LA JUSTIFICACIÓN DEL ISLAM
La irrupción avasallante del colonialismo en tierras del Islam tuvo múltiples
consecuencias profundamente trastornadoras. Las repercusiones han sido
estudiadas a diferentes niveles, pero no se ha analizado suficientemente su
influencia en el Islam como tal, de modo que el ‘Islam’ reconfigurado por
el hondo complejo que significó el éxito del colonialismo es confundido
demasiado a menudo con el verdadero Islam, el que tiene vida y expresión
propias. Queremos decir que el Islam que se suele enseñar, el que
‘predican’ la mayoría de los musulmanes actuales, el Islam de los
Estados, los colegios y la televisión, el reivindicado por muchos de los
movimientos islamistas, aquél con el que resulta más fácil entrar en
contacto, poco tiene que ver con el que se vivía hace apenas un siglo y que
se sigue viviendo, afortunadamente, en los márgenes de todo lo ‘oficial’,
es decir, en los márgenes (todavía muy amplios) de la ‘religión islámica’
que resultó de esa confrontación -desde el complejo de inferioridad- con
Occidente.
A finales del siglo
XIX y principios del XX, una nueva generación musulmana se debatía en un
medio hostil y tenso, cargado de prejuicios y confusiones. Con una estrategia
firme y bien diseñada, el colonialismo desarraigó a los musulmanes, les
impidió el contacto con sus fuentes tradicionales, interrumpió la normal
comunicación del Islam en la que los musulmanes eran protagonistas e
independientes, y lo logró de dos maneras distintas: con la destrucción física
o la corrupción de sus representantes y de los medios en que se mantenía
viva la trasmisión (madrasas, mezquitas, zawiyas, zocos, todo ello era
descentralizado y, a la vez, cohesionador), y, por otro lado, desprestigiando
el Islam tradicional (que era el que oponía una enconada resistencia a las
pretensiones de Occidente). A ello hay que añadir la creación artificial de
élites inofensivas que, sabiéndolo o ingenuamente, hicieron de pantomima en
medio de esa estrategia destinada a desarticular la tenaz insumisión del
Islam. La política colonial es todavía seguida fielmente por los regímenes
‘indígenas’ que sustituyeron a la administración extranjera.
Se propagó la idea
de que el Islam de toda la vida había sido incapaz de evitar su derrota
frente a la prepotencia colonial, que el Islam estaba anquilosado y era
incapaz de sobrevivir, sembrando eficazmente entre los musulmanes más jóvenes
(de cuya educación, directa o indirecta, se hizo cargo el colonialismo) la
desvalorización de sí mismos. Y ese desdén fue el detonante de una toma de
conciencia que pretendió ‘salvar’ el Islam de su agonía, con una
renovación que lo pusiera a la altura de los tiempos. Comenzó el Islâh,
la Reforma (la Modernización), cayendo sus representantes en una trampa mortal. No
vamos a censurar la sinceridad y nobleza de sus intenciones -por lo demás,
indudables-, pero el Islah marcó un punto de inflexión que fue
alejando aún más al Islam de sus raíces y de sus posibilidades.
El ‘Occidente’
que podían conocer los protagonistas del Islah (que hicieron de
la Universidad cairota de al-Azhar su feudo) era el de los militares y los
misioneros, los estrategas para la consumación y la justificación del
colonialismo. Lo que se ofrecía a los musulmanes como ‘ cultura moderna’
es la que hoy consideramos reaccionaria o, en el mejor de los casos,
simplemente como mediocre. Pues bien, será ese ‘Occidente de los militares
y los misioneros’ el que servirá de modelo para el replanteamiento del
Islam. Y, recordemos, que la confrontación se hizo desde un gran complejo de
inferioridad ante los vencedores, y ello es fácilmente rastreable en la
amplia literatura que generó el movimiento del Islah. También
debemos recordar que fueron varias las soluciones que se plantearon para salir
del atolladero en el que se encontraba la ‘conciencia de los árabes’, y
hubo respuestas que querían encontrar la salvación en fórmulas siempre
extranjeras: el laicismo, el nacionalismo, el cientifismo, etc. Cada una de
esas supuestas soluciones era un desgarro y un factor de desintegración. A
esta efervescencia (urbana y culta, entendiendo cultura como acomodación a
Occidente) se le dio el nombre tendencioso de Nahda,
Renacimiento (árabe), del que las
generaciones actuales aún se sienten profundamente orgullosas.
