Periodo de Meca
570-622
El Isrâ y el Mi’râÿ
El
Viaje Nocturno y la Ascensión
Un
año antes de la Hégira (Hiÿra, la emigración que realizarán los musulmanes de Makka a
Medina), el 27 de Rabi’a al Awwal (correspondiente al año 621 de la era
cristiana), tuvo lugar un hecho singular y prodigioso: el Viaje Nocturno y la Ascensión del Rasûl Muhammad (s.a.s.), al-Isrâ
wa l-Mirâÿ.
Una
noche cuando dormía en casa de su prima Hind (más conocida como Umm Hani),
hija de Abu Talib. Mientras dormía, Yibril se acercó a él y lo despertó. Lo
montó sobre al-Buraq, una yegua
fabulosa provista de grandes alas. Muhammad (s.a.s.) obedeció y partieron los
dos. Al instante se encontraron ante Jerusalén (al-Quds), y
al-Buraq se detuvo. Muhammad (s.a.s.) descendió de su montura y la ató a una
argolla en la que los profetas tenían la costumbre de atar sus caballos. Entró
en el templo de Salomón (Sulaiman) y realizó dos postraciones (Rakaas)
mientras que todos los profetas de la humanidad, repetían detrás de él sus
gestos. Volvió a donde estaba al-Buraq y con la velocidad de un relámpago se
alzó hacia el cielo.
Llegaron
al primer cielo, Yibril llamó a la puerta. Una voz preguntó: "¿quién
es?. Yibril. ¿Y quién es tu compañero?. Muhammad. ¿Ha recibido su misión?.
La ha recibido. Bien venido sea".
Las
puertas se abrieron y fueron recibidos por Adán. Reemprendieron el viaje y
alcanzaron el segundo cielo, donde fueron recibidos por Jesús y Juan, que
dijeron a Muhammad (s.a.s.): “Bienvenido y felicidad a nuestro hermano, el más
grande de los anunciadores”.
En
el tercer cielo se encontraron con José y en el cuarto con Idris (un profeta
del que el Qur-ân dice: “ Lo elevamos a un rango alzado”). En el quinto
cielo fueron recibidos por Aarón, en el sexto por Moisés, y en el séptimo
cielo por Abraham (Ibrahim).
Tras
franquear esos océanos de luz, Muhammad (s.a.s.) se acercó al “Loto
del Límite” (Sadrat al-Muntaha),
que es el lugar más cercano a Allah, a los pies de su Trono
(‘Arsh) y de su Majestad (Yalal). En ese
instante le fue ordenado a él y a su comunidad realizar el Salat (es decir,
establecer momentos a diario de intenso recogimiento y de gestos de absoluta
rendición a Allah). En principio, los musulmanes deberían hacer cincuenta
Salat al día pero por consejo de Abraham, Muhammad (s.a.s.) pidió que se
redujera el número hasta que se eligió el de cinco Salat (que tienen el valor
de cincuenta).
El
Salat, cinco veces al día, va a ser el primer pilar del Islam después de la
aceptación de Allah como único Señor de cada hombre, y de Muhammad (s.a.s.)
como maestro sobre la vía que conduce a Él. El Salat, que es un acto
transformador y de profunda espiritualidad, trabaja sobre el corazón orientándolo
completamente hacia Allah. Es un acto antiidolátrico con el que el musulmán se
propone a Allah y avanza en su dirección, dejando atrás los dioses, los miedos
y los apegos del común de la humanidad. Muhammad (s.a.s.) aprendió el secreto
del Salat en esa experiencia que tuvo lugar en la noche de su "Viaje
Nocturno", y por ello el Salat tiene un valor extraordinario. Su fuerza es
subrayada por la importancia espiritual de ese acontecimiento fabuloso en el que
fue prescrito, y también por ser la primera obligación impuesta a los
musulmanes, la primera de las prácticas (‘Ibâdas)
que van a ir dando forma al Islam. Desde el principio el Salat, columna
vertebral del Islam, va a ser un rango distintivo de los musulmanes que les
sirve para identificarse y distinguirse. Poco a poco el Islam empezaría a ir
tomando forma, se iría consolidando, y haría del Salat -el recogimiento ante
Allah al menos cinco veces al día- el cimiento sobre el que edificaría su
civilización.
Muhammad
(s.a.s.) reemprendió el camino de vuelta y al-Buraq lo devolvió al lugar del
que había salido un instante antes.
Este
acontecimiento singular representa la experiencia que tuvo el Rasûl (s.a.s.),
de su función cósmica. Despertó a su centralidad en la historia de la profecía
convirtiéndose en Imâm de todos los profetas: Esto es lo que representa su
viaje horizontal (Isrâ), es decir,
su viaje en el tiempo humano, hasta Jerusalén (al-Quds),
capital espiritual de la sensibilidad profética. Su viaje vertical (Mi’raÿ),
representa su acercamiento al conocimiento más puro posible a un ser humano de
la Unidad absoluta de Allah, ante cuya grandeza, simbolizada por el Trono
(‘Arsh), se rinde. En esa ascensión
va superando los grados y experiencias de los profetas que le precedieron.
Esta
visión del Rasûl Muhammad (s.a.s.) –que duró un instante, pero en el que
recorrió el espacio y el tiempo, y los convirtió en un solo resplandor- es el
punto de partida de toda experiencia espiritual en el Islam. Es el modelo de la
peregrinación interior que debe realizar todo musulmán hasta alcanzar la
universalidad. La imagen que nos ofrece la tradición musulmana es poderosa y
sugerente: En esa peregrinación interior por el
mundo de la luz (Malakut), el musulmán se reencuentra y asume la totalidad de la
experiencia espiritual de la humanidad entera.
El Isrâ
y el Mi’raÿ son un acontecimiento
tremendo que marca definitivamente al Islam, haciéndolo universal gracias a una
imagen que condensa todo aquello a lo que debe aspirar un musulmán. Por ello
los musulmanes, y sobre todo los sufíes, celebran su fecha con una
intensificación con la que se aspira a reproducir la experiencia de Muhammad.
Al día siguiente, el Rasûl (s.a.s.) proclamó el acontecimiento que había tenido lugar y cuyo carácter fabuloso encontró el rechazo de los idólatras e incluso hizo dudar a los propios musulmanes. Únicamente Abu Bakr se mostró firme, y a partir de entonces se le dio el sobrenombre de as-Siddiq, el Confirmador, porque al confirmar al Rasûl (s.a.s.), se hizo partícipe de su experiencia.