JUTBAS
Primera
Parte
al-hámdu
lillâh...
El
cumplimiento del Salât en su momento, conforme a todas sus condiciones y
respetando sus reglas, es esencial. Nuestro Salât debe ser
exacto, porque es importante. Sólo se hace de cualquier manera lo que no
tiene relevancia. Para lo que la tiene, siempre somos cuidadosos. Por ello
mismo, el Salât debe gozar de toda nuestra atención.
El
Salât tiene un valor extraordinario, a todos los niveles; y como todas las
cosas valiosas, tiene su precio, y su precio es la seriedad y el rigor con el
que tenemos que cumplirlo. El Salât es la columna vertebral del Islam, y
debe serlo de cada musulmán y de la comunidad de los musulmanes. Sus beneficios
son infinitos, a todos los niveles. El Salât es bueno para el musulmán,
es bueno para su vida diaria, para su cotidianidad, es bueno para su cuerpo, es
bueno para su salud, tanto su salud física como para la espiritual, es bueno
para su corazón y para su espíritu, y cada uno de sus Salât es un
triunfo suyo ante Allah, y le servirá en la tumba y cuando esté delante de su
Señor.
Cinco
veces al día, el musulmán se levanta para realizar unos gestos poderosos y de
profundo calado, los del Salât, expresando con todo su ser su absoluta
rendición a Allah. Con cada Salât, el musulmán claudica de verdad y se
sumerge en las inmensidades de su Señor. Deja atrás sus tonterías, su
desidia, sus problemas, sus desgracias, sus éxitos y sus fracasos, sus logros y
sus frustraciones, sus miedos y sus ilusiones, todo ello lo olvida para saborear
durante unos instantes el vértigo que produce intuir a Allah. Con ello se
acerca a su Señor, es decir, va profundizando en el verdadero saber, el saber
en las raíces de la realidad. Acercarse a Allah es avanzar en la percepción de
la desmesura representada por la palabra Allah. Y el Salât nos pone
siempre al borde de ese abismo infinito, y ahí somos capaces de agigantarnos,
de hacer inmenso nuestro entendimiento, de hacer eterno nuestro instante...
Debemos
hacer un esfuerzo por aprender las reglas del Salât, y que encontramos
con facilidad en los tratados de Fiqh. Tenemos que conocer cuándo y cómo se
debe hacer, y cuáles son todas sus condiciones, para que sea válido. La
ignorancia invalida el Salât. La ignorancia lo invalida todo.
Por ello, el musulmán debe practicar el Islam con conocimiento. Sin
aprender, no se puede hacer el Salât. Con nuestro aprendizaje del modo
de hacer correctamente el Salât hacemos un homenaje al saber, y hacemos
de él el eje de nuestra espiritualidad, y así damos pasos firmes y no caemos
en arbitrariedades, caprichos ni frivolidades.
Pero
al igual que debemos dedicar tiempo al aprendizaje de las formalidades que dan
cuerpo al Salât, tal como ya lo hacemos en esta mezquita nuestra algunas
tardes a la semana, no debemos escatimar tiempo al estudio de las reglas que lo
rigen interiormente.
En
la jutba de la semana pasada mencionamos que el espíritu del Salât
es la Nía, la intención, que debe ser pura, es decir, que debe convertirse en
Ijlâs, en acto realizado exclusivamente por y para Allah. Una vez que
hagamos de nuestro Salât un acto desinteresado y puro, un acto de
claudicación absoluta ante Allah, entonces deberemos profundizar en el Jushû‘,
el sobrecogimiento que produce el sentirse ante Allah: cuanto más intenso sea
ese sobrecogimiento, más abarcaremos en nuestra comprensión de la grandeza de
Allah y mayor será el océano que tendremos ante nosotros, y significará que
hemos dejado muy atrás nuestro mundo de insignificancias y miserias. Para
avanzar en el Jushû‘ tendremos que aprender a concentrarnos durante el Salât.