Ese amplio movimiento
fue el abanderado de un ‘despertar’ prestigiado y oficial porque supo
hacer uso de un discurso ‘modernizado’ y empleó los novedosos medios de
difusión que el colonialismo trajo consigo. Se instalaron en el mundo del
Islam los circuitos de trasmisión que son habituales en Occidente (imprentas,
editoriales, periódicos, universidades, asociaciones), y en los que esa nueva
cultura ‘árabe’ (o arabo-islámica) tuvo la hegemonía casi absoluta. Los
reformistas se propusieron desde el principio depurar el Islam de todo aquello
que los expertos occidentales entendían como degradante: las supersticiones,
el tribalismo, el libertinaje, el oscurantismo de los sufíes, el gusto por la
anarquía,... que fueron sustituidos por una versión estrecha del Islam
justificada en una lectura tendenciosa de las fuentes que buscaba alzar al
Islam hasta las mismas cúspides que había conquistado Occidente idealizado
en la aceptación o el rechazo.
Los artífices de las
independencias formales se apoyaron y se apropiaron de esa ideología
arabo-musulmana que pretendía poner al Islam en pie de igualdad con las
tendencias del momento, un Islam reformulado e institucionalizable que tenía
como modelo los avances de los occidentales, los valores con los que ‘habían
pasado a dominar el mundo’: orden, jerarquía, moral, ciencia, disciplina,
nacionalismo,... que se han convertido en los grandes eslóganes del Islam
moderno.
Era lo lógico: es
imposible encontrar un respaldarazo a los Estados en el Islam tradicional. Sólo
un Islam convertido en ideología, o, mejor dicho, metamorfoseado en ‘religión’,
un Islam que fuera caricatura de sí mismo, podía ser un elemento de
consolidación de un Estado moderno, al igual que el cristianismo era un
instrumento de poder y de control en Occidente.
Todo lo dicho,
evidentemente, no es más que un esquema general. En todo ese proceso se
entrecruzaron muchas tendencias y protagonismos personales, fidelidades,
puntos de vista, grados de conciencia, formación, compromiso y radicalidad,
todo en medio de reflexiones y capacidades muy dispares, y muchas de ellas
supusieron aportaciones inestimables. Pero el resultado, en cualquier caso,
fue un discurso nuevo sobre el Islam en el que primaban la obsesión por la
pureza (salafismo, es decir, un retorno a las fuentes, que son reinterpretadas
sin el peso de los siglos intermedios y con ‘ojos nuevos’, es decir,
educados por Occidente), la obsesión por la unidad (panislamismo), la obsesión
por la organización (movimientos y partidos islámicos) y la obsesión por
justificar el Islam (materias escolares, carreras universitarias,
publicaciones divulgativas,...). Y de ello ha derivado la imposibilidad de
vivir el Islam con naturalidad.
Ese Islam patético,
fácil de entender, abarcar y clasificar, fue y es identificado con el Islam
auténtico y elevado a la categoría de ortodoxia, y desde ese prisma se
analiza el pasado. Todos los tópicos del cristianismo (su teología, su
historia, sus tendencias,...) encontraron su eco en esa nueva imagen de
pretensiones absolutas.
Ya en los años
veinte, el Sháij Sidi Ahmad al-‘Alawi decía que el Islam, tras haber sido
la sensibilidad con la que los musulmanes se relacionaban con la existencia,
se había convertido en una trinchera, en pura reacción. Nunca antes los
musulmanes habían tenido que justificarse ni defenderse. Se reconocía en el
Islam una fuerza que te hacía ser musulmán espontáneamente. Pero con el Islah
la necesidad de una ‘explicación’ sustituyó la ‘vivencia’. Y ello es
puramente ‘cristiano’. Se hacía necesaria una teología, una ética, una
jerarquía, un soporte que diera sentido a ser musulmán, y puesto que no
existía había que aprenderlo de los militares y de los misioneros, y,
simplemente, ponerlo en árabe y adornarlo con unas cuantas citas coránicas.
