PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

PRIMERA PARTE: Historia de una tierra

    II.   Los hebreos

 

4)  Desintegración del Estado hebreo y caída de Israel y de Juda

Inmediatamente después de la muerte de Salomón (ha­cia 926-925), el reino de David comenzó a desintegrarse. Sólo había durado setenta y tres años.

La decadencia ya había comenzado en tiempos de Salomón, cuando algunas provincias periféricas se separaron. Entre los propios israelitas cundía cada vez más el descontento y el desafecto con respecto al Estado a causa de las crecientes cargas con que el fastuoso tren de vida de Salomón agobiaba al pueblo, y debido también a la depravación moral y religiosa engendrada por un régimen semejante.

Este declive se acentuó a causa de un cisma sobre el proble­ma de la sucesión. La sucesión hereditaria no fue discutida en la parte de Judá, ni por los judeos (el heredero, Roboam, era, como su padre Salomón, y su abuelo David, uno de los suyos); y las poblaciones canáneas admitían desde hacía largo tiempo el principio dinástico, cuyo modelo se había apropiado Saúl y David.

En el norte, sin embargo, las cosas sucedieron de otra manera: esforzándose por mantener la tradición de la Liga de las tribus, los Ancianos de las tribus de Israel se reunieron en el antiguo santuario de Siquem para imponer sus condiciones a Roboam y establecer con él un pacto antes de investirlo (I Re­yes U, 19-29; XII, 1-32; 14, 1-18). Roboam rechazó en bloque sus demandas, incluso la de reducir los impuestos más gra­vosos.

Otro pretendiente, Jeroboam, antaño rebelde a Salomón y exiliado en Egipto, había regresado a la muerte del Rey. Jeroboam había sido designado por un profeta, Ajia de Silo, como sucesor.

Los Ancianos de Israel, ateniéndose a la vieja tradición que consideraba la monarquía como contraria a las leyes de Israel (II Samuel 20, 1) y considerando por tanto que «Israel» no tenía nada que ver con la casa de Judá (I Reyes 12, 16) eligieron a Jeroboam, a quien consideraban escogido por Yahvé a través de su profeta, y reconocido por los ancianos del pueblo de las tribus.

Esto provocó la escisión en dos reinos: el de Judá al sur, y el de Israel al norte. Dos pequeños Estados entre los otros Esta­dos sirio-palestinos. El de Judá mantuvo como reyes, hasta su desaparición, a los herederos de David. El de Israel, que había querido volver a la antigua costumbre, fue presa de múltiples convulsiones: golpes de Estado, asesinatos, dinastías de corta duración, usurpaciones, etc.

A partir del reinado de Jehu (845-46), menos de tres cuartos de siglo después de la muerte de Salomón, la costumbre de hacer que el rey fuera designado por un profeta ya no es respe­tada. El profeta Oseas dirá, en nombre de Yahvé: «Ellos hacen reyes, pero sin mí» (Oseas 8, 4).

La historia de los dos Estados, hasta su doble desaparición, está hecha de conflictos entre ellos y con sus vecinos, que sa­caban provecho de su debilitamiento y su división: luchas contra los árameos, aliados con los filisteos, lucha contra el faraón Shesonk I que desde el reinado de Jeroboam había invadido Palestina y obtenido del rey de Judá que le pagase tributo. Cuando Acab, heredero de la dinastía (probablemente árabe, a juzgar por su nombre) de Omri, se casó con Jezabel, hija del rey fenicio de Sidón, y se llegó a temer que, como en tiempos de Salomón, volviesen a surgir los templos de los baales junto a Yahvé, profanación que denunciaban con vehe­mencia los profetas Elias (II Reyes 1, 5-8), y Eliseo (II Reyes 5, 18), la resistencia interior a esta corriente derrocó la dinastía de Omri (Véase: // Reyes 6, 8; 8, 20 y 13, 14) en 851.

El rey de Moab aprovechó la ocasión para dejar de pagar tributo a Israel (II Reyes 3, 4-5).

La mayor ameneza, empero, comenzó entonces a perfilarse: el imperio asirio, en plena expansión, había ganado, en Siria, la costa mediterránea, desde el primer tercio del siglo ix. En 853, Salmanazar III ya combatió a una coalición de príncipes sirio-palestinos que habían acordado una tregua en sus querellas para hacer frente a aquel poderoso invasor. El rey de Israel, Acab, formaba parte de la coalición, que fue vencida. El sucesor de Acab, Jehu, rey reformado religioso (aliado de la secta de los Recabitas que, para recuperar la pureza de la fe de Yahvé, vivían en el desierto el ideal nómada) (II Reyes 10, 15 y siguientes), después de haber asesinado a Acab y a toda su familia, inauguró su reinado destruyendo los santuarios de Baal. Trató de conjurar la amenaza exterior pagando tributo a Salmanazar (como lo atestigua «el obelisco negro», en basalto, erigido por Salmanazar en Kalah, hoy Tell Nimrud).

La amenaza asiria, que parecía haber quedado conjurada así durante algún tiempo, se concretó de nuevo con el advenimiento de Teglath-Falasar III en Asiria, en 745, según la aspiración permanente de Mesopotamia de restablecer las vías de acceso del Creciente Fértil al Mediterráneo.

Cuando un rey de Israel decidió dejar de pagar el tributo a Asiria, y entabló relaciones con Egipto, en la esperanza de ser apyado (II Reyes 17, 4), el ejército asirio se apoderó del monarca y de todo el país. La capital Samaria, cayo en 722. El Estado de Israel había dejado de existir para convertirse en la provincia asiria de Samaria.

El Estado de Judá subsistió, pagando el tributo de vasallo al rey de Asiria. También allí se multiplicaron los intentos para apyarse en Egipto contra los asirios. El profeta Isaías denunció en vano el peligro (Isaías 20, 1-6).

El imperio asirio, con la destrucción de su capital, Nínive, se hundió en612.

Para Palestina, no obstante, el respiro fue de corta duración. Desde el principio de su reinado, el faraón Nechao (609-593) cruzó Palestina y Siria para tratar (sin lograr sus propósitos) de atajar la victoria de los babilonios.

La dominación egipcia no duró: el Faraón fue vencido en 605 (Jeremías 46,2) por el rey de Babilonia, Nabucodonosor, que reconquistó todo el país que el Faraón había intentado arrebatarle.

A pesar de la advertencia de Jeremías, que ponía al rey en guardia contra una alianza en Egipto, y que consideraba que someterse a Nabucodonosor era obedecer a la voluntad divina que la había confiado el imperio del mundo (Jeremías 27 y 29), Jeremías fue tildado de traidor, y el rey Sedecías, a pesar de haber buscado el apoyo de Egipto, no pudo evitar que el ejercito de Nabucodonosor sitiara Jerusalén, de la que se apoderó en 587, destruyéndola. El templo de Salomón se desplomó entre llamas. Judá, a su vez, había cesado de existir.

Esta derrota definitiva “no era un acontecimiento en la historia mundial, las inscripciones de Nabucodonosor no la mencionan una sola vez)[1].

Pero, para los israelitas, representa un momento crucial de su historia, no solamente política sino religiosa: con Jerusalén, lo que había desaparecido era la realeza de David, que era en la Torah (el Pentateuco) portadora de la promesa.

Ya se tratase de los dirigentes y de los notables deportados a Babilonia, o de la masa del pueblo, que permanecería en Palestina, todo el conjunto de creencias de la Torah, sistematizada en el Deuteronomio, tenía que ser replanteado en una perspectiva histórica nueva después de aquél derrumbamiento.

 


 

[1] Both, Historia antigua de Israel, p. 248.