La palabra árabe sháij
significa, en principio, anciano. Es
un título respetuoso que se da a los mayores, especialmente
cuando se acepta su autoridad. Por extensión, se da este nombre a todo
el que enseña la sabiduría del Islam. El ‘âlim,
el experto en ciencias islámicas, cuando las comunica, es el sháij
de sus discípulos. También en el Tasáwwuf
se aplica este venerable término al maestro,
pero en el arte de los místicos este título tiene connotaciones profundas,
hasta llegar al extremo en el que los retrata al-Yîlâni: “Los maestros son aquellos cuyos espíritus -antes de que fuera creado el
mundo- ya nadaban en el océano de la generosidad. Cuando los ángeles opusieron
objeciones a que el ser humano fuera elegido por Allah como rey de la creación,
los maestros se reían de ellos a escondidas. Los maestros ven el invierno en el
calor del verano, vislumbran la sombra en medio del rayo de la luz solar, y han
embriagado al cielo con el licor que hay en sus copas. Es su liberalidad la que
permite al sol parecer de oro”.
En el sufismo
(Tasáwwuf), sháij es el que, tras haber realizado el viaje hasta Allah ha sido
autorizado por su maestro para guiar a otros discípulos. Los shuyûj
(plural de sháij), conocedores de la Senda, son los herederos de la sutileza
del Profeta (s.a.s.) y hábiles en la ciencia del corazón y de la sinceridad.
El aspirante (murîd) debe buscar la compañía
(suhba) de un maestro
cualificado.
El sháij
es un guía (múrshid) espiritual, alguien que ha recorrido el Camino de la Verdad (Tarîq
al-Haqq), ha aniquilado su ego en la Unidad de su Creador, y conoce
los peligros que acechan al murîd,
los terrores que obstaculizan su andadura y los límites que no pueden ser
trasgredidos; es alguien que, cumpliendo esas condiciones, se hace cargo de la educación
(tarbía) de los aspirantes y les señala las exigencias de la peregrinación
(sulûk) y la forma de llegar a las proximidades del Creador (el qurb).
El sháij tiene que haber seguido el
Camino bajo la dirección de otro sháij
anterior, y la cadena (sílsila)
debe remontar hasta el Profeta (s.a.s.). En su caminar hacia Allah, el maestro
ha debido saborear las esencias (haqâiq) y haber adoptado las formas de conducirse (los Ajlâq)
del Profeta (s.a.s.). En resumen, como decía al-Qâshâni, el sháij
es una persona perfecta en el conocimiento de la Ley, el Camino y la
Esencia, habiendo alcanzado las profundidades de esas ciencias, y conozca las
enfermedades del ego y los remedios para esos males y pueda sanar los corazones,
guiándolos si están preparados y están destinados a alcanzar la Meta.
El maestro es
imprescindible. Cuando alguien se hace aspirante
(murîd), es decir, cuando en esa persona despierta la Irâda
(literalmente, Voluntad, pero entre
los sufíes es el deseo de abandonar la
rutina y las costumbres), y prefiere guiarse por sí mismo y atenerse a su
propia opinión, se equivoca. Se suele decir, que Shaitân
es el maestro de quien no tiene sháij.
Y es necesario el maestro por lo que dijo el Profeta (s.a.s.): “En
todo arte buscad la ayuda y el consejo del más hábil”, y el sháij
es el mejor en el arte de los sufíes. Es cierto que Allah mismo se ha hecho
cargo de algunos buscadores, tal como hizo con Abraham o con Muhammad (s.a.s.)
entre los profetas, y con Uwáis al-Qárani entre los awliyâ,
pero son casos excepcionales. La regla es que exista el maestro y el discípulo,
y esto forma parte de la Sunna de Allah con la que gobierna la existencia.
Quien busque conocer
las ciencias formales del Islam debe acudir a un ‘âlim,
o a varios. Ellos te comunicarán los datos que desees saber sobre la Sharî‘a. Pero para adentrarse por la Tarîqa, es necesario un sólo sháij. No esconveniente tener más de un maestro sufí a la vez.
