JUTBAS
Primera
Parte
El
estudio es ‘Ibâda, y el estudio y aprendizaje del Islam es, con más razón,
una ‘Ibâda especialmente intensa. Se llama ‘Ibâda a toda acción con la
que el ser humano orienta su ser hacia Allah, reconociéndolo como su Único Señor
y esperando su misericordia, y es ‘Ibâda correcta cuando realiza ese acto de
modo conforme a la Revelación. Puesto que tanto el Corán como la Sunna elogian
el estudio, éste es una ‘Ibâda meritoria, es decir, una forma positiva e islámica
de acercarse y de agradar a Allah.
Una ‘Ibâda es un
deseo y una forma de ‘estar en
presencia de Allah’: cada vez que una persona se recoge y se concentra para
estudiar el Islam, está ante Allah. Y sabemos que para estar correctamente ante
Allah hay que haberse preparado y purificado previamente. Al igual que a ningún
musulmán se le ocurre empezar el Salât sin haber realizado antes las
abluciones necesarias, el estudio del Islam exige un paso previo que consiste en
dejar atrás toda forma de ser y de actuar contrarias a la nobleza de carácter
y de comportamiento que nos exige el Islam. El Salât es una ‘Ibâda
del cuerpo y exige una purificación material que tiene el agua como elemento.
El estudio es una ‘Ibâda del corazón y exige una ablución interior que
tiene como elementos purificadores la intención y el compromiso por mejorar
espiritualmente con el estudio: de lo contrario se estaría perdiendo el tiempo
al igual que sucedería con el Salât que no va precedido de las abluciones
necesarias.
Todo esto es muy importante, y lo resumimos diciendo que lo primero que tiene que saber un musulmán, antes de empezar a profundizar en su conocimiento del Islam, es que sólo aprovecha la bondad que hay en la Revelación quien es puro de corazón, quien actúa movido por la nobleza y la generosidad, quien supera el egoísmo y el interés que por desgracia son la norma en la mayoría de los seres humanos. Es imprescindible proponerse desde el principio la superación de esos escollos distorsionadores. Efectivamente, son distorsionadores porque no nos permitirán aprovechar realmente lo que el Corán y la Sunna nos quieren comunicar. Quien se acerca a esos saberes puros sin haberse purificado previamente los contaminará son su ignorancia y su arrogancia, los enturbiará con sus inclinaciones personales, los interpretará de modo conforma a sus caprichos, los mezclará con sus fantasmas, y los estropeará con su mediocridad.
La
ciencia más útil de todas es la que nos enseña a eliminar nuestros defectos
para que todo lo que aprendamos después nos sirva realmente de provecho y
encuentre en nosotros una tierra fértil en la que germinar. La envidia, las
rencillas, la falsedad, el odio, el orgullo, la avaricia, la cobardía, la
avidez, el nerviosismo, el amor al poder, el apego a la celebridad, el deseo de
destacar,... todos son enemigos del auténtico saber. Nadie sabe realmente
mientras sea dominado por alguna de esas pasiones. Nadie es verdaderamente sabio
si su conocimiento está bajo la influencia y la preeminencia de una forma de
ser y de actuar innoble. Sabio es el que ha dado los pasos correctos, el que se
ha purificado antes de estudiar, el que se ha convertido a sí mismo en tierra
abonada para que fructifique lo que el saber permite.
Por
ello, en el Islam se habla de dos tipos de ‘ulamâ, es decir, de dos tipos de
conocedores del Islam. A unos se les llama ‘ulamâ as-sû, los sabios de la
maldad, que son aquellos en los que predominan las cualidades más bajas, y han
aprendido el Islam para hacer de ese saber una herramienta con la que satisfacer
las exigencias de su egoísmo y sus inclinaciones más viles, que son lo que
realmente impera en ellos. Los ‘ulamâ as-sû, los sabios de la maldad, son
los que han aprendido el Islam para enriquecerse, por interés personal, porque
en el fondo son avaros; y son también los que lo han aprendido para falsearlo y
ponerlo al servicio de los poderes establecidos, para ganarse así el favor de
los poderosos, y lo hace porque en el fondo son cobardes; y son ‘ulamâ as-sû,
sabios de la maldad, los que aprenden el Islam para ser alguien y censurar a los
demás, porque en el fondo son inseguros; y hay una infinidad de ejemplos de
‘ulamâ as-sû con los que es lamentablemente fácil toparse en la actualidad
ya que se ha perdido la vergüenza que, en el mundo musulmán, antes impedía
muchas veces esas cosas. Hay también una gran cantidad de hadices en los que
Rasûlullâh (s.a.s.) nos advierte contra esta clase de sabios que hacen daño
al Islam y a los musulmanes. En cierta ocasión dijo: “Quien aprenda la
ciencia del Islam para disputar con sus sabios o para confundir a los
ignorantes, o para atraer la mirada de la gentes hacia sí, ése estará en el
Fuego”. Y también dijo: “Quien aprenda la ciencia con la que sólo se debe
desear a Allah para alcanzar con ella cualquier algún otro objetivo mundanal,
no saboreará el Jardín el Día de la Resurrección”.