A esa concentración se la llama hudûr al-qalb, presencia de
corazón: nuestro corazón debe estar presente. Toda dispersión durante el Salât,
toda pérdida de atención, nos hace perder la oportunidad de aprovechar lo que
nos ofrece.
Cuando
nos pongamos de pie para empezar el Salât, eso debe significar que estamos
completamente dispuestos para Allah, que nos hemos puesto de pie para lo que Él
quiera. Y esa postura erguida cobrará entonces una especial intensidad. Cuando
nos agachemos llevando las manos a las rodillas y finalmente cuando llevemos la
frente al suelo, esas posturas deben ser la de alguien completamente rendido, y
entonces las viviremos como culminación de la búsqueda que habíamos
emprendido de Allah, de nuestro Señor, del Dueño de nuestros instantes, de la
Verdad que gobierna los cielos y la tierra. En cada uno de esos momentos nuestro
corazón debe estar completamente presente, saboreando lo que significan esos
gestos radicales del Salât.
Tenemos que empezar
por lograr que nuestro corazón esté presente durante el Salât. El hudûr
al-qalb, la concentración, es fundamental. Ahora bien, sólo nos concentramos
en lo que nos interesa, en lo que es importante para nosotros. Seremos incapaces
de concentrarnos en el Salât si para nosotros es un juego o un entretenimiento.
Si vemos que durante el Salât la mente sigue su propio derrotero y no
está en lo que tiene que estar, es porque estamos lejos de valorar el Salât.
No debemos valorar el Salât sólo teóricamente, sino cuando lo estamos
haciendo: ahí es donde está la cuestión. No debemos hacer del Salât
la oportunidad para elucubraciones místicas, sino que debemos hacer de él una
práctica real que nos transforme. Y eso es lo que cuesta trabajo. Por ello,
debemos alimentar nuestro Îmân, nuestra sensibilidad espiritual, debemos
calibrar la magnitud de Allah, debemos conocer las trampas de nuestro egoísmo,
de la egolatría a la que estamos entregados y que nos impide trascender.
Debemos reconocer la insignificancia de nuestras cosas y la inmensidad de las
‘cosas de Allah’. Cuando hayamos profundizado en todo ello, nos resultará fácil
concentrarnos en el Salât porque sabremos que nos va mucho en ello. Tendremos
que hacer al principio un gran esfuerzo: recordarnos siempre a nosotros mismos
ante Quién nos situamos cuando nos ponemos de pie para hacer el Salât. Ello
nos ayudará mucho si somos capaces de mantener la tensión, para que nos acompañe
dándole intensidad a todos los momentos del Salât. Debemos desarrollar
una himma poderosa, una gran energía espiritual. Y somos capaces de ello: en
nuestro corazón está la semilla de la himma, del poder del espíritu. Cuando
la himma crezca en nosotros hará que seamos capaces de sacarle fruto a todas
las cosas, y en especial al Salât...
Otra cosa importante
es que durante el Salât prestemos atención a las palabras que
recitamos. Se trata de que las comprendamos, no de que sólo las repitamos.
Aunque logremos tener el corazón presente, eso no quiere decir que prestemos
atención al significado de las palabras que debemos decir durante el Salât.
La comprensión, el Fahm, es algo añadido a la simple concentración. Por muy
concentrados que estemos durante el Salât se nos puede escapar la
significación del Corán, pues puede que nos hayamos concentrado sólo en los
sonidos. Eso es fácil; es más difícil centrarse en la significación porque
implica que desechamos todas las ocurrencias vanas que nos asaltan cuando
intentamos concentrar nuestra atención no sólo en la forma de las cosas sino
en su interior.
Es
de gran ayuda para todo lo anterior el aislamiento, cerrando nuestros ojos y
nuestros oídos para que no llegue a nosotros nada de fuera que pueda alterar
nuestra concentración en los significados. Aunque realicemos el Salât
en compañía -pues así tiene más valor ya que se le añade el mérito de la
comunidad- debemos esforzarnos por aislarnos mientras lo realizamos. Por ello,
los Sahâba, Compañeros de Muhammad (s.a.s.), preferían ponerse
pegados a la pared de la Qibla, y no levantaban la mirada del suelo, ello para
ayudarse en la concentración. De ahí viene también que esté mal visto que
las mezquitas estén decoradas, porque los adornos distraen.