Ejemplo de ello fue el Imâm al-Yîlâni, que recogió sus saberes formales de
una gran cantidad de ‘ulamâ, pero
cuando se inició en el sufismo sólo acompañó a su sháij
ad-Dabbâs, y más tarde a al-Májrami.
La primera de las
condiciones que debe cumplir un maestro que se ofrezca a guiar discípulos es
tener un gran conocimiento de la Sharî‘a
y del Tasáwwuf., de modo que él sea una síntesis de la Ley y la
Esencia. El Imâm al-Yunáid dijo: “Nuestra
ciencia tiene como elementos correctores el Corán y la Sunna. Quien no conozca
el Hadiz y lo escriba, no haya memorizado el Corán, no sea experto en Fiqh y en
la Técnica de los sufíes, no es digno de ser seguido”.
Al-Yîlâni dijo: “No
le es lícito a nadie sentarse sobre la alfombra del rango de la maestría y ceñirse
la espada de la atención a los discípulos a menos que cumpla con diez
virtudes. Dos son de Allah: que sea discreto y tolerante. Dos son del Profeta:
que sea afectuoso y buen acompañante. Dos son de Abû Bakr: que sea sincero y
generoso. Dos son de ‘Omar: que sepa ordenar y prohibir. Dos son de ‘Ozmân:
que dé de comer al hambriento y pase las noches en recogimiento mientras las
gentes duermen. Y dos son de ‘Ali: que sea sabio y valeroso”.
El mismo Maestro al-Yîlâni
lo dijo en versos: “El Sháij verdadero
cumple con cinco utilidades, o de lo contrario es un impostor que conduce a la
ignorancia. / Es conocedor de las normas exteriores de la Ley y a la vez indaga
en las raíces de la Esencia. / Al que llega para beber de él, le muestra buena
cara, y es hospitalario, y se somete al pobre en palabra y acto. / Ése es el
maestro merecedor de enaltecimiento cuyo valor es inmenso, diferenciador de lo
ilícito de lo lícito. / Pule a los seguidores del Camino estando ya pulido su
corazón, siendo a la vez de una generosidad absoluta”.
Algunos se precipitan
y se presentan como maestros cuando no lo son, y son causa de las censuras que a
lo largo de los siglos se han dirigido contra el sufismo. Al-Yîlâni les decía:
“¿Quién es ese que se está atreviendo a jugar con serpientes
(refiriéndose a las almas de los aspirantes) cuando él aún no ha
tomado el antídoto? ¿Cómo puede pretender que conduce hasta las Presencia del
Rey, si no es chambelán? Tú, que dices ser un maestro, y compites con los
sinceros, buscas satisfacciones como los niños y no eres más que un niño.
Eres un descuidado que no se da cuenta de que la Verdad ha presentado una
querella contra ti. Pronto tu alegría se va a convertir en miedo...”. Y
después, el Imâm daba estos consejos al aspirante: “Busca a quien te ayude a derrotar a tu ego, no a quien lo fortalezca
contra ti. Si acompañas a un maestro ignorante e hipócrita, que se ha sometido
a su naturaleza y a su propia frivolidad, ése ayuda a tu demonio. A los
maestros no se les acompaña para pasar un rato en este mundo, sino para
conquistar al-Âjira. Si un maestro está sometido a su naturaleza, es acompañado
para disfrutar del mundo; pero si es poseedor de un corazón es acompañado para
entrar en el Universo de Allah; y si es depositario de un Secreto, entonces se
le acompaña por Allah”.
En el Islam, existe
un estrecho vínculo (râbita)
que une al maestro (sháij)
y al discípulo (murîd). Ese
lazo es la compañía (suhba),
con la que se emula la relación que había entre Sidnâ Muhammad (s.a.s.) y sus
Compañeros (los Sahâba). El maestro y el aspirante se reúnen en
torno al anhelo por alcanzar a Allah, no en pos de un bien efímero, o alrededor
de una doctrina alambicada, y la radicalidad de ese propósito es la causa de
condiciones férreas. Es una compañía cuya primera condición son la sinceridad
(sidq) y el desinterés
(ijlâs), teniendo como norte
el conocimiento y la cercanía a Allah sobre la base de la cortesía.