Se instalaron en la
conciencia de los ‘árabes’ nuevos mitos, muy significativos. En sus Rasâil,
Hásan al-Bannâ (el fundador del pujante movimiento de los Hermanos
Musulmanes) aludía con admiración a Mussolini. Él, por supuesto, no era
fascista ni defendía el fascismo, cuyas implicaciones seguramente desconocía,
pero que un europeo reivindicara con orgullo el pasado de su nación y buscara
recuperar para su pueblo esa gloria, era un modelo válido y digno de
consideración, y se lamentaba de que los musulmanes -que tenían más motivos
para sentirse satisfechos por su pasado- se hundieran en la decadencia y la
aceptaran. Esto, que en principio puede sonar bien, significaba de hecho
admitir la historia que los arabistas habían elaborado del Islam y trabajar
con ella como referente, con juicios de valor e interpretaciones ajenos en el
fondo a la sensibilidad islámica más fiel. Era inevitable utilizar el
‘nuevo lenguaje’, con todas sus connotaciones, en el que los únicos
diestros eran precisamente los occidentales, sin que se hiciera -tal vez
porque era imposible- una crítica suficiente.
Ello implicó una
revisión del Islam, una revisión que se camufló bajo el disfraz de la
necesidad que había entonces de volver a divulgar el Islam. El desarraigo, la
dispersión, la desarticulación, todo ello había alejado a los musulmanes de
sí mismos. El Islam que fue predicado a partir de entonces era el Islam
reaccionario y mediocre que salía de las mentes de quienes padecían de un
fuerte complejo ante los occidentales. La revisión consistió en una selección
y una simplificación, que es el Islam oficial actual en el que impera una
moral decimonónica y unos planteamientos trasnochados, y que sí tiende al
anquilosamiento. Las víctimas de ese Islam son las del cristianismo: las
mujeres, los disidentes, los artistas,... En el tan llevado y traído
‘oscurantismo’ de los musulmanes hay más de cristianismo que de Islam.
Casi todas las publicaciones en los últimos decenios destilan esa ‘ideología’ que justifica los grandes principios del Islam en una moral y una concepción de la vida que no son islámicas. Los grandes autores de estos tiempos -y en ello no hay más reproche que el de no haber sido más críticos o más imaginativos- explican el Islam a quienes las nuevas condiciones impiden un acceso normal a las fuentes tradicionales, de un modo ingenuo que hace del Islam una variante de la mentalidad cristiana. La falta de tiempo, la carencia de auténticos maestros, el bajo nivel en lengua árabe, todo ello allana el camino para el triunfo de la versión simplista del Islam. Los esfuerzos de los ‘ulamâ modernos, licenciados en al-Azhar u otras universidades de prestigio -guiados sin duda por la mejor de las intenciones-, desvían a los musulmanes aún más de una genuina vivencia del Islam, dándoles como sucedáneo una ‘religión’ pobre, más o menos radical o integrista, acorde quizás con las circunstancias en las que se debate el Islam en la actualidad, pero que impide una verdadera profundización y una verdadera comprensión de la infinita magnitud del Islam.
A la par, el Islam
tradicional seguía, a pesar de todo, trasmitiéndose como siempre, y
aparecieron personalidades de una gran talla, genios excepcionales, como el Sháij
Sidi Ahmad al-‘Alawi, cuyos manuscritos se pasaban de mano en mano o se
comunicaban oralmente, y en torno a los cuales se formaban escuelas de gran
calado social, pero que existían fuera de los circuitos académicos (con muy
escasas interferencias entre ambos mundos), y sus aportaciones fueron
relegadas a la categoría inferior de lo ‘popular’. Y es que el Islam
sigue viviendo en sus gentes mientras el círculo intelectual y pretencioso de
las élites se arroga una representatividad de la que carece. Sólo su
abundancia de medios y su control sobre los mass media les proporcionó el éxito
de la apariencia, lo que siempre ha generado grandes contradicciones y
conflictos. Pero no hay que desdeñar la importancia de esa apariencia que
arraiga aceleradamente y va imponiendo su lenguaje. En los círculos
tradicionales más apartados es respirable cada vez más la influencia del
Islam prestigiado y moderado del Estado y la enseñanza pública o el Islam
agresivo de los movimientos ideológicos, que en poco sustancial se diferencia
del anterior. Además, no se suele hacer diferencias, con lo que la confusión
facilita las mezclas e intercambios.
Con todo lo dicho en los apuntes anteriores no pretendemos presentar un panorama desalentador. Al contrario; si los intensos y apasionados fenómenos que hemos descrito demuestran algo es la vitalidad y la voluntad de sobrevivir del Islam, en el que palpita indiscutiblemente une espíritu joven de un dinamismo incuestionable. Más importante que las soluciones que se den en cada momento a lo que las circunstancias plantean, es el ímpetu creativo y combativo que sitúa al Islam en la condición de alternativa a un mundo uniformizado por la esterilidad de un pensamiento único. Esa pugna es la esencia misma del Islam, lo inalterable.