Por
otra parte, a la segunda categoría pertenecen los ‘ulamâ al-âjira, los
sabios que tienen como único deseo satisfacer a Allah y ganar su misericordia:
tienen como meta al-âjira, la vida junto a Allah, y no compiten por ninguna
otra cosa. No los mueve la ambición, ni el miedo, ni la hipocresía, sino que
los pone en acción una inquietud espiritual profunda, exigente consigo misma,
transparente y radical... Son los sinceros, los que han aprendido el Islam después
de haberse purificado, y el Islam ha fructificado en ellos y ahora son capaces
de servir de provecho al resto de los musulmanes. Siempre serán escasos, porque
tienen un gran valor y el valor sólo existe en lo que no abunda. Son luz para sí
mismos y para los mundos y su bien es amplio porque ya nadan en la misericordia
de Allah, en su Rahma absoluta que se ha desbordado sobre ellos y desde
ellos se desborda sobre el universo. Los ‘ulamâ al-ajira, los sabios de al-âjira,
son quienes deben ser buscados como maestros, y a ellos, el aprendiz debe
entregarse sin reservas y recoger del bien del que son portadores.
Shaqîq
al-Balji, un gran maestro sufi, preguntó a su discípulo Hâtim, que
después también fue un gran maestro, qué había aprendido de él después de
muchos años, y Hâtim le respondió: “He aprendido ocho cosas. La
primera: he observado a las criaturas y he descubierto que cada una de ellas ama
algo, pero cuando la criatura muere, lo amado la abandona y ella se queda sola
en la tumba; y yo he hecho de mis bellas acciones lo que más amo porque no
dejarán de acompañarme incluso tras la muerte. La segunda cosa que he
aprendido contigo: He reflexionado en lo que dice el Corán “Allah prohíbe al
ego sus caprichos”, y me he esforzado por alejar de mí mis caprichos hasta
que me he asentado firmemente sobre la senda de la obediencia en exclusiva a
Allah. La tercera: he observado que la gente guarda lo que aprecia, y he
analizado las palabras del Corán que dicen “Todo lo que tenéis muere y sólo
permanece lo que hay junto a Allah”, y ahora, todo lo que me llega lo remito a
Allah para que sea eterno. La cuarta cosa que he aprendido junto a ti: he visto
que la gente juzga a las personas en función de sus riquezas, su fama o su
genealogía, y he observado que yo no tengo nada de ello y después he escuchado
las palabras que hay en el Corán “El mejor de vosotros ante Allah es el de
corazón más sobrecogido ante su grandeza” y he sabido que lo importante es
el temor del corazón y lo he practicado para ser noble y digno ante Allah. La
quinta: he notado que la gente se envidia entre sí y después he leído en el
Corán que Allah ha dicho “Yo he repartido la vida entre ellos” y he
abandonado la envidia. La sexta: he visto que la gente se declara mutualmente
enemistad y se agreden entre ellos, y he leído en el Corán “Shaitán es
vuestro enemigo: tomadlo por enemigo”, y he dejado de sentir enemistad hacia
nadie y se la he declarado a Shaitán. La séptima: he visto cómo la gente se
humilla para sobrevivir y he visto que en el Corán se dice “No hay bestia
sobre la tierra cuyo sustento no dependa de Allah” y a partir de entonces me
dedico a cumplir con lo que Él me ordena y dejo en sus Manos lo que Él me
tiene garantizado. Y la octava cosa que he aprendido de ti: he visto a la gente
apegada a sus negocios, a sus artes y a la salud de sus cuerpos, y yo he
decidido apegarme a Allah”.
Segunda Parte
al-hámdu
lillâh...
Queremos
hablar, en esta segunda jutba, de las cortesías que deben existir entre
el aprendiz -el muta‘állim- y el maestro -el mu‘állim-. En el Islam se ha
considerado siempre que el estudiante tiene que depositar plenamente su
confianza en el maestro, siendo correcto y humilde ante él y afanándose en su
servicio. Ibn ‘Abbâs (radia llâhu ‘anhu), aun cuando ya había
destacado como gran sabio, cuando veía aparecer al que había sido su maestro,
Çáid ibn Zâbit, no dudaba en apresurarse y salir a su encuentro sólo para
sostener las bridas del caballo de su maestro y guiarlo por la ciudad, y cuando
se le preguntó por qué lo hacía, respondió: “Esto es lo que se nos ha
ordenado hacer con los sabios”.