Esa relación tiene
tres pilares: las funciones del sháij,
la actitud del discípulo para con su sháij
y la vinculación entre los discípulos del sháij.
Un sháij
acepta a un discípulo sólo por amor a
Allah (lillâh), y nunca por amor
a sí mismo. Cuando un maestro no tiene más propósito que servir de utilidad a
sus discípulos, estos aprovechan sus enseñanzas. Si se trata de un farsante
que busca prestigio o riquezas, entonces sus palabras son cáscara y no llegan a
trasformar corazones.
El maestro comienza
con su discípulo dándole buenos consejos, sencillos y con suavidad. No le
impone nada por encima de sus fuerzas. Emplea el rifq,
que es la amabilidad, porque la
amabilidad permite la confianza y la intimidad. Cuando se apercibe en esa
intimidad que el discípulo tiene aptitudes y aspiración poderosa, le ordena
cargar con tareas más penosas. Le obliga a dejar de depender de su naturaleza,
le retira las licencias del Islam y le impone el ‘açm,
la resolución y la decisión
firme. Si no es así, si el discípulo es de carácter débil, va más
despacio en las exigencias; y si en él no hay aptitudes ni tan siquiera para
eso, no lo priva de su bendición.
El sháij
debe estar vigilante e indagar en el corazón de su discípulo, estando alerta
contra las señales de las enfermedades del ánimo. Para ello debe ser experto
en la conducción de los corazones. Si el aspirante está demasiado atado al
mundo, lo libera exigiéndole anonimato; si está demasiado satisfecho de sí
mismo, lo reduce con hambre y haciéndole velar por las noches; si tiene en
demasiada consideración la opinión de la gente, lo priva de compañía y lo
sumerge en la soledad, el retiro y el silencio; si es de carácter rudo, se lo
suaviza obligándole al estudio y a la cortesía,...
Cuando el maestro ve
que su discípulo mejora y supera las trabas secretas de su ego, es sincero en
su combate y tiene firme voluntad de alzarse por encima de todas las cosas,
entonces ya no le perdona nada, se vuelve intolerante y le exige los ejercicios
más desafiantes para acceder a los rangos
espirituales elevados (maqâmât).
Se considera que el sháij que no es
severo en ese grado está traicionando a su discípulo.
El sháij
debe también cuidar de su discípulo interiormente.
Un maestro verdadero es un ser especial, tal como hemos visto a la cabeza de
este apartado, y vela por su discípulo a un nivel que éste todavía desconoce,
pues el corazón del maestro habita en un mundo sobrenatural y secreto para la
inmensa mayoría de los hombres. El Sháij al-Yîlâni dijo: “Yo guardo a mi discípulo. Si le ocurre un mal estando en occidente
mientras estoy en oriente, lo protejo. Si mi discípulo no es excelente, yo sí
soy excelente”.
En primer lugar, el
aspirante que se dirija a un maestro con la intención de que pula su corazón,
corrija su universo interior y lo asome a Allah, debe tener la certeza de que la
persona en cuyas manos va a ponerse es la más idónea y presentarse ante ella
con esa seguridad. Para ese discípulo no puede haber nadie mejor como guía que
el maestro que ha elegido. A esto se le denomina sinceridad
(sidq). Sin sinceridad, el
discípulo no aprovecha lo que su sháij
puede darle.
Esto no quiere decir
que deba creer que su maestro es infalible
(ma‘sûm), pero sí que el bien que puede sacar de él sólo
puede ser fruto de una buena manera de acompañarlo, basado en una exquisita y
sincera cortesía basada en la seguridad que hemos mencionado.
