadoras. Unas elecciones, las de 1992, desencadenaron una tormenta porque demostraron que a pesar de los drásticos cambios a todos los niveles que se introdujeron en el país desde la independencia lo esencial no había sido transformado y es el Islam como vínculo capaz de generar solidaridades activas. En cierta manera, lo que está sucediendo en Argelia no es más que la reproducción de modos tradicionales de resistencia efectiva arraigados en un pueblo que jamás ha aceptado ninguna dominación. Esa cohesión -o ‘asabiya, como la llamaba Ibn Jaldún- que podría haberse considerado extinta, ha resurgido con una fuerza considerable, y es lo que se intenta destruir por todos los medios si se confirma la participación de las mafias, los militares, y el régimen en general, en las masacres.

 

         Para lo que nos interesa, el Islam puede ser definido como la conciencia de lo colectivo entre los musulmanes. Es un cúmulo indeterminable de nexos que salvaguardan sobretodo la independencia como expresión del orgullo de sentirse miembro de una comunidad soberana emancipada por su hondo sentido de la trascendencia de todas las imposiciones de los hombres. Y es un sentir común que cuenta con mecanismos de defensa poderosos. El Yihâd, término que se mal traduce como Guerra Santa, es el esfuerzo sincero que debe realizar todo musulmán por mantenerse como tal, fiel a sí mismo y consecuente con su historia, y no es un aspecto del Islam sino su fundamento mismo. El Yihâd es un poderoso motor que ha alentado a todos los movimientos serios en el Islam y ha protagonizado todas sus rebeliones. En su efectividad se inspiraron los movimientos independistas y sigue siendo la idea-fuerza que opone una resistencia absoluta a cualquier intento por asimilar o diluir a los musulmanes. No se trata de una doctrina concreta sino de algo íntimamente arraigado en la personalidad de los musulmanes que reconocen sus signos espontáneamente. No requiere de ningún tipo de organización sino una sintonía común que sabe ponerse en marcha cuando la situación lo requiere.

 

         La etnografía de la época colonial se complacía en ofrecernos la imagen del musulmán como persona timorata y resignada ante un sentido del Destino que lo hacía pasivo ante el devenir. Y es una imagen que fue repetida hasta la saciedad llegando a convertirse en un intento de explicación aceptado por todos. Sin embargo, los hechos demuestran lo contrario. Jamás el Islam ha predicado la resignación, sino precisamente el Yihâd, el sentido de la lucha como consustancial a la vida misma. Y el Yihàd es un concepto molesto, difícil de integrar en eso a lo que llamamos religión. Por eso fue combatido con energía, desprestigiándolo como expresión de fanatismo religioso e intentando anularlo mediante una hábil política de confusión que pretendía engañar a los propios musulmanes. Sin embargo, su raigambre es absoluta, pertenece a una mentalidad y no a una doctrina y por ello ha sido del todo imposible acabar con la oposición que ha hecho del Islam la única civilización del mundo que en la actualidad se mantiene viva al margen de la totalitaria hegemonía de los valores occidentales. Y para ello no necesita de planes, instituciones o lobbys sino que le basta su propia raigambre en lo más profundo de la personalidad humana, ahí donde le cuesta trabajo llegar a la más sutil de las manipulaciones.

 

         Argelia suele ser presentada como un país casi sin historia. Como sucede con todas las regiones del Norte de África, la mayoría del territorio estaba siempre fuera del dominio de cualquier dinastía o administración central. Los argelinos, organizados en tribus y confederaciones de tribus, llevaban una vida independiente de la que eran celosos guardianes. El Islam es el vínculo supratribal que dota a los musulmanes de la conciencia de pertenecer a una nación mayor y plural, la Umma, que no se identifica con un pueblo concreto sino en la coincidencia en valores supremos. Mientras que la tribu, la lengua, las tradiciones locales, concretan al individuo, el Islam lo universaliza. Amante de su soberanía, el argelino sabrá defender a su tribu, pero también sabrá solidarizarse contra el enemigo que amenace al Islam en su generalidad. Y esto lo comprobaron los franceses a partir de 1830. La historia del Norte de África es la de esas tensiones. Pero a pesar de todo, aun en la ausencia de administraciones centrales, no se trataba de un país en la anarquía, como también se ha presentado con frecuencia el Blad as-Siba, el país que vive al margen del poder de las dinastías locales de Argel o Tlemcén. Una sólida red de mezquitas, escuelas y zocos, sin jerarquía ni articulación concreta, era capaz de crear esa sintonía desencadenante de las rebeliones.

 

         Desde prácticamente el principio de la ocupación colonial en 1830 y hasta 1847, el emir Abdelkader sostuvo el estandarte de la liberación y llevó a cabo una lucha con frecuencia victoriosa contra los franceses. La lucha armada del emir Abdelkader tuvo gran trascendencia acabando por afectar a Marruecos que le suministraba hombres y armas, adquiriendo el conflicto un carácter global entre Francia y Marruecos con la batalla de Isly que tuvo lugar no lejos de la frontera con Argelia.

         Hacia 1860, la primera revuelta armada de los Ulad Sidi ash-Shij, al sur de Orán, amenazó seriamente la presencia extranjera en Argelia. Los Ulad Sidi ash-Shij retomaron la lucha en 1882 con la misma intensidad. Entre tanto, en 1871, estallaba la revolución de Muqrani en el levante argelino que causó grandes problemas a la dominación francesa.