Pero
lo más normal es que lo que nos entretenga durante el Salât tenga un
origen interior, y ahí no hay más remedio que forzar la atención una y otra
vez hasta que nos habituemos y seamos capaces de reunificar nuestro disperso
mundo interior. Ello sólo se logra con la práctica, con la paciencia y con la
disciplina. Y las bendiciones que ello supone no tardarán en verterse sobre
nuestra vida cotidiana. La paz que logremos alcanzar en cada uno de nuestros Salât
se transformará, in shâ Allah, en calma con la que afrontaremos nuestras vidas
desde la sabiduría. Pero su fruto supremo es la paz con Allah, que es un Jardín
de eternidad para los musulmanes, un placer infinito que trasciende todas las
cosas...
Segunda Parte
Lo
verdaderamente importante es que durante el Salât no dejemos ni un
segundo de ser conscientes de la Inmensidad de Allah. Esto es lo esencial. El Salât
debe producirnos vértigo. Somos capaces de imaginar lo eterno, lo infinito, y
eso es precisamente lo que debemos hacer durante el Salât, y esa es
nuestra Vía hacia la Realidad Inimaginable de Allah. A esta operación se la
llama Ta‘zîm, Magnificación. Ahondaremos en el Ta‘zîm con
el conocimiento progresivo de lo que realmente significa para los musulmanes la
palabra Allah. Imaginando su desmesura, su carácter desproporcionado, sus
horizontes indelimitables, forzando en nosotros la percepción de todo ello,
empezamos a adivinar la magnitud de esa Palabra que da Nombre a lo
Irrepresentable.
Eso
es lo que nos sumergirá en el Ta‘zîm, en la Magnificación de Allah,
en su glorificación verdadera, que consiste en ‘sentirlo’. Y quien siente a
Allah es arrebatado por la Háiba, por el terror reverencial. Ante la
Inmensidad, el ser humano se hace consciente de su pequeñez. Si esto no produce
vértigo es que no hay verdadera valoración de lo que quiere decir la palabra
Allah. Y en ese pánico también hay esperanza: en la háiba hay Raÿâ, pues el
que está haciendo en Salât sabe que la Inmensidad le ha prometido su
Misericordia, su Rahma, es decir, su exuberancia infinita. Es así como
se mueve entre dos polos: la háiba, el temor, le permite calibrar la Grandeza
de la Verdad que lo ha creado y lo mantiene en cada instante; y el Raÿâ (la
esperanza, la ambición) le hace seguir hacia adelante, esperando encontrar el
fondo de placer infinito que hay en las profundidades de Allah, el Señor de los
Mundos.
En
cada Salât hay, pues, conocimiento de Allah y conocimiento de sí mismo,
conocimiento de la Inmensidad en la que residimos y conocimiento de nuestra
pequeñez, de nuestra absoluta dependencia. Nuestra subordinación, nuestra
‘ubûdía, nuestra sujeción a Allah, es el cordón umbilical, es el lazo que
nos relaciona con Él y es donde debemos insistir para llegar a Él.
Conquistamos a Allah sometiéndonos a Él. Entramos en su Jardín por la puerta
de la claudicación ante Él. Esto es radicalmente importante, y es la clave de
todo. Al llevar la frente al suelo, momento culminante del Salât,
devolvemos cada cosa a su sitio: nos hacemos infinitamente pequeños ante el
Infinitamente Grande, y es el instante de la coincidencia en la que nos resulta
posible saborear el significado del Tawhîd, el de la Unidad, que es el
ideal que está en los orígenes del Islam. Pedimos a Allah que nos guía por la
vía de su complacencia, que es la de la satisfacción en la que todo es
cumplido en la exuberancia de su Rahma...
du‘â
...