El discípulo debe obediencia
(tâ‘a) a su maestro,
cumpliendo externamente lo que le pida, sin resistencias ni reparos de ningún
tipo y no oponiéndose a ello en su corazón. Si se trata de algo que no
entiende, debe relegar su opinión. Al-Yîlâni decía: “Contrariar a los shuyûj es un veneno mortal”. Ibn ‘Arabi decía
que si un maestro te ordena entrar por el ojo de una aguja, debes intentarlo
pensando que es posible.
Es muy importante la cortesía
(ádab) en la presencia del maestro.
El discípulo no debe hablar ante él innecesariamente, ni interrumpir sus
palabras para expresar su propia opinión, y aunque crea que se equivoca o se
confunde, guardará silencio. Un sufí dijo: “Quien
diga ‘no’ a su maestro, no triunfa”. Al-Yîlâni decía a su discípulo
cuando lo aceptaba: “Cuando te presentes
ante mí, pliega tu ciencia y deja de verte, y entra sin nada. Si vienes a mí
con tu ciencia y contigo mismo, no verás nada de lo que te indique”.
Es imprescindible que
el discípulo no oculte nada de sí a su maestro, aunque se trate de algo
vergonzoso, dando así la oportunidad al maestro para que le hable, le guíe o
invoque en su favor, pues tal vez su bendición lo trasforme.
El aspirante no debe
dudar acerca de su maestro ni acusarlo de nada. Si cree que su maestro ha
cometido un error o algo censurable, que piense que es él el que se equivoca
debido a su propia ignorancia y falta de entendimiento. Si no puede abandonar la
sospecha, que deje al maestro, tal como dijo al-Yîlâni: “Si
acusas de algo a tu maestro, no lo acompañes; el enfermo, si duda del médico,
no se cura”.
El discípulo siempre
debe estar dispuesto a servir a su maestro y atento a cumplir sus deseos,
apresurándose a satisfacerlos incluso antes de que los formule. A esto se le
llama jidma, servicio. El discípulo
no debe excusarse ni anteponer sus necesidades, pues para un verdadero aspirante
no existe más que su sháij.
El discípulo acompaña
a un sháij por amor a Allah (lillâh).
El maestro es un medio y por ello el murîd
cumple las condiciones, vaciando su corazón de todo lo que no le exige ese
momento suyo. Cuando sigue a un maestro, la condición es la plena dedicación a
él, hasta que llegue la separación. Someterse a un sháij
representa ‘abandonar del mundo’, centrándose el discípulo en él para
olvidar el duniâ (el mundo efímero de las apariencias y las ilusiones), preparándose
el aspirante para un vacío aún mayor en el que sólo tendrá a su Señor. Esto
es lo que significa Irâda (la Voluntad,
que es progresivo desapego de lo mundanal para afrontar la Realidad del Uno-Único)
de la que deriva la palabra murîd.
Por último, en su
relación con el maestro, el discípulo tiene que armarse de una sólida paciencia
(sabr) -sobre su significación,
consúltese el Libro de la Paciencia
de Ibn al-Qáyyim, cuya traducción ofrecemos en Musulmanes Andaluces- que le
ayude a soportar la aspereza (jushûna)
del maestro. La aspereza es con lo que el sháij
suaviza el carácter del discípulo y mata sus quimeras. Al-Yîlâni decía: “No
huyáis de la aspereza de mis palabras. A mí me ha hecho crecer la aspereza”.
Al igual que hay cortesías
(adab) que rigen la relación del
discípulo y el maestro, las hay que deben practicarse entre los aspirantes
(llamados ijwân, hermanos,
cuando son discípulos de un mismo sháij).
Se considera que la atención a dichas cortesías y la insistencia en su
observancia acaba por trasladarlas a la relación con todas las criaturas. Una
Hermandad sufí en torno a un
maestro es un mundo en pequeño en el que el aspirante se educa para afrontar
las esencias, siendo relanzado, por un lado, hacia el Creador, y, por otro,
hacia la creación. Se ha dicho: “El Tasáwwuf,
todo él, es adab”.