 

            Hubo otras muchas luchas armadas que, si bien fueron menores en importancia, constituyeron al menos un tema de seria preocupación para el colonialismo francés. El levantamiento de los dahra, liderado por Bumaza, se extendió por más de doscientos kilómetros entre Tenes y Mostaganem. Por su lado, el levantamiento de los zaatchas en el este argelino fue dirigido por Buzián y puso en jaque a las tropas coloniales durante bastante tiempo. En Miliana, en el Sáhara, en el Aurés, por toda Argelia aparecían intermitentemente grupos o tribus dispuestas a alzarse contra la ocupación, siempre al lado de hombres que los convocaban en nombre del Islam y la dignidad de los musulmanes.

 

         La enumeración que acabamos de hacer no tiene otro objeto que el de subrayar una constante: la resistencia inquebrantable de todo un pueblo en su combate contra las dominaciones. Celosos guardianes de una independencia ancestral que nadie había logrado jamás subyugar, los argelinos no dudaron en pagar un precio elevado por mantener su protagonismo como herederos y dueños de su tierra y su forma de vivir. Los quince años de guerra que duró el levantamiento del emir Abdelkader costaron cientos de miles de vidas sobre un total de cuatro millones de habitantes que tenía Argelia en 1830. Se habla incluso de dos millones de muertos, lo que equivaldría a que la mitad de la población fue abatida en una empresa desesperada por ocupar su territorio. Los franceses se habían propuesto dominar los campos, las montañas y los desiertos, algo que jamás nadie había conseguido antes, y para lograrlo no dudaron en masacrar al pueblo argelino. La sanguinaria colonización francesa sólo acabó con la inmolación de entre un millón y un millón y medio de argelinos que costó la revolución que llevó la independencia al país. A estas cifras astronómicas habría que añadir los varios cientos de miles de víctimas en los demás enfrentamientos que escalonan la historia colonial de Argelia. Nadie podrá contar ya los muertos de los Ulad Sidi ash-Shij, de los zatchas, o los de la rebelión de Muqrani que levantó a todo Argelia contra la dominación europea.

 

         La revolución que comenzó el primero de noviembre de 1945 y que triunfó finalmente se inscribe en este movimiento permanente, el del rechazo global de un pueblo a someterse, a plegarse ante la fuerza brutal y mortífera de unos ejércitos todopoderosos bien equipados de ciencia y tecnología. Muchas veces, ese pueblo se vio obligado a recular ante la fuerza ciega y bárbara de la superioridad de las máquinas de muerte lanzadas contra él. Sus esfuerzos, llevados a sus extremos límites, tenían necesidad de tiempo en tiempo de una pausa, para no romperse, para no fracasar definitivamente. Pero, respondiendo a una llamada inapelable surgida de lo más profundo de sí mismo, el pueblo argelino necesitaba retomar su destino para renacer e imponer su derecho a la vida. Como expresaba Ahmad ben Bella ante la conferencia del Consejo Islámico de marzo de 1985, un factor irrigaba permanentemente ese comportamiento e impulsaba los resortes mentales que lo posibilitaban: el Islam. El primer presidente que tuvo la Argelia independiente continúa diciendo: “En ese terreno fecundo se anclaban nuestras motivaciones más profundas, nuestras latencias. El Islam es nuestro santuario. Cuando tenemos que realizar un gesto capital, un esfuerzo supremo, cuando el muro de nuestras certezas se resquebraja, cuando los golpes nos llueven y nuestro ser más profundo se ve amenazado, es hacia ese santuario hacia el que nos volvemos y en el que buscamos refugio, para retomar aliento, para encontrar fuerzas y continuar el combate”.

 

             Es el Islam, con sus enseñanzas sencillas y su estructuración acéfala, el que teje la textura que da forma a la vida de los pueblos musulmanes, construyendo solidaridades que saben expresarse en los momentos necesarios. El colonialismo fracasó en el mundo musulmán porque no comprendió esto y se limitó a ejercer un dominio que nunca consiguió trastocar las motivaciones más íntimas, las cuales ni fueron intuidas por quienes se propusieron ejercer un colonialismo más radical. Por ello, la presencia colonial en el Islam fue especialmente sangrienta. Incapaz de convencer tuvo que mantenerse con el uso de una fuerza que no se arredró ante la práctica del genocidio.

 

         Desde hace catorce siglos, el factor islámico es el nudo gordiano de las latencias de los pueblos del Magreb, el núcleo central sobre el que se asienta su identidad. Los magrebíes son el resultado de los desafíos lanzados a su Islam, a su forma de sentir las cosas, a su cosmovisión particular en la que cuentan  con recursos para ser protagonistas de su realidad. La ausencia del Islam implica un vacío que relega esos pueblos a la incapacidad. Pero esto no quiere decir ni debe ser interpretado maliciosamente como cerrazón y miedo ante cualquier cambio: efectivamente, la relación del Magreb con el mundo cristiano ha sido con frecuencia una relación de enfrentamiento que no ha logrado trastocar al Islam, pero tampoco diseña los contornos de un futuro inevitable. Ha habido también grandes y brillantes momentos de síntesis, de apertura hacia el otro, de espacios de encuentro, que pueden ser rememorados para presentir otro futuro en los que las civilizaciones se fecunden mutuamente sin necesidad de dominación.

 

         Otro de los estereotipos es el del inmovilismo del Islam. Se trata esta de una acusación que se desvanece cuando se constata que la querella del Islam no está dirigida únicamente hacia el exterior. En su esfera interior, el Yihâd es también una constante: no hay ninguna fobia al extranjero, sino resistencia a todo lo que coarte la plena realización de lo que posibilita el Islam. Es por ello por lo que los que conocen la historia del Islam saben que todas las querellas interiores se han hecho también en nombre del Islam, en nombre de un Islam que busca un Islam más puro, más de todos. Y no se trata de ningún reformismo religioso sino de la expresión, los anhelos, en términos que implican y comprometen a todos.