Nadie
aprovecha las enseñanzas de alguien hacia quien no siente respeto y admiración.
Esto es así. Cuando alguien descubra en otra persona un saber al que debería
aspirar debe esforzarse también y poner todo el esmero por sentir respeto y
consideración hacia esa persona. Rasûlullâh (s.a.s.) dijo: “La sabiduría
es lo que anda buscando el musulmán sincero: donde la encuentra, la recoge (al-híkmatu
dâllatu l-mûmin, ainamâ waÿadahâ ájadzahâ)”, es decir, el
musulmán sincero no es altanero y no se niega a recoger la sabiduría ahí
donde esté, y es capaz de forzarse a respetar a un maestro que en apariencia no
le guste o no despierte su admiración, porque sabe que ese respeto y esa
admiración son necesarios para un aprovechamiento real y un aprendizaje auténtico.
Por
tanto, las primeras reglas son la confianza, el respeto y el servicio. Y se
cuenta que el Imám ‘Ali (radia llâhu ‘anhu) añadió: “Cuando asistas a
una clase o a cualquier reunión donde esté tu maestro, saluda en general, pero
distínguelo a él en particular. Éste es uno de sus derechos. Procura sentarte
frente a él, y nunca señales en su dirección, ni guiñes el ojo a nadie en su
presencia. No le preguntes demasiado ni lo ayudes a responderte. No le insistas
en nada, ni lo corrijas, ni quieras despertar sus celos alabando a otros
maestros en su presencia. No le tires de la ropa, ni divulgues ningún secreto
suyo ni nada privado de él. No busques sus errores y acepta sus disculpas... Sé
servicial con él y apresúrate a satisfacer sus deseos, pues un maestro es como
una palmera de la que sólo caen dátiles”. Éste es sólo un ejemplo de las
miles de citas posibles acerca de las cortesías que un aprendiz debe tener para
con su maestro. Nunca se insiste lo suficiente sobre este tema. Esas palabras
pueden parecernos extrañas o impropias en la actualidad, pero ojalá pudiéramos
al menos recoger su espíritu porque del mismo modo en que nos pueden parecer
consejos desfasados tal vez también debiéramos saber que ya ha quedado
desfasado el sacarle realmente provecho al aprendizaje, que se ha convertido en
un mero proceso de alimentación de cerebros de seres humanos desvinculados
entre sí y para los que el saber sólo tiene un valor estratégico.
Por
último, igualmente un maestro debe tener ciertas cortesías hacia su discípulo
como la de enseñarle desinteresadamente, sin esperar a cambio ni recompensas ni
gratitud, pues si el maestro es uno de los ‘ulamâ al-âjira, sólo lo mueve
el amor que siente a Allah. Esta es la opinión más generalizada, aunque hay
quienes consideran lícito la enseñanza a cambio de una remuneración pues hay
que animar a que todo el que sepa difunda sus saberes, y éste es uno de los
fines del Islam.
Otra
de las cortesías del maestro es la de tener presente la capacidad intelectual
de su discípulo y no darle más ni menos de lo que exige, todo esto en
conformidad con el hadiz en el que Rasûlullâh (s.a.s.) dijo: “Se me ha
ordenado dirigirme a las gentes de acuerdo a la capacidad de comprensión de
cada cual (umirtu an ujâtiba n-nâsa ‘alà qádri ‘uqûlihim)”.
También
forma parte de las cortesías del maestro el no dejar de corregir a su discípulo
llamándole la atención cuando lo necesite para progresar y mejorar tanto en
sus estudios como en su comportamiento, y debe saber cómo dirigirse en esos
momentos hacia él sin que sus palabras hagan que el discípulo le pierda el
respeto y el amor.
Por
último, el maestro debe a su alumno el comportarse tal como le enseña, siendo
un ejemplo vivo para el aprendiz, en conformidad al Corán cuando dice: “¿Ordenaréis
a la gente hacer el bien mientras os olvidáis de hacerlo vosotros mismos,
siendo así que leéis el Libro? (a tâmurûna n-nâsa bil-bírri wa tansáuna
ánfusakum wa ántum tatlûna l-kitâb)”. Efectivamente, no hay nada peor,
para cada musulmán en particular y para el Islam en general, que los maestros
que no son ejemplo de lo que enseñan y los dan ejemplo pero son ignorantes...
du‘â
...