Un primer grupo de
cortesías es al que se denomina futuwwa
(literalmente, significa jovialidad, entusiasmo). La futuwwa
es el total de las virtudes que propician los sentimientos de hermandad y
complicidad, a cuya cabeza están la solidaridad, el desprendimiento, el olvido
de las afrentas, el servicio, el socorro mutuo, la indulgencia, etc.
Los maestros siempre
han enseñando que entre ‘hermanos’ debe haber humildad y tolerancia,
renuncia a los conflictos, cesión de derechos y ausencia de polémicas.
El discípulo debe
ser ciego ante los defectos de sus hermanos, dejando su corrección al maestro,
y se priva de hacer lo que les resulte detestable.
Entre aspirantes hay
amor y atención. Si alguno nota desdén en otro, lo soporta, se vuelve hacia sí
y espera a que desaparezca el desdén.
Entre hermanos hay
renuncia a los propios derechos y no se hacen exigencias; es más, cada uno
considera a los demás con derechos sobre sí y por ninguna ofensa desatiende
sus obligaciones de hermandad.
La futuwwa
fue el germen de grupos solidarios que jugaron un papel destacadísimo en la
historia del Islam. En torno a las Hermandades en las que los lazos entre sus
miembros eran sólidos se crearon vínculos que integraron a sociedades y tribus
enteras. La solidaridad predicada por el sufismo permitía la cohesión entre
los musulmanes, de una alcance extraordinario que se proyectó sobre el devenir
del Islam.
Los maestros sufíes,
a la vez que enseñaban las claves de la fraternidad, daban consejos a sus discípulos
sobre las relaciones que debían mantener de distanciamiento de los ricos y
poderosos y proximidad a los pobres y necesitados.
Al-Yîlâni dijo: “Al
cabo de dos años, el destete”. Si la compañía
(suhba) de un maestro
se realiza cumpliendo estrictamente sus condiciones, llega el momento en que el
discípulo puede independizarse para continuar sólo adentrándose en la proximidad
(qurb) a la que su maestro lo ha asomado.
Ese
momento tiene señales, como la desaparición de sus pasiones, el olvido total
del mundo, un anhelo vehemente por llegar hasta Allah,... En las profundidades
de ese aspirante puede haber un secreto
(sirr) al que no tenga acceso el
maestro, o, a la inversa, el maestro tenga un ‘secreto’ que el discípulo no
pueda descifrar... En estos casos, el aspirante se ha independizado de la
necesidad de un maestro y todo su corazón pende ya de Allah en exclusiva, y,
alcanzado esto, ¡cómo podría estar en contacto con un sháij! Ha llegado el momento en que deba seguir su propio camino,
en conformidad con lo que dicen los sufíes: “Los caminos hacia Allah son en el número de los alientos de todos los
seres humanos”. Y Allah dice en el Corán: “Guiaré por mis Caminos a quienes luchan por Mí”.
Por
respeto, esperará a que su maestro le indique que lo abandone (incluso puede
llegar a prohibirle que vuelva a verlo), y a partir de entonces se sumirá en su
propio mundo siguiendo el Camino que le dicta su Señor. Al-Yîlâni decía: “Allah
bendiga al maestro, y al discípulo sincero que prescinde de su maestro porque
ya no le basta más que Allah”.
Desde el principio
del artículo hasta el final, hemos ido describiendo los aspectos formales de la
vivencia sufí: su preparación en la Sharî‘a,
el despertar de su resolución con la Tawba,
su disciplina en el seguimiento de un Sháij,
su propia independencia para seguir libremente por el Camino de su Creador. En
el seno de esos procesos se producen emociones
(ahwâl), se conquistan rangos
(maqâmât), se descubren esencias
(haqâiq) y se guardan secretos
(asrâr), todo ello ya en la intimidad del corazón, y a todo ello
dedicares próximos artículos, in shâ